Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Al cabo de un rato, nada. Ni personas, ni máquina, ni visiones, ni sonidos, ni sabores, ni olores, ni tactos. Ni conciencia de mi propio cuerpo. Todo es gris. Solo recuerdos.

Me duermo.

Me despierto en una habitación pequeña con una puerta; hay una pantalla en una pared. La estancia es cúbica, está pintada de gris y no tiene ventanas. Estoy sentado en un gran sillón de piel que me resulta familiar, hay uno igual en la casa de Leith, en el estudio. En el brazo derecho hay un trocito quemado por un trozo de porro que cayó... ah, no; aquí no. Debe de ser un sillón nuevo. Me miro las manos. Tengo una pequeña cicatriz en una de ellas. Llevo unos zapatos Mephisto, unos vaqueros Lee y una camisa de cuadros. No tengo barba. Me siento más delgado de lo que recordaba.

Me levanto y echo un vistazo a la habitación. La pantalla no tiene botones. La iluminación de la estancia está oculta tras un falso techo. Todo es de cemento gris y hace calor. No hay una sola veta en las paredes o en el suelo, un trabajo impecable; me pregunto quiénes serían los contratistas. La puerta es de madera vulgar. La abro.

Al otro lado hay una habitación similar. No tiene sillón ni pantalla; solo hay una cama. Es una cama de hospital vacía; con sábanas blancas almidonadas y una manta de color gris doblada por una esquina, a modo de invitación.

Se oye un ruido procedente de la estancia que acabo de abandonar.

Si vuelvo allí y me encuentro a un tipo que se parece a mí, saldré como sea y encontraré a esa máquina y protestaré y me quejaré.

Regreso a la habitación del sillón. No me encuentro con Keir Dullea caracterizado. La habitación está vacía, pero la pantalla se ha encendido. Me siento en el sillón y la miro.

De nuevo, es el hombre postrado en la cama. Pero esta vez la imagen tiene colores; puedo verlo mejor. Está tumbado en una posición distinta, en una cama distinta, en una habitación distinta. En realidad es una sala pequeña, con tres camas más, dos de ellas ocupadas por hombres mayores con las cabezas vendadas. El lecho de mi hombre está rodeado por biombos, pero yo estoy sobre él, mirándolo desde arriba. Sus entradas son bastante evidentes. Me toco la cabeza; también tengo una considerable calva. Y el vello de mis brazos no es negro, sino marrón muy oscuro. Mierda.

El ambiente es más acogedor de lo que recordaba. Hay un jarro con flores amarillas sobre una mesita de noche. No hay ningún gráfico colgado a los pies de la cama; tal vez ya no sea un uso habitual en estos tiempos. El hombre lleva un brazalete de plástico en la muñeca, pero no alcanzo a leer lo que pone.

Ruidos lejanos; personas hablando, risillas de mujer, tintineos de botellas y un chirrido de ruedas en el suelo, creo. Aparecen dos enfermeras, entran en la zona rodeada por los biombos y le dan la vuelta al hombre. Le colocan bien las almohadas y lo dejan medio sentado, sin dejar de charlar entre ellas. Maldita sea, no puedo oír lo que dicen.

Las enfermeras abandonan la habitación. Empieza a entrar gente en escena, acercándose a las otras dos camas ocupadas. Son personas normales; una pareja joven visita a un abuelo, y una mujer mayor habla con el otro anciano. Nadie acude a ver a mi hombre. Aunque él tampoco parece muy preocupado.

Entonces llega Andrea Cramond. La veo rara desde mi perspectiva superior, pero está claro que es ella. Lleva un traje de chaqueta blanco de seda natural, unos zapatos rojos de tacón alto y una blusa de seda roja. Deja cuidadosamente la chaqueta (¿no se la compré el año pasado en Jenner?) a los pies de la cama, se acerca al hombre y se inclina para besarlo en la frente, y después en los labios; acariciándole el pelo con la mano. Se sienta en una silla junto a la cama, y cruza las piernas, apoyando el codo en el muslo y la barbilla en la mano. Mira al hombre. Yo la miro a ella.

Hay más líneas de expresión en su rostro, sosegado a la vez que preocupado. Las arruguitas bajo los ojos siguen ahí, pero ahora están acompañadas de ligeras sombras oscuras. Tiene el cabello más largo de lo que recordaba. No puedo ver bien sus ojos, pero esos pómulos, esa elegante nariz, esas cejas oscuras, esa fuerte mandíbula y esa suave boca..., todo eso sí puedo verlo.

Se inclina hacia delante y toma su mano, sin dejar de mirarlo. ¿Por qué está aquí? ¿Por qué no está en París?

Perdona, nena, ¿vienes mucho por aquí y eso?

(¿Esto es el presente? ¿Es el pasado?)

Al cabo de un rato, durante el que no le ha soltado la mano ni ha dejado de contemplar su rostro pálido e inexpresivo, baja lentamente la cabeza hacia las sábanas y entierra la cara en esa blancura almidonada. Sus hombros se contraen; una vez, dos veces.

La pantalla se oscurece y las luces se apagan. Las lámparas de la habitación contigua siguen encendidas.

Mi subconsciente, sospecho, trata de decirme algo. Las sutilezas nunca fueron su fuerte. Suspiro, apoyo las manos en los brazos del sillón de piel, y me levanto despacio.

Me quito la ropa y la tiro al suelo, junto a la cama. Hay un camisón de hospital doblada sobre la almohada. Me la pongo, me meto en la cama, me duermo.

Coda

¡Tonto! ¡Imbécil! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¡Eras feliz allí! Piensa en el control, la diversión, las posibilidades... ¿Adónde vas a regresar? Posiblemente a que te larguen de la empresa, te procesen por conducir borracho (se acabaron los coches durante un tiempo, tío), a ser cada vez más viejo y menos feliz; a perderla por culpa de otra enfermedad y junto a otra cama. Siempre hiciste lo que ella quiso; ella te utilizó, pero tú a ella no; era una inversión de roles y a ti te jodieron. Ella te rechazó, no lo olvides. Te rechazó y no dejó de hacerlo, y si muestras síntomas de recuperación se volverá a marchar. ¡No lo hagas, imbécil!

¿Qué puedo hacer, si no? Si no me han desconectado, sin duda es porque mi cerebro muestra signos de vida, con lo que deben de saber que no me encuentro en estado de muerte cerebral. Pero si permanezco aquí tumbado sin manifestar ningún otro síntoma de recuperación, tal vez decidan retirarme los sueros, desconectar las máquinas y dejarme morir.

Instinto de supervivencia, ¿no se supone que ese es el principio más importante?

De todas formas, no puedes dejarla así. No puedes hacerle eso. Ella no lo merece. Nadie lo merece. Tú no perteneces a ella, ni ella te pertenece a ti, pero ambos sois parte del otro; si ella se levantase ahora y se marchase, y nunca en vuestras vidas os volvierais a ver, o si vivierais una existencia anodina durante cincuenta años más, incluso en tu lecho de muerte seguirías sabiendo que ella formaba parte de ti.

Habéis dejado señales el uno en el otro, os habéis ayudado a daros forma; cada uno le ha dado al otro una nota de vida que nunca se perderá, pase lo que pase.

Tienes más atención suya que el otro, pero solo mientras estás más cerca de la muerte. Si te recuperas, tal vez ella volverá a su lado. Eh, oye, habías decidido no guardarle rencor a él por eso, ¿o simplemente, lo dijiste durante una borrachera?

No, no fue...

Más alto.

He dicho: no, no fue la bebida...

Todavía no te oigo. Habla más alto.

¡De acuerdo! Lo dije en serio. ¡Lo dije en serio!

Sí, así fue. Y otra cosa: ella sigue pensando que no hay dos sin tres. Primero su padre murió en accidente de tráfico, después Gustave fue sentenciado a deteriorarse lentamente... y luego yo. Otro coche, otro accidente de coche; otro hombre al que ella quiere. Ahora no tengo ninguna duda de que Gustave y yo nos parecemos, y de que probablemente nos caeríamos bien, y estoy seguro de que él también habría forjado una buena amistad con el abogado como lo hice yo, y por la misma razón... pero debo dejar aquí las semejanzas, por Dios si lo haré. ¡No pienso ser el tercer hombre! (Unos dedos pálidos suben por la pantalla negra, temblando en el viento nocturno como tubérculos blancos... Esta cosa se ha vuelto a quedar atascada; la imagen monocroma se va pelando y estalla, hay una luz blanca detrás. De nuevo, demasiado tarde. El francotirador apunta y dispara, y el tercer...)

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