El paisaje fue cambiando gradualmente y se transformó en un entorno menos árido. Encontré agua y, al cabo de un tiempo, árboles frutales. El clima fue volviéndose más agradable. De vez en cuando, veía personas, caminando solas igual que yo o en grupos. Yo me mantenía alejado de ellas y ellas me evitaban. Cuando me aseguré de que podía avanzar sin peligro, y encontré agua y comida, los sueños empezaron a sucederse cada noche.
Siempre era el mismo hombre sin nombre y la misma ciudad. Los sueños iban y venían, repitiéndose una y otra vez. Yo veía muchas cosas, pero todas inciertas. En dos ocasiones, casi consigo averiguar el nombre del hombre. Empecé a creer que mis sueños eran la auténtica realidad, y me despertaba cada mañana bajo un árbol o sobre rocas volcánicas, con la esperanza de hacerlo en otra existencia, en una vida diferente; en una cama limpia de hospital, por ejemplo..., pero no. Siempre me encontraba allí, en llanuras templadas que terminaban convirtiéndose en un campo de batalla, y donde estaba el hombre del látigo. No obstante, sigo viendo la luz al final del horizonte.
Me dirijo hacia esa luz. Parece el final de las húmedas nubes; el gran párpado de un ojo dorado. En la cima de una colina, vuelvo la vista hacia el hombre bajo y deforme. Sigue ahí, dando latigazos a los guerreros caídos. Tal vez debería haber regresado y haberle permitido golpearme. ¿Podría ser la muerte la única forma de despertarme de este terrible sueño embrujado?
Eso requeriría fe. Y yo no creo en la fe. Creo que existe, pero no creo que funcione. No sé cuáles son las normas en este lugar; no puedo arriesgarme a tirar todo por la borda por una posibilidad remota.
Llego al lugar donde terminan las nubes y empieza un acantilado. Más allá, solo hay arena.
Un lugar antinatural, pienso, mientras miro el final de la masa de nubes oscuras. Demasiado marcado, demasiado uniforme. La frontera entre las tierras sombrías con sus ejércitos caídos en forma de cadáveres y la extensión de arena dorada está definida con demasiada precisión. Un aire caliente se levanta desde la tierra y arrastra los olores rancios y densos del campo de batalla. Bebo una botella de agua y como algo de fruta. La chaqueta de mi uniforme de camarero es fina, el viejo abrigo del mariscal de campo está sucio. Todavía conservo el pañuelo.
Salto desde la última colina a la arena cálida, y desciendo por la pendiente dorada, deslizándome hacia el suelo del desierto. El aire es caliente y seco, totalmente desprovisto de los olores hediondos del campo de batalla que acabo de abandonar, pero también embriagado de otra clase de muerte: la promesa de que voy a adentrarme en un lugar donde no hay agua, ni comida, ni sombra.
Empiezo a caminar.
En una ocasión, pensé que me moría. Había caminado y me había arrastrado, sin encontrar una sombra bajo la que cobijarme. Al final, caí por la pendiente de una duna y me di cuenta de que sería incapaz de levantarme sin agua, sin líquido o sin lo que fuera. El sol era un hoyo blanco en un cielo tan azul que no tenía color. Esperé a que se formasen nubes, pero nada ocurrió. Más tarde, aparecieron unos pájaros oscuros de grandes alas. Empezaron a volar en círculos sobre mí, siguiendo un remolino invisible; esperando.
Los miré, con los párpados casi pegados. Las aves se movían en una gran espiral sobre el desierto, como si hubiera un inmenso cilindro giratorio e invisible suspendido encima de mí, y ellas fueran pequeños fragmentos de seda negra pegados a su superficie, moviéndose lentamente al ritmo de la gran columna.
Entonces, veo a un hombre que aparece en la cima de una duna. Es alto y musculoso, y lleva una especie de armadura ligera, que deja al descubierto sus piernas y brazos dorados. Lleva una enorme espada y un casco ornado, que sostiene bajo una de sus axilas. Parece transparente e insustancial para su voluminosa complexión. Puedo ver a través de su cuerpo: tal vez es un fantasma. La espada centellea bajo los rayos del sol, pero con un brillo apagado. El tipo se balancea allí de pie; no me ha visto. Apoya una mano en su ojo; parece que está hablando con el casco que lleva bajo el brazo. Medio camina, medio se tambalea; sumerge sus musculosas piernas en la arena. Parece que todavía no ha reparado en mí. Su pelo rubio se ha desteñido con el sol, y la piel de su cara, sus brazos y sus piernas está quemada. Arrastra la espada tras de sí y va dibujando un surco en la arena. Se detiene cuando llega a mis pies, mirando a lo lejos, balanceando su cuerpo. ¿Acaso ha venido para matarme con su enorme espada? Bueno, al menos, será rápido.
Sigue de pie, sin dejar de tambalearse, con los ojos clavados en la difusa lejanía. Juraría que está demasiado cerca de mí, demasiado cerca de mis pies; como si sus propios pies se hubiesen fusionado de alguna forma con los míos. Permanezco tumbado, esperando. Él lucha por mantenerse en pie, y extiende un brazo de pronto mientras intenta equilibrarse. El casco que lleva bajo el brazo se cae sobre la arena. El ornamento, una cabeza de lobo, profiere un grito.
Los ojos del guerrero se quedan en blanco. Se precipita sobre mí, y yo cierro los ojos, preparado para que me caiga encima.
No siento nada. Tampoco oigo nada. El guerrero no cae sobre la arena junto a mí, y cuando abro los ojos, no hay ni rastro del hombre o de su casco. Vuelvo a mirar al cielo, a la doble espiral de aves que vuelan el círculo y presagian la muerte.
Utilicé mis últimas reservas de fuerza para desabrocharme el abrigo y la chaqueta, y dejar mi pecho al desnudo frente a la columna giratoria invisible del cielo. Me quedé tumbado con los brazos abiertos durante un rato; y dos de los pájaros se posaron sobre la arena, junto a mí. No me moví.
Uno de ellos me golpeó la mano con su afilado pico, y luego se apartó. Seguí tumbado, inmóvil, esperando.
Cuando se dispusieron a atacarme en los ojos, los agarré por el cuello. Su sangre era densa y salada, pero, para mí, aquel era el sabor de la vida.
Veo el puente. De entrada, estoy seguro de que se trata de una alucinación. Después pienso que puede ser un espejismo, algo parecido a un puente que se refleja en el aire y (para mis ojos resecos y obsesivos) va tomando su forma. Me acerco a él, a través del calor y de las dunas de arena. Llevo el pañuelo en la cabeza para protegerme del sol. El puente brilla a lo lejos, y forma una línea indefinida de cumbres.
Voy acercándome lentamente a lo largo del día, descansando solo durante un breve lapso de tiempo en el que el sol se encuentra a su máxima altura. En ocasiones, trepo hasta las cimas de las dunas, para asegurarme de que el puente está realmente ahí. Me encuentro a unos tres kilómetros de distancia cuando mis confusos ojos reconocen la verdad; el puente está en ruinas.
Las secciones principales están prácticamente intactas, aunque algo deterioradas, pero los enlaces, las plataformas y los pequeños puentes dentro de otros puentes han sido destruidos, y muchas zonas de los extremos de la sección han desaparecido con ellos. El puente ya no parece una sucesión de hexágonos extendidos, sino más bien una línea de octógonos aislados. Todavía tiene pies y huesos, pero sus brazos, sus conexiones, se han esfumado.
No veo movimiento alguno, ni destellos de luz repentina. El viento suspira arena sobre las dunas, pero no se oye ningún sonido procedente del gran esqueleto ocre del puente. Sigue erguido, pálido, demacrado, enclavado en la arena, con las suaves olas doradas lamiendo sus pedestales de granito.
Finalmente, me introduzco bajo su sombra, con un tremendo sentimiento de gratitud. El viento ardiente gime entre las grandes vigas. Encuentro una escalera de caracol y empiezo a subir. Hace mucho calor y vuelvo a tener sed.
Reconozco este lugar. Sé dónde estoy.
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