—Qué felicidad la del hombre indocto. Estoico aun cuando es vencido. El amigo de ustedes, me refiero al individuo obeso, colisionó con la espada de mi acompañante muscular hará unos instantes, un corte desafortunado, más aún si cabe que su lesión original. Creo que la paciencia de mi adjunto está mermando de forma considerable, y ya en circunstancias óptimas es mínima, con lo que, si no desean terminar como el susodicho gordinflón (bien cuando estaba vivo, bien como se encuentra en estos momentos), yo, en su lugar, cooperaría. Dicho lo cual, ¿cómo podemos encontrar a la reina? Ah, Molochius, sí, tú siempre fuiste el hablador, ¿no es cierto? Sí, por supuesto que quedarás libre. Tienes mi palabra. Aja, ya veo. El espejo. Solo plástico, imagino. Escasamente original, pero efectivo.
Corro el espejo de detrás de los bichos raros y salen unas escaleras que suben y eso. Cojonudo.
—Fantástico, descerebrado, ahora déjese llevar por su instinto natural y veamos adónde nos dirigimos.
Me cargué también a los tíos raros esos. Solo eran huesos y piel porque la espada casi no se manchó de sangre. Mejor, porque ya me estaba cansando y me dolía el brazo de tanto matar gente y eso. La reina estaba arriba de la torre en una habitación abierta y pequeña y muy alta, acojonaba un poco por la altura y eso. Pero, bueno, la reina estaba allí vestida con un vestido como de novia, pero negro, y una bola en la mano y me miraba como si yo diera asco o así. No está muy buena, pero no es tan vieja como me creía, te la podrías hacer a oscuras y todo. No sabía lo que tenía que hacer y sus ojos eran como raros, no podía dejar de mirarle los ojos y sabía que me estaba haciendo algo de magia y eso pero no podía moverme ni abrir la boca. Hasta el familiar se quedó callado un rato y todo, y luego dijo: «Mi pobre señora. Esperaba una lucha algo mejor. Esperad un momento, que debo cruzar unas palabras con mi amigo».
—¿Se sabe aquel del hombre que entra en un bar, con un cerdo en los brazos, ornado con una cinta roja de regalo, y el camarero le pregunta «¿de dónde lo ha sacado?», y el cerdo responde...?
«Él no importa», le dice la reina... ¡al puto familiar!Y yo que no puedo mover un maldito músculo y eso. Será zorra, lo que me ha hecho... «¿Cómo has salido?», pregunta.
—El viejo Xeronisus fue algo estúpido. Contrató a este bruto y luego intentó no pagarle. Este idiota ha sido astuto. Siempre afirmé que los viejos fraudes se sobrevaloraban. Imagino que olvidó en qué caja me había guardado y me clavó en el hombro de este memo pensando que yo era uno de esos familiares baratos con una garantía de dos días y la perspicacia de un juanete.
—¡Idiota! —le dice la reina—. No sé por qué te confié a él en primer lugar.
—Uno más entre vuestros muchos errores, querida.
¡Ya le daré yo errores cuando pueda volver a mover el brazo de la espada! ¡Los dos cabrones hablando como si yo no estuviera aquí!
—Entonces, vienes a reclamar tu lugar legítimo, ¿no es así? —dice la reina.
—Efectivamente. Y en el nanosegundo preciso, por lo que puedo apreciar; parece que las cosas se han descontrolado un poco bajo vuestro mando.
—Bueno, tú me enseñaste todo lo que sé.
—Sí, querida, pero afortunadamente, no os enseñé todo lo que yo sé.
(Y yo pienso: joder, venga, esto está fatal, vamos a hacer algo ya de una puta vez).
—¿Qué es lo que piensas hacer? —dice la reina con una voz que parecía que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.
—Deshacerme de esta reserva de animales escaleras abajo, en primer lugar. ¿Y vos?
—Ya sabes cómo me gano el sustento. Las damas los excitan y luego yo... los ordeño.
—Podríais haber elegido sementales más jóvenes.
—Ninguno tiene más de veinte años, en realidad. Lo que ocurre es que el proceso los deja secos.
—Y la espada de mi amigo todavía más.
—Bueno, no se puede tener todo —dice la reina, y parece un poco triste y se seca una lágrima de la cara y eso, y yo sigo ahí como un pasmarote sin poder moverme y pensando pobre tía y ¿qué coño pasa aquí?, cuando de repente la tía se levanta de la silla y viene hacia mí como un murciélago y eso, con la bola apuntando directa al familiar.
Casi me cago del susto, pero el familiar salió de mi hombro y fue directo a la cara de la reina y la pegó fuerte y la sentó otra vez en la silla y eso. El bicho no se despegaba de su cara y se le cayó la bola y probó a intentar despegarlo, chillando, arañándolo y dándole leches y eso.
Menuda suerte que tuve. Por fin el bicho se había quitado de mi hombro. Los miré mientras peleaban y luego quería cogerla bola de la reina, pero quemaba un huevo, así que me fui hacia las escaleras y de repente una explosión de la hostia me echó para atrás y lo dejó todo hecho polvo. Joder, menos mal que no me había dado ningún golpe con nada, pero ahora las escaleras ya no estaban y todo se había quedado al aire libre y eso, como si todo hubiera desaparecido, y ni rastro de la reina y del familiar. Cabrones.
No encontré el maldito oro. Me tiré a las mujeres aquellas y me largué. Menuda pérdida de tiempo, pero por lo menos me quité al puto familiar de encima y eso, pero no he vuelto a tener tanta suerte y a veces echo en falta al tonto ese, pero da igual. Soy un puto caballero de la espada.
No, no, no, no, era mucho peor que todo aquello (el futuro, el presente, el despertar frente a la pálida luz gris que atraviesa las cortinas, con los ojos legañosos, un nauseabundo sabor de boca y un terrible dolor de cabeza). Yo estaba allí. Aquel era yo, y deseaba a aquellas mujeres mutiladas. Me excitaban y las violé. Para el bárbaro, eso no significaba nada, menos que una mancha de sangre en su espada, pero yo ansiaba poseerlas y las hice mías. Me ahogo en mi propia repugnancia. Dios mío, es preferible la ausencia de deseo que la excitación provocada por la mutilación, el desamparo y la violación.
Salgo a trompicones de la cama, tengo una jaqueca horrible y me mareo. Un sudor frío emana de mi piel como aceite sucio y me duelen todos los huesos. Descorro las cortinas.
Hay muchas nubes bajas. El puente (en este nivel) está envuelto en una inmensa masa gris.
Dentro, enciendo todas las luces, el fuego y el televisor. El hombre postrado en la cama de hospital está rodeado de enfermeras. Su pálido rostro no demuestra sensación alguna, pero yo sé que siente dolor. Oigo mi propio lamento y desconecto el aparato. El dolor de mi pecho viene y va a un ritmo regular, con insistencia, sin descanso.
Voy dando tumbos, como un borracho, hasta el cuarto de baño. Aquí, todo es blanco y matemático, sin ventanas que muestren la niebla húmeda que hay en el exterior. Puedo cerrar la puerta, encender más luces y rodearme de reflejos precisos y superficies duras. Abro el grifo de la bañera y me quedo mirando mi imagen en el espejo durante un buen rato. Al cabo de un momento, es como si todo se volviese oscuro de nuevo, como si el mundo a mi alrededor se desvaneciese. Los ojos, según recuerdo, solo ven mediante el movimiento; unas vibraciones minúsculas los agitan de forma que la imagen apreciada cobra vida; si se paralizan los músculos oculares, o se fija algo a la córnea de forma que el objeto fijado se desplace con el ojo, la visión desaparece...
Sé que sé todo eso. Lo aprendí una vez, en algún lugar, pero no sé dónde ni cuándo. Mi memoria es un páramo inundado y yo me encuentro en un acantilado estrecho, mirando lo que en otros tiempos era un paisaje de llanuras fértiles y valles escarpados. Ahora solo se aprecia la superficie uniforme del agua, y algunas islas que fueron montañas; recortes producidos por la tectónica insondable de la mente.
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