Yu Hua - Vivir

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¡Vivir!, publicada por primera vez en 1992 y editada recientemente en nuestro país por Seix Barral, es un relato crudo y firme de la vida en China en la etapa de la Revolución Cultural a través de la voz de Fugui, un campesino que pierde su fortuna en sus visitas a los burdeles y su afición al juego, y que aunque intenta rehacer su vida padece los cambios políticos de su país y muchos avatares y desgracias, pero resiste a pesar de todo y termina sus días ya anciano labrando la tierra acompañado de su buey y con la única intención de seguir viviendo. Resistencia y perseverancia ante el sufrimiento. Las hambrunas, los cambios constantes impuestos por la Revolución Cultural, las enfermedades, la miseria, la mala suerte y la incongruencia se cebarán con Fugui y tres de sus generaciones pero el protagonista de ¡Vivir! le contará al lector también sus pequeñas alegrías y tesoros. Un libro para sufrir, para llorar y para disfrutar de la prosa del autor.

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En el camino de vuelta, la llevaba Fengxia. Yo iba a su lado, con la cabeza hecha un lío. Jiazhen tenía una enfermedad incurable. Cuanto más lo pensaba, más miedo me entraba. ¡Qué pronto la vida había llegado a eso! Viéndole esa cara tan flaca que estaba en los huesos, pensé que fue casarse conmigo y no volver a pasar un solo día bueno.

En cambio, Jiazhen estaba más contenta. Quería bajarse para ir a pie.

– No vaya a asustarse Youqing -dijo.

Le preocupaba que el niño se llevara un disgusto al verla así. Si es que las madres están en todo. Se bajó de la espalda de Fengxia y, cuando quisimos que se apoyara en nosotros, dijo que prefería ir sola.

– Si en realidad no tengo nada -dijo.

En ese momento, oímos un guirigay de gongs y tambores que venía del pueblo. El jefe de equipo y todo un grupo de gente venían hacia nosotros. Cuando nos vio, nos hizo señas muy contento.

– ¡Fugui! -venía gritando-. ¡Tu familia y tú habéis hecho una gran contribución!

Yo no entendía nada, no tenía ni idea de qué contribución habíamos hecho. Vi a dos chavales del pueblo llevando un bloque de hierro hecho como a pegotes, con la forma de medio bidón por la parte de arriba y pedazos de chapa que le salían como púas. Le habían colgado encima un trozo de tela roja.

– ¡Habéis conseguido fundirlo! -dijo el jefe de equipo señalando esa chatarra-. Vamos volando a la sede del distrito, aprovechando que hoy es la Fiesta Nacional, para anunciar la buena nueva.

Al oírlo, me quedé de piedra. ¡Y yo que andaba preocupado por la raja del bidón y por cómo iba a rendir cuentas al jefe de equipo! ¡Quién iba a decirme que después de todo habíamos fundido el hierro!

– Con esto se pueden hacer tres balas de cañón -dijo el jefe de equipo dándome palmadas en el hombro-. Las dispararemos contra Taiwan: una que dé en la cama de Chiang Kai-shek, otra que dé en su mesa del comedor, y otra que dé en su establo.

Luego hizo una seña con la mano, y los diez y pico hombres que llevaban los gongs y los tambores se pusieron en marcha tocando con todas sus fuerzas.

– ¡Fugui! -me gritó cuando pasaron el jefe de equipo, en medio de todo ese jaleo-. ¡Hoy, en la cantina, hay panecillos rellenos! Cada panecillo lleva un cordero dentro: ¡todo carne!

Cuando estuvieron lejos, le dije a Jiazhen:

– ¿De verdad hemos fundido ese hierro?

Ella movió la cabeza: tampoco sabía cómo podía ser eso. Pensé que lo más seguro era que se hubiera fundido cuando se rajó el bidón. De no ser por la tontería que había dicho Youqing de echar agua en el bidón, el hierro se habría fundido hace tiempo.

Cuando llegamos a casa, Youqing estaba delante de la puerta, llorando a todo llorar.

– ¡Han matado mis corderos! -dijo entre sollozos-. ¡Los han matado a los dos!

El disgusto le duró varios días. Cada día, al levantarse, como ya no hacía falta que fuera corriendo hasta la escuela, lo veía dando vueltas delante de casa, sin saber qué hacer. Normalmente, a esas horas, iba por hierba con su cesta. Cuando Jiazhen lo llamaba para desayunar, él venía enseguida a sentarse a la mesa. Después de desayunar, cogía la cartera y salía, dando un rodeo para ver el cobertizo del pueblo, antes de irse, todo tristón, a la escuela de la ciudad.

En el pueblo ya no quedaba ni una oveja. Si los tres bueyes salvaron la vida fue sólo porque servían para arar, y ya casi no quedaba grano. El jefe de equipo dijo que iría a la sede de la comuna a pedir algo de comida. Cada vez que iba, llevaba con él a unos diez chavales, cada uno con su palanca, como si fueran a traer de vuelta toda una montaña de oro. Pero cada vez que volvía, sólo traía a los diez chavales con sus diez palancas y sin haber conseguido un solo grano de arroz.

– A partir de mañana -dijo la última vez-, se desmantela la cantina, y todo el mundo va a la ciudad a comprarse una olla: cada cual cocinará en su casa, como antes.

Meses atrás había bastado una orden del jefe de equipo para destrozar las ollas, y ahora bastó también su orden para ir a comprarlas. El grano que quedaba en la cantina se distribuyó a cada familia según el número de miembros. Lo que nos tocó sólo daba para comer tres días. Y aún hubo suerte de que sólo faltara un mes para la cosecha del arroz; pero a ver cómo íbamos a aguantar ese mes.

En el pueblo, empezaron a dar puntos de trabajo [12] a los labradores. Yo fui considerado un trabajador de fuerza, y me dieron diez puntos. Si Jiazhen no hubiera estado enferma, le habrían dado ocho; pero tal como estaba sólo podía con tareas fáciles, así que no le dieron más que cuatro. Menos mal que Fengxia ya era mayor. Para ser mujer, era muy fuerte, así que cada día le daban siete puntos.

Jiazhen sufría pensando que sólo había conseguido la mitad de puntos, no se le quitaba de la cabeza. Siempre tenía la sensación de que podía con el trabajo más pesado, y hasta fue varias veces a decírselo al jefe de equipo. Le decía que sabía que estaba enferma, pero que de momento todavía era capaz de hacer trabajo pesado.

– Dadme los cuatro puntos -decía- cuando de verdad ya no pueda.

El jefe de equipo se lo pensó y consideró que tenía razón.

– Entonces ve a la siega del arroz -le dijo.

Jiazhen fue a los arrozales con su hoz. Al principio, trabajaba muy rápido, tanto que al verla pensé que el médico se había equivocado. Pero, cuando acabó la primera hilera, ya se tambaleaba un poco; y al segar la segunda ya iba mucho más lenta. Fui a verla y le pregunté:

– ¿Estás bien?

Tenía la cara toda sudada.

– Ocúpate de lo tuyo -me regañó poniéndose derecha-. ¿Para qué vienes?

Jiazhen tenía miedo de que, al ir yo a verla, los demás se fijaran en ella.

– Tienes que cuidarte -le dije.

– Vete ahora mismo -me dijo muy nerviosa.

No me quedó más remedio que alejarme, moviendo la cabeza. Al poco rato, oí un ruido, ¡patapum!, y pensé: «Malo.» Levanté la cabeza, vi que se había caído al suelo y fui hasta ella. Aunque se había levantado, le temblaban las piernas. Además, al caer se había dado con la hoz en la frente y le salía sangre. Me miró y forzó una sonrisa. Yo, sin decir nada, la levanté a caballo y fui hacia casa. Ella no se resistió, pero, a medio camino, se echó a llorar.

– Fugui, ¿podrás ganarte la vida? -me preguntó.

– Sí -le dije.

A partir de entonces, Jiazhen desistió de seguir así. Le dolía haber perdido cuatro puntos; pero se consolaba pensando que, al menos, ganaba lo suficiente para alimentarse ella.

Con la enfermedad de Jiazhen, Fengxia trabajó más duro todavía. En el campo hacía lo mismo que antes, pero tuvo que trabajar más en casa. Menos mal que, al ser joven, aunque trabajara de sol a sol, dormía y, al día siguiente, se levantaba otra vez con fuerza y con ánimo. Youqing empezó a trabajar un poco en la parcela. Una tarde, cuando volví a casa después del trabajo, Youqing estaba escardando. Me llamó, y fui.

– Ya me sé muchos caracteres -me dijo mirando al suelo y acariciando el mango de la azada.

– Eso está bien -le dije.

Me miró y añadió:

– Me sé los suficientes para toda la vida.

Pensé que el crío estaba presumiendo, sin fijarme en lo que quería decirme.

– Pues tienes que seguir aprendiendo -le contesté.

Entonces me dijo lo que de verdad llevaba dentro.

– No quiero seguir estudiando.

Enseguida le puse mala cara.

– De eso, nada -le dije.

En realidad, yo ya había pensado en hacer que dejara la escuela, pero abandoné la idea por Jiazhen. Si Youqing dejaba los estudios, Jiazhen pensaría que era porque ella estaba enferma.

– Si no estudias como es debido, te mato -le dije.

Me arrepentí un poco de haberlo dicho. Al fin y al cabo, Youqing quería dejar la escuela por ayudar a la familia. Con doce años que tenía, ya se daba cuenta de las cosas. Eso me alegraba y, al mismo tiempo, me disgustaba; y pensé que a partir de entonces ya no tenía que regañarlo ni pegarle así como así. Ese mismo día, cuando fui a la ciudad a vender leña, le compré cinco caramelos de a céntimo. Era la primera vez que le compraba algo a mi hijo. Me pareció que ya era hora de ser cariñoso con Youqing.

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