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María Quesada: Mujeres de Rosas

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María Quesada Mujeres de Rosas

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Las mujeres de Rosas ha sido el pretexto para reconstruir algunas biografías femeninas del siglo XIX sobre la base del material relativamente abundante que existe en lo que se refiere a la época de Rosas. Como era habitual en ese tiempo, estas señoras escribieron muchas cartas -parte de las cuales permanece inédita- y como eran personas estrechamente vinculadas con el dictador, sus historias interesaron a mucha gente. Por otra parte, en los archivos de sucesiones, se guardan algunos de sus secretos. Todo esto permite recuperar a través de la historia de un hombre prominente y de su círculo el peso de las mujeres en la historia social del poder. Sería presuntuoso pretender que Agustina, Encarnación, Manuela, Eugenia y Josefa, las protagonistas de los cinco capítulos de este libro, puedan servir de prototipos femeninos. Fueron solamente seres particulares y únicos, pero además condicionadas por el medio en que nacieron y se educaron. Ricas o pobres, luchadoras, ganadoras o sometidas, sus vidas merecen ser reconstruidas con el respeto que se debe a quienes amaron, sufrieron y murieron antes que nosotros, pero con algo del humor y de la ironía que forma parte inseparable de la narración histórica. La biografía tiene un encanto indudable, especialmente cuando se ocupa de esa parte olvidada de la gran historia, las mujeres, en este caso las más próximas a Juan Manuel de Rosas. Ellas han sido mi compañía intelectual en el curso de un año en el que las realidades políticas y económicas azotaron de manera implacable al país que en otro tiempo fue el suyo, esta tierra nuestra en la que entonces y ahora se viven desventuras y esperanzas. Debo agradecer a los muchos amigos que colaboraron con estas páginas, especialmente a los que dieron generosamente documentos o pistas historiográficas logradas con años de trabajo y de búsqueda: Juan Isidro Quesada, Juan M. Méndez Avellaneda y Enrique Mayochi. A José M. Massini Ezcurra, descendiente de esas familias patricias. A María Esther de Miguel y a Juan Ruibal, que leyeron los originales. A Marta Pérez Extrach, que aportó su valiosa biblioteca. Al director del Archivo de Tribunales. Y a los infatigables empleados del Archivo General de la Nación que, escaleras mediante, superaron con buena voluntad las deficiencias técnicas.

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Así entraba en la historia, dando prueba de decisión y audacia, Encarnación Ezcurra (1795-1838), mujer que no ha merecido aún un estudio biográfico completo y a la que sólo se reconoce participación e influencia en la Revolución de los Restauradores (1833), en la que fue sin duda protagonista principal. Personalidad política femenina entre las más notables del siglo, poco sabemos de ella misma, de su intimidad; incluso en su actuación pública hay demasiados años oscuros de los que no nos ha llegado información. Pero los pocos documentos disponibles, sobre todo su correspondencia de 1833/34, permiten reconocerla como una mujer sobresaliente.

En cuanto a la historia del subterfugio, o tal vez el hecho cierto de sus relaciones prematrimoniales con Juan Manuel, merece compararse con la actitud de otra porteña del grupo social dominante: Mariquita Sánchez de Velazco, que en 1801 se negó a casarse con el novio que le habían elegido (un primo venido de España, mayor que ella y rico, pero que no era de su agrado), pleiteó contra sus padres y luego de cuatro años de engorrosos trámites obtuvo la licencia del virrey para contraer enlace con Martín Thompson, su enamorado. [64] Ella abría de este modo nuevos rumbos para la mujer rioplatense en materia de elección de su futuro, mientras que Encarnación, dispuesta también a hacer su voluntad, recurría a una artimaña clásica y de bien probada eficacia para acelerar la boda, pero que no marcaba cambios en las costumbres de la época. Dos caracteres, dos estilos, dos trayectorias pueden observarse en la historia de ambas mujeres, legalista una, pragmática la otra, fuertes las dos.

Curiosamente la vida de la pareja formada por Juan Manuel y Encarnación, de franca vocación pública, se inicia como la de dos jóvenes que están al margen de los sucesos que encendían a la juventud de su tiempo, cuya vanguardia asistía en marzo de 1813 a las reuniones del café de Malcos, escuchaba con fervor los discursos de Bernardo de Monteagudo, o guerreaba junto a Belgrano en la campaña del Perú. En la Asamblea Constituyente acababan de dictarse los decretos sobre extinción de la mita, la encomienda y el yanaconazgo que ponían punto final a las instituciones de la colonia y, en los mismos días en que se bendijo la boda, se trataba el caso del obispo de Salta, acusado de contrarrevolucionario, con estos criterios novedosos: “Todas las personas son iguales ante la ley, y si en el juicio del reverendo obispo se debiera atender su dignidad, sólo debería ser para aumentar el castigo que merezca”. [65]

Pero esta política revolucionaria rupturista era ajena a las preocupaciones de los novios que habían hecho bendecir su unión contra la voluntad de los padres de Juan Manuel, mejor dicho, de la madre, que tal vez por mero capricho se oponía al enlace.

Porque, ¿qué madre está conforme con la mujer que elige el hijo preferido? Agustina no era una excepción a esa regla; ella quería para Juan Manuel lo mejor y no estimaba a Encarnación como la joven más bella, más rica y más distinguida de la ciudad. [66]

Sin embargo y pese a tales reservas, su joven nuera pertenecía a las familias de la clase decente porteña. Era la quinta hija del matrimonio formado por Juan Ignacio de Ezcurra (1750-1827), oriundo de Pamplona y venido al país hacia 1770 cuando Buenos Aires empezaba su despegue político y económico de fines del siglo XVIII, y Teodora de Arguibel y López de Cossio, hija de un rico comerciante, Felipe de Arguibel, nacido en San Juan de Luz (Francia), avecindado en Buenos Aires y dueño de una importante fortuna de la que formaban parte el caserón de la calle Moreno y Bolívar (llamado de los Ezcurra), el terreno cercano al Fuerte donde hoy se levanta el Banco de la Nación y la estancia del Pino (Cañuelas). La madre de Teodora pertenecía a un linaje muy antiguo del Río de la Plata. [67]

Juan Ignacio de Ezcurra desempeñó los cargos honoríficos que estaban disponibles para los hidalgos recién venidos y bien casados dentro de la ciudad: ministro familiar del Santo Oficio de la Inquisición y miembro del Real Consulado, llegó a ser alcalde de segundo voto en 1804, pero su ocupación primordial era la de comerciante. Cuando en mayo de 1810 concurrió al cabildo abierto convocado para decidir la suerte del virrey Cisneros, se pronunció por los españolistas que no encontraban razones valederas para subrogar la autoridad del virrey. Se alineó por lo tanto con los godos y contra la opinión de los patriotas. [68]

Teodora, su esposa, fue casi tan prolífica como Agustina López, su consuegra. Fueron sus hijos Felipe (1782-1874); María Josefa (1785-1856); Margarita Josefa (1789-?); José María (1791-1861); María Encarnación (1795-1838); María Dolores (1797-?); Juana Paula (?-1889) y María de la O (1804-1892). Las familias de Ortiz de Rozas y de Ezcurra eran amigas y los padres de Encarnación veían con agrado los amores de su hija, lo mismo que los de Felipe con Gregoria Rozas. Por entonces la única casada de los hermanos Ezcurra era María Josefa, que a los 18 años contrajo enlace con un primo llegado de España, Juan Esteban de Ezcurra, también oriundo de Navarra, que venía con algunos capitales a ejercer el comercio en América. “Así, siendo del mismo apellido no se la llamaba sino de Ezcurra, sin duplicarlo como ahora se acostumbra”, explica su sobrino nieto, Marcos de Ezcurra, en una noticia biográfica sobre esta señora.

“Ella vivió con su esposo muchos años, sin haber tenido hijos, en cambio hizo él una gran fortuna, ocupado en sus negocios de sedas, paños y otros géneros que enviaba al interior, a Bolivia y al Paraguay, donde tuvo casa y posesiones. Pero al fin, al afirmarse la Independencia, no estando conforme con el nuevo orden de cosas, regresó a España, donde llevó sus capitales y con ellos se estableció con casa de comercio en Cádiz siendo corresponsales suyos en Buenos Aires los señores Iturriaga. Allí murió después de algunos años; dejó en testamento heredera única a su esposa en señal de su estimación a pesar de no tener hijos.” [69]

Hasta aquí el relato de la vida de la mayor de las Ezcurra hecho por su sobrino nieto, quien omite la actuación de María Josefa en los sucesos de octubre de 1833 y sólo reconoce que desempeñó una maternal tutela o superintendencia sobre Manuelita Rosas cuando ésta perdió a su madre en 1838. Pero otra versión que circula entre historiadores que conocen la intimidad de la sociedad criolla afirma que esta mujer, separada del marido y con veintisiete años de edad, se enamoró de Manuel Belgrano y lo siguió a Tucumán cuando éste fue nombrado en la jefatura del Ejército del Norte en 1812. El idilio habría sido breve, y la amante regresó embarazada a tener un hijo. Este sería el origen del coronel Pedro Rosas y Belgrano, nacido en Santa Fe en julio de 1813, hijo natural (o adulterino) del creador de la bandera y “una porteña de encumbrada estirpe”. El niño era “rubio y blanco como su padre”, informa Rafael Darío Capdevila en su biografía del coronel, en la que prefiere omitir el nombre de la madre de Pedro. [70]

Esto acontecía en los mismos meses en que Juan Manuel se casó con Encarnación y quizá fuera una de las causas por las que misia Agustina se oponía a los amores de su hijo. Pero los recién casados adoptarían al niño, que pasó sus primeros años en lo de Ezcurra, como propio. Rosas incluso le permitió usar su apellido (algo que ni siquiera autorizó a sus propios hijos naturales, como se verá en otro capítulo) y le dio rango comparable casi al de los hijos legítimos de la pareja que siempre lo trataron de hermano, mientras María Josefa, la auténtica madre, optaba por considerarlo “su sobrino”. [71]

De este modo se formaban las grandes familias de la sociedad criolla, sobre la base de solidaridades muy profundas, de servicios y de ayuda mutua que marcaban para siempre a sus miembros, pero sin olvidar cuestiones sustanciales, como la de quiénes tendrían acceso o no a heredar el patrimonio. Esto explica, por ejemplo, la estrecha relación entre María Josefa y su cuñado, el futuro gobernador, que le había dado protección en los tiempos difíciles de su juventud, cuando era pobre y estaba enamorada. Tal esquema familiar permite inferir por qué Rosas autorizó al que no era hijo suyo a usar su apellido mientras sus verdaderos hijos quedaban privados de ese derecho. [72]

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