Mario Llosa - La Casa Verde

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La Casa Verde es sin duda una de las más representativas y apasionantes novelas de Mario Vargas Llosa. El relato se desarrolla en tiempos distintos, con enfoques diversos de la realidad, a través del recuerdo o la imaginación, y ensamblados con técnicas narrativas complejas que se liberan a través de una desenvoltura narrativa ágil y precisa.
¿Cuál es el secreto que encierra La casa verde?. La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre sí, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa María de Nieva, una factoría y misión religiosa perdida en el corazón de la Amazonía. Símbolo de la historia es la mítica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibió al año siguiente de su publicación el Premio de la Crítica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos a la mejor novela en lengua española.

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Todos los días hay misa, antes del refrigerio de la mañana. La ofician los jesuitas de una misión vecina, generalmente el padre Venancio. La capilla abre sus puertas laterales los domingos, a fin de que los habitantes de Santa María de Nieva puedan asistir al oficio. Nunca faltan las autoridades y a veces vienen agricultores, caucheros de la región y muchos aguarunas que permanecen en las puertas, semidesnudos, apretados y cohibidos. En la tarde, la madre Angélica y Bonifacia llevan a las pupilas a la orilla del río, las dejan chapotear, pescar, subirse a los árboles. Los domingos la colación de la mañana es más abundante y suele incluir carne. Las pupilas son unas veinte, de edades que van de seis a quince años, todas aguarunas. A veces, hay entre ellas una muchacha huambisa, y hasta una shapra. Pero no es frecuente.

– No me gusta sentirme inútil, Aquilino -dijo Fushía-. Quisiera que fuera como antes. Nos turnaríamos, ¿te acuerdas?

– Me acuerdo, hombre -dijo Aquilino-. Si fue por ti que me volví lo que soy.

– De veras, todavía seguirías vendiendo agua de casa en casa si yo no hubiera llegado a Moyobamba -dijo Fushía-. Qué miedo le tenías al río, viejo.

– Sólo al Mayo porque casi me ahogué ahí, de muchacho -dijo Aquilino-. Pero en el Rumiyacu me bañaba siempre.

– ¿El Rumiyacu? -dijo Fushía-. ¿Pasa por Moyobamba?

– Ese río mansito, Fushía -dijo Aquilino-, el que cruza las ruinas, cerca de donde viven los lamistas. Hay muchas huertas con naranjas. ¿Tampoco te acuerdas de las naranjas más dulces del mundo?

– Me da vergüenza verte todo el día sudando y yo aquí, como un muerto-dijo Fushía.

– Si no hay que remar ni nada, hombre -dijo Aquilino-, sólo llevar el rumbo. Ahora que pasamos los pongos el Marañón hace el trabajo solito. Lo que no me gusta es que estés callado, y que te pongas a mirar el cielo como si vieras el chulla-chaqui.

– Nunca lo he visto -dijo Fushía-. Aquí en la selva todos lo vieron alguna vez, menos yo. Mala suerte también en eso.

– Más bien di buena suerte -dijo Aquilino-. ¿Sabías que una vez se le apareció al señor Julio Reátegui? En una quebrada del Nieva, dicen. Pero él vio que cojeaba mucho, y en una de ésas le descubrió la pata chiquita y lo corrió a balazos. A propósito, Fushía, ¿por qué te peleaste con el señor Reátegui? Le harías una de ésas, seguro.

Él le había hecho muchas y la primera antes de conocerlo, recién llegadito a Iquitos, viejo. Mucho después se lo contó y Reátegui se reía, ¿así que tú eras el que ensartó al pobre don Fabio?, y Aquilino ¿al señor don Fabio, al gobernador de Santa María de Nieva?

– Para servirlo, señor -dijo don Fabio-. Qué se le ofrece. ¿Se quedará mucho en Iquitos?

Se quedaría un buen tiempo, tal vez definitivamente. Un negocio de madera, ¿sabía?, iba a instalar un aserradero cerca de Nauta y esperaba a unos ingenieros. Tenía trabajo atrasado y le pagaría más, pero quería un cuarto grande, cómodo, y don Fabio no faltaba más, señor, estaba ahí para servir a los clientes, viejo: se la tragó entera.

– Me dio el mejor del hotel -dijo Fushía-. Con ventanas sobre un jardín donde había bombonajes. Me invitaba a almorzar con él y me hablaba hasta por los codos de su patrón. Yo le entendía apenas, mi español era muy malo en ese tiempo.

– ¿No estaba en Iquitos el señor Reátegui? -dijo Aquilino-. ¿Ya entonces era rico?

– No, se hizo rico de veras después, con el contrabando -dijo Fushía-. Pero ya tenía ese hotelito y comenzaba a comerciar con las tribus, por eso se fue a meter a Santa María de Nieva. Compraba caucho, pieles y las vendía en Iquitos. Ahí fue donde se me ocurrió la idea, Aquilino. Pero siempre lo mismo, se necesitaba un capitalito y yo no tenía un centavo.

– ¿Y te llevaste mucha plata, Fushía? -dijo Aquilino.

– Cinco mil soles, don Julio -dijo don Fabio-. Y mi pasaporte y unos cubiertos de plata. Estoy amargado, señor Reátegui, ya sé lo mal que pensará usted de mí. Pero yo le repondré todo, le juro, con el sudor de mi frente, don Julio, hasta el último centavo.

– ¿Nunca has tenido remordimientos, Fushía? -dijo Aquilino-. Hace un montón de años que estoy por hacerte esta pregunta.

– ¿Por robarle al perro de Reátegui? -dijo Fushía-. Ése es rico porque robó más que yo, viejo. Pero él comenzó con algo, yo no tenía nada. Ésa fue mi mala suerte siempre, tener que partir de cero.

– ¿Y para qué le sirve la cabeza entonces? -dijo Julio Reátegui-. Cómo no se le ocurrió siquiera pedirle sus papeles, don Fabio.

Pero él se los había pedido y su pasaporte parecía nuevecito, ¿cómo podía saber que era falso, don Julio? Y, además, llegó tan bien vestido y hablando de una manera que convencía. Él, incluso, se decía ahora que vuelva el señor Reátegui de Santa María de Nieva se lo presentaré y juntos harán grandes negocios. Incauto que uno era, don Julio.

– ¿Y qué llevabas entonces en esa maleta, Fushía? -dijo Aquilino.

– Mapas de la Amazonía, señor Reátegui -dijo don Fabio-. Enormes, como los que hay en el cuartel. Los clavó en su cuarto y decía es para saber por dónde sacaremos la madera. Había hecho rayas y anotaciones en brasileño, vea qué raro.

– No tiene nada de raro, don Fabio -dijo Fushía-. Además de la madera, también me interesa el comercio. Y a veces es útil tener contactos con los indígenas. Por eso marqué las tribus.

– Hasta las del Marañón y las de Ucayali, don Julio -dijo don Fabio-, y yo pensaba qué hombre de empresa, hará una buena pareja con el señor Reátegui.

– ¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas? -dijo Aquilino-. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonía es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushía.

– Él también conoce la selva a fondo -dijo don Fabio-. Cuando venga del Alto Marañón se lo presentaré y se harán buenos amigos, señor.

– Aquí en Iquitos todos me hablan maravillas de él -dijo Fushía-. Tengo muchas ganas de conocerlo. ¿No sabe cuándo viene de Santa María de Nieva?

– Tiene sus negocios por allá y además la gobernación le quita tiempo, pero siempre se da sus escapaditas -dijo don Fabio-. Una voluntad de hierro, señor, la heredó del padre, otro gran hombre. Fue de los grandes del caucho, en la época próspera de Iquitos. Cuando el derrumbe se pegó un tiro. Perdieron hasta la camisa. Pero don Julio se levantó, solito. Una voluntad de hierro, le digo.

– Una vez en Santa María le dieron un almuerzo y le oí decir un discurso -dijo Aquilino-. Habló de su padre con mucho orgullo, Fushía.

– El padre era uno de sus temas -dijo Fushía-. A mí también me lo citaba para todo cuando trabajamos juntos. Ah, ese perro de Reátegui, suertudo de mierda. Siempre le tuve una envidia, viejo.

– Tan blanquito, tan cariñoso -dijo don Fabio-. Y pensar que le hacía gracias, le lamía los pies, él entraba al hotel y el Jesucristo paraba la colita, contentísimo. Qué hombre maldito, don Julio.

– En Campo Grande, pateando a los guardias y en Iquitos matando a un gato -dijo Aquilino-. Vaya despedidas las tuyas, Fushía.

– La verdad, don Fabio, eso no me parece tan grave -dijo Julio Reátegui-. Lo que siento es que se cargara mi plata.

Pero a él le dolía mucho, don julio, ahorcado del mosquitero con una sábana, y entrar al cuarto y, de repente, verlo bailando en el aire, tieso, con sus ojitos saltados. La maldad por la maldad era cosa que no comprendía, señor Reátegui.

– El hombre hace lo que puede para vivir y yo comprendo tus robos -dijo Aquilino-. Pero para qué hacerle eso al gato, ¿era cosa de la cólera, por lo que no tenías ese capitalito para comenzar?

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