Resultaba raro ver el cuadro en el lugar de la escena real. Todo era muy extraño, todo aquel movimiento súbito y todos aquellos cambios tras semanas de calma e inmovilidad. No le pegaba. No le pregunté a qué se debía. Quería mirarlo, adivinar lo que estaba pensando, pero no levanté la vista de la escoba, con la que recogía el polvo que había levantado la tela azul.
Él se fue y yo terminé rápidamente, pues no quería entretenerme en el estudio. Ya no me consolaba estar allí. Esa tarde Van Ruijven y su esposa vinieron de visita. Tanneke y yo estábamos sentadas en el banco de la puerta y ella me enseñaba a zurcir unos puños de encaje. Las niñas habían ido a la Plaza del Mercado y estaban jugando con una cometa junto a la Iglesia Nueva, en un lugar visible desde donde estábamos nosotras: Maertge agarraba la cuerda mientras Cornelia la empujaba hacia el cielo.
Vi venir a los Van Ruijven desde lejos. Cuando se acercaron, la reconocí a ella por el cuadro y por nuestro breve encuentro, y en él reconocí al hombre del bigote con una pluma blanca en el sombrero y una sonrisa untuosa al que había visto acompañarla hasta la puerta.
– Mira, Tanneke -le dije en voz baja-, por ahí viene el caballero que te mira todos los días en el cuadro.
– ¡Oh! -Tanneke se sonrojó al verlos y, colocándose la cofia y el delantal, me susurró-: Ve a decirle a la señora que están aquí.
Corrí dentro y encontré a María Thins y a Catharina con el pequeño dormido en el Cuarto de la Crucifixión.
– Han venido los Van Ruijven -anuncié.
Catharina y María Thins se quitaron las cofias y se alisaron los cuellos de sus vestidos. Catharina se apoyó en la mesa y se levantó. Cuando salían de la habitación, María Thins se acercó a Catharina y le colocó una de las peinetas de carey que ella se ponía sólo en las ocasiones especiales.
Saludaron a los invitados en el zaguán mientras yo aguardaba en el pasillo. Cuando se dirigían a las escaleras, Van Ruijven me vio y se detuvo un instante.
– ¿Quién es ésa?
Catharina me miró torva.
– Sólo una de las criadas. Tanneke, haga el favor de traernos vino.
– Que nos lo suba la de los ojos grandes -ordenó Van Ruijven-. Ven. Querida -le dijo a su esposa, que empezó a subir las escaleras.
Tanneke y yo permanecimos codo con codo, ella enojada, y yo consternada por los comentarios del caballero.
– Venga -me gritó Catharina-, ya has oído lo que ha dicho. Sube el vino -y empezó a subir trabajosamente las escaleras detrás de María Thins.
Fui al Cuarto Pequeño, donde dormían las niñas; allí se guardaban las copas; cogí cinco, las limpié con el delantal y las coloqué en una bandeja. Luego fui a la cocina a buscar el vino. No sabía dónde lo guardaban, porque no solían beber. Tanneke se había enfurruñado y había desaparecido. Temí que el vino estuviera guardado bajo llave en una de las alacenas y que tuviera que pedirle la llave a Catharina delante de todo el mundo.
Afortunadamente, María Thins lo había previsto. Había dejado en el Cuarto de la Crucifixión una jarra blanca con tapa de peltre llena de vino. La puse en la bandeja y la subí al estudio, colocándome primero la cofia, el cuello y el delantal como habían hecho las otras.
Cuando entré, estaban de pie junto al cuadro.
– Una nueva joya -decía Van Ruijven-. ¿Te complace, querida? -le preguntó a su esposa.
– Claro -contestó ella. La luz que entraba por la ventana le daba directamente en la cara, y casi parecía hermosa.
Cuando dejé la bandeja sobre la mesa que mi amo y yo habíamos movido aquella mañana, María Thins se acercó a mí.
– Yo me encargo -me susurró-. Ya puedes irte. Apura.
Estaba ya en la escalera cuando oí decir a Van Ruijven:
– ¿Dónde está la criada de los ojos grandes? ¿Ya se ha ido? Me habría gustado echarle un vistazo.
– ¡Vamos, vamos! -exclamó Catharina contenta-. Es el cuadro lo que tiene que mirar ahora.
Volví al banco de la entrada y me senté al lado de Tanneke, que no me dirigió la palabra. Estuvimos sentadas en silencio, zurciendo los puños y escuchando las voces que se escapaban de las ventanas sobre nosotras.
Cuando bajaron, me escabullí a la vuelta de la esquina y esperé hasta que se fueron arrimada a un muro de ladrillo de la Molenpoort, que el sol había caldeado.
Más tarde vino un criado de su casa y desapareció en el estudio. No lo vi salir, pues las niñas habían regresado y querían que les encendiera el fuego para asar manzanas.
A la mañana siguiente, el cuadro había desaparecido. No pude contemplarlo por última vez.
Aquella mañana, cuando llegué a la Lonja de la Carne, oí decir a un hombre que iba delante de mí que habían levantado la cuarentena. Me apresuré al puesto de Pieter. Estaban los dos, el padre y el hijo, y había varias personas esperando a que las sirvieran. Yo las ignoré y me dirigí directamente a Pieter hijo.
– ¿Me puedes atender rápidamente? -le pregunté-. Tengo que ir a ver a mi familia. Sólo quiero tres libras de lengua y otras tres de salchichas.
Pieter dejó lo que estaba haciendo y pasó por alto las voces de indignación de la anciana a la que estaba atendiendo.
– Claro que si yo fuera joven y te sonriera, también me servirías enseguida -le increpó cuando él me dio mis paquetes.
– Ella no me ha sonreído -replicó Pieter. Miró a su padre y luego me pasó un paquete más pequeño-: Para tu familia -me dijo en voz baja.
Ni siquiera le di las gracias; agarré el paquete y me fui a la carrera.
Sólo los ladrones y los niños corren así.
Corrí todo el camino hasta llegar a casa.
Mis padres estaban sentados uno al lado del otro en el banco de la entrada ambos con la cabeza gacha. Cuando llegué hasta ellos, tomé la mano de mi padre y me la llevé a la mejilla. Me senté junto a ellos en silencio.
No había nada que decir.
Después de aquello vino un tiempo de mucha pesadumbre y tristeza. Todo lo que hasta entonces había significado algo -dejar la colada lo más blanca posible, el paseo diario a la compra, la tranquilidad del estudio- dejó de ser importante, aunque seguía estando allí, como cuando te das un golpe y se te queda un bultito bajo la piel: sólo te acuerdas cuando lo tocas.
Mi hermana murió al final del verano. Ese otoño fue muy lluvioso. Me pasaba la mayor parte del tiempo tendiendo la ropa en cañas dentro de la casa y moviéndolas para acercarlas al fuego, a fin de que las prendas se secaran antes de que les saliera moho, pero sin quemarlas tampoco.
Tanneke y María Thins se mostraron bastante amables conmigo cuando se enteraron de lo que había pasado con Agnes. Tanneke consiguió controlar su mal humor durante varios días, aunque enseguida empezó a regañarme y a enfadarse, teniendo que ser yo entonces quien la aplacara. María Thins no me hablaba mucho, pero adoptó la costumbre de calmar a su hija cuando ésta se enfurecía conmigo.
Parecía que Catharina no se hubiera enterado de lo de mi hermana o que si se había enterado no lo dejara ver. Enseguida saldría de cuentas y, como había previsto Tanneke, se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, dejando a Johannes a cargo de Maertge. El pequeño empezaba a andar y mantenía muy ocupadas a las niñas.
Las niñas ni siquiera sabían que yo tenía una hermana, así que no se enteraron tampoco de que la había perdido. Sólo Aleydis parecía darse cuenta de que me pasaba algo. A veces venía a sentarse a mi lado y se pegaba a mi cuerpo como un cachorrito buscando calor entre los repliegues de su madre. Me consolaba de una forma sencilla como nadie podía hacerlo.
Un día Cornelia salió al patio, donde yo estaba tendiendo la ropa, y me dio una muñeca vieja.
– Ya no jugamos con ella. Ni siquiera Aleydis. ¿Quieres llevársela a tu hermana? -anunció poniendo cara de buena, y yo supe que había debido de oír a alguien hablar de la muerte de Agnes.
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