Entró en la M90, dirección sur. El cielo era azul oscuro al otro lado de las espesas nubes. Un anochecer suave, apenas frío. La carretera seguía mojada. Cantó junto a los Pogues mientras intentaba no conducir demasiado rápido. Tenía sed; normalmente llevaba alguna lata de Coca-Cola o Irn Bru en el coche, pero había olvidado reponer la última. Aquellos días estaba muy despistado. Encendió las luces del coche después de que varios vehículos se lo advirtieran con ráfagas.
La autopista recorría la cresta de una colina entre Inverkeithing y Rosyth, desde donde se veían las luces del puente-carretera, repentinos destellos sobre las agujas de las dos inmensas torres. Una vergüenza, por cierto; él prefería las antiguas luces rojas. Se apartó al carril de la derecha para dejar pasar a un Sierra, y contempló cómo se alejaba frente a él en la oscuridad, pensando: en circunstancias normales, no me adelantarías con tanta facilidad, amigo. Se acomodó en el asiento y se puso a dar toques en el volante con los dedos al ritmo de la música. La carretera atravesaba una escarpada ladera rocosa que formaba la pequeña península; la señal de North Queensferry apareció iluminada. Podría haber descendido por allí y haberse detenido una vez más bajo el puente ferroviario, pero prolongar aquel trayecto no tenía sentido; hubiera implicado tentar al destino, o al menos, a la ironía.
¿Por qué estoy haciendo esto?, pensó. ¿Acaso supondrá alguna diferencia? Odio con todas mis fuerzas a los conductores borrachos, ¿por qué demonios hago yo lo mismo que ellos? Pensó en dar media vuelta y en tomar la carretera hasta North Queensferry. Allí había una estación; podía aparcar y tomar el tren (en cualquier dirección)..., pero pasó de largo la última salida antes del puente. Mierda. Tal vez podía detenerse al otro lado, en Dalmeny, y aparcar allí en lugar de arriesgar la pintura de la carrocería en el torrente de tráfico prenavideño de Edimburgo. Podía volver por la mañana a recoger el coche, sin olvidar ponerle antes todas las alarmas.
El tramo rocoso de la carretera finalizó tras cruzar las colinas. Desde aquel punto, se veía South Queensferry, el puerto deportivo de Port Edgar, el cartel de la destilería de Vat 69, las luces de la fábrica de Hewlett Packard y el puente ferroviario, oscuro bajo el último resplandor del atardecer. Tras él, más iluminación, como la de la refinería de aceite con la que tenía un subcontrato, y más lejos, las luces de Leith. Los huesos vacíos del viejo puente ferroviario eran del color de la sangre seca.
Qué puta belleza, pensó... Qué estructura tan inmensa y majestuosa. Tan delicada desde la distancia, tan colosal y fuerte al aproximarse a ella. Elegante y soberbia; una forma perfecta. Un puente de gran calidad; soportes de granito, una buena plataforma de acero, y una indeleble pintura roja...
Echó un vistazo a la calzada del puente, y observó cómo ascendía suavemente hasta su cima suspendida. El suelo estaba algo húmedo, pero no había de qué preocuparse. Todo controlado. Tampoco conducía excesivamente rápido, se mantenía en el carril de la derecha, mirando el torrente de agua que se acercaba desde el puente ferroviario. Una luz parpadeaba al otro extremo de la isla situada debajo de la sección intermedia del puente.
Un día te habrás ido. No hay nada que dure para siempre. Tal vez eso es lo que quiero decirle. Tal vez quiero decir: no, por supuesto que no me importa, debes marcharte. No puedo envidiarle eso al otro hombre; habrías hecho lo mismo por mí, y yo por ti. Es una lástima, pero no hay más. Márchate, sobreviviremos. Tal vez algún...
Vio al camión que tenía delante adelantando en una maniobra brusca. Había un coche detenido, abandonado en su mismo carril. Tomó aliento, clavó los frenos, intentó esquivarlo; pero ya era demasiado tarde.
Hubo un instante en que su pie apretó el freno tan a fondo como pudo, y cuando hubo girado el volante al máximo en un solo movimiento, se dio cuenta de que no podía hacer más. No supo cuánto duró aquel instante, solo alcanzó a ver que el coche era un MG, aparentemente sin ocupantes (una ola de alivio en el maremoto del pánico) y que iba a colisionar con él, en un fuerte impacto. Llegó a vislumbrar brevemente la matrícula; VS algo. ¿No era un número de la costa oeste? El símbolo octogonal de MG del maletero del coche averiado raspó el morro del Jaguar mientras este se descontrolaba y empezaba a derrapar. Él intentó enderezar el coche y recuperar el dominio, pero con el pie clavado en el freno, no fue posible. Pensó: eres imbé...
El Jaguar blanco personalizado, matrícula 233 FS, colisionó contra la parte trasera del MG. El conductor del Jaguar salió despedido hacia delante cuando el vehículo empezó a dar vueltas de campana. El cinturón de seguridad lo mantuvo en su asiento, pero el volante deportivo se clavó en su pecho con la fuerza de un martillazo.
Colinas suaves bajo un cielo oscuro; las nubes escarlata parecen reflejar los contornos lisos de la tierra sobre ellas. El aire es pesado y denso; huele a sangre.
El suelo está encharcado, pero no de agua. La batalla que se ha librado aquí, sea cual sea, sobre estas colinas cuya extensión parece eterna, ha empapado la tierra de sangre. Hay cuerpos por todas partes, cadáveres de cada animal y de cada color y raza de ser humano. Al final, encuentro al hombre bajito, ocupándose de los cuerpos.
Sus ropas son harapos; la última vez que nos vimos fue en... ¿Mocea? (¿Occam? No sé, algo así), cuando golpeaba las olas con su látigo de acero. Ahora hace lo propio con los cuerpos. Cuerpos muertos que reciben cien latigazos cada uno, como si no estuvieran ya bastante destrozados. Lo observo durante un rato.
Su proceder es tranquilo, metódico; cien latigazos exactos a cada cuerpo antes de pasar al siguiente. No muestra preferencia alguna respecto a especie, sexo, tamaño o color; golpea a cada cadáver con el mismo vigor decidido, en la espalda si es posible, y si no, tal como lo encuentra. Solamente los toca si llevan armadura, para apartar la visera o desabrocharla.
—Hola —saluda. Me mantengo a una distancia prudencial, por si su cometido fuese dar latigazos a cualquier cuerpo que tuviera delante, tanto vivo como muerto.
—¿Me recuerda? —le pregunto. Acaricia su látigo manchado de sangre.
—Lo cierto es que no —responde. Le hablo de la ciudad en ruinas junto al mar. Niega con la cabeza—. No; no era yo —asegura. Escarba entre sus harapos durante un segundo, y extrae una especie de tarjeta rectangular. La limpia con una tira de sus andrajosas ropas y me la extiende. Me acerco con cautela—. Tenga —añade—, me dijeron que se la diese.
La cojo y doy un paso atrás. Es un naipe; el tres de diamantes.
—¿Para qué la quiero? —le pregunto. Se limita a encogerse de hombros y limpia el mayal con un jirón de su manga.
—No lo sé.
—¿Quién se la dio? ¿Cómo sabían...?
—¿Son todas esas preguntas realmente necesarias? —inquiere, moviendo la cabeza.
—Supongo que no —respondo, avergonzado, mientras sostengo la carta—. Gracias.
—No hay de qué —concluye. Había olvidado lo cálida que era su voz. Me doy la vuelta, dispuesto a marcharme, y vuelvo a mirarlo de nuevo.
—Una última cosa —digo señalando los cuerpos que cubren el suelo como una capa de hojas secas—, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué le ha ocurrido a toda esta gente?
—No escucharon sus sueños —dice, encogiéndose de hombros, y acto seguido vuelve a su tarea.
Emprendo de nuevo mi camino hacia la lejana línea de luces que cubre el horizonte como un rayo de oro blanco.
Abandoné la ciudad de la cuenca marítima seca y caminé junto a la vía del tren, siguiendo la misma dirección que el tren del mariscal de campo antes de sufrir el ataque. Nadie me perseguía, pero mientras caminaba, oí el sonido de un tiroteo lejano procedente de la ciudad.
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