Aunque en el ejército tuvieron ciertas dudas acerca de la salud mental de un recluta cuyo nombre les recordaba a una marca de masa pastelera, eso no les impidió enviarlo a desembarcar en Omaha Beach, en una de las primeras compañías que siguieron a los equipos de derribo. Bobbie luchó ese año y el siguiente en Francia, Bélgica y Alemania, y regresó de la guerra sin un rasguño, al menos físicamente. Tuvo un romance con una francesa que estaba incluso más descarriada que él, teniendo en cuenta que gran parte de su familia había muerto durante la primera incursión alemana de 1940 y después luchando en el norte de África en 1943. Había perdido a dos hermanos, a un primo y a su padre. Bobbie quería traérsela a los Estados Unidos, pero ella no quiso dejar a su familia, ni a los vivos ni a los muertos.
Por eso, regresó solo a América junto a su batallón y, tras ser desmovilizado, encontró trabajo en una tienda de fotografía en el bajo Manhattan. Vendía cámaras y películas, y por las tardes se dedicaba a sacar fotos. Frecuentaba los clubes nocturnos, sobre todo porque vivía solo en un sórdido apartamento de Brooklyn en el que procuraba pasar el menor tiempo posible. El poco dinero que tenía lo gastaba en locales como el Blue Light, el Art Barn o el Hatch. Bebía mucho, con lo que sólo conseguía aumentar su aislamiento y exacerbar su enfermedad mental. Además, descubrió que podía beber gratis si se dedicaba a sacar fotos a los artistas. Como no tenía un estudio, eran imágenes de los músicos y los cantantes en el escenario o mientras se relajaban en sus camerinos. A los artistas les encantaban las fotos y, lo más importante, también a sus managers, sobre todo las instantáneas. En 1953, recibió su primer encargo para sacarle una foto a Muddy Waters, un retrato de perfil del cantante para Chess Records que mostraba al maestro con el clavijero de su guitarra eléctrica apoyado en la punta de su elegante y aguileña nariz.
El trabajo de Bobbie llamó la atención de los editores de las revistas Backbeat y Life, y no tardó en entablar amistad con un joven editor de imagen que se hacía llamar Reese.
A partir de ahí, Laurel era capaz de continuar con la historia sin la ayuda de Shem. El hombre no hacía más que corroborar sus sospechas y los datos que ella ya había deducido: el equilibrio mental de Bobbie nunca había sido su punto fuerte y el alcohol aumentó su inestabilidad y su esquizofrenia. Poco a poco, fue volviéndose menos de fiar. Durante la siguiente década, entregaba algunos trabajos en las fechas previstas, pero otros no.
Tenía un inmenso talento, lo que convertía el trabajo con él en algo mucho más frustrante. Había temporadas, en los años sesenta, durante las cuales Bobbie desaparecía de la faz de la tierra tanto tiempo que Reese llegaba a pensar que su amigo había muerto. Cuando volvía a dar señales de vida, Reese le insistía para que buscara un sitio en el que desintoxicarse de una vez por todas. Shem imaginaba que, durante los períodos en los que permanecía desaparecido, Bobbie habría estado en un hospital, o, más probablemente, buscando a su familia. Esto suponía recorrer los fondos más bajos de ciudades del Medio Oeste y de Chicago, breves charlas con los hijos de gente que podría -o no- haber conocido a esos extraños hombres que conoció su padre y que pasaron por la vida de Jay Gatsby como espectros: Meyer Wolfsheim, Dan Cody, un interno llamado Klipspringer…
A veces, contaba Shem, Bobbie se echaba novias. Cuando estaba sobrio, el fotógrafo era un tipo excéntrico, con talento y atractivo, aunque no era muy guapo en el sentido tradicional del término porque tenía la piel enrojecida por el alcoholismo y, debido a su enajenación mental, cada vez descuidaba más su higiene. Sin embargo, estuvo con esa corista que nunca llegó a triunfar en la canción, con esa bailarina que nunca llegó a triunfar en el baile o con la secretaria de la revista Life -ésta sí que triunfó al asociarse con Helen Gurley Brown y acabar como ayudante de edición de Cosmopolitan-. Cada vez que Bobbie se presentaba con una mujer, Reese tenía la esperanza de que por fin su amigo hubiera encontrado la pareja que le ofreciera una base sólida sobre la que sentar la cabeza. Pero esto nunca sucedió.
– ¿Y su hijo? -preguntó Laurel-. ¿Cuál de ellas fue la madre de su hijo? ¿Lo sabe?
– No, no lo sé. No sé mucho, la verdad. Sólo sé que no lo tuvo con una de sus relaciones más serias. Era una mujer que tenía algo que ver con el teatro, aunque no era actriz. Diseñadora de vestuario, costurera o algo así. Murió hace mucho.
– ¿Sabe algo del hijo?
– A Bobbie no le gustaba hablar de él. Era vino de esos temas, y Bobbie tenía muchos, que estaban vetados.
– Pero algo contaría.
– Su hijo era indigente, eso sí que lo sé.
– ¿Como Bobbie?
– Peor. Estaba metido en las drogas. No hacía mucho con su vida.
– ¿Podría haber sido un feriante?
– ¿Como los del circo?
– Uno de esos que van a las ferias y fiestas de los pueblos.
– Es probable.
– ¿Y puede ser que terminara en Vermont?
– Eso parece, hace siete u ocho años. Pero cuando Bobbie regresó, hace dos años, ya hacía mucho que se había marchado. Bobbie nunca mencionó que fuera a verle.
– Hay dos hombres que…
– ¿Qué?
Laurel meneó la cabeza. No podía. Le sorprendió haber comenzado a contar lo que le había sucedido hacía ya siete años. Supuso que había empezado a hablar porque Shem era una fuente de información abundante e inesperada y porque su rostro resultaba agradable y poco amenazador. Incluso las profundas líneas que tenía alrededor de los labios estaban agradablemente moldeadas, como las estrías de una concha. De todos modos, tenía que descubrir si el hijo de Bobbie era uno de los hombres que la habían agredido y, de ser así, cuál de los dos.
– ¿Cree que su hijo podría estar en la cárcel? -preguntó para evitar seguir contándole la historia de la agresión-. Jordie me dijo que podría ser un criminal.
– Si lo era, no debía de ser un ladrón de poca monta. No te olvides de que Bobbie pasó mucho tiempo en las calles. Si dejó de hablar con su hijo no sería porque hubiera robado un bocadillo o porque tuviera un problema con las drogas. Debió de haber sido algo mucho peor.
Laurel se armó de fuerzas y añadió:
– ¿Un violador?, ¿un asesino?
– Puede ser.
– ¿Podría estar en la cárcel por violación?, ¿o intento de violación?
Notó que el hombre la estudiaba atentamente, comprensivo, con una mirada de abuelo preocupado.
– Supongo que todo es posible -dijo, pasados unos instantes.
– ¿Reese lo sabía?
– ¿Lo del hijo? ¿O la posibilidad de que el hijo se hubiera convertido en un maleante?
– Las dos cosas.
– Sabía que Bobbie tenía un hijo, pero poco más. No te olvides de que Bobbie no era un gran padre. Tenía sus propios demonios, su propia enfermedad mental. Nos contó a Reese y a mí que la madre del muchacho lo había mantenido apartado de él cuando era pequeño. No quería que Bobbie tuviera nada que ver con su hijo. Puede que esto lo entristeciera. Quizá lo apuntó a la lista de conspiraciones que lo rodeaban. Puede que comprendiera que no era capaz de ayudar al chico. ¿Quién sabe? Reese, probablemente, pensara que fue una elección acertada por parte de la madre. Era consciente de las limitaciones de Bobbie.
– Pero él quería a Bobbie.
– Mucho. Oh, sí, mucho. Hace años, antes de que tú nacieras, Reese le dejó claro a su amigo que si alguna vez necesitaba cualquier cosa, no dudase en pedírsela. Y eso fue lo que un día, décadas más tarde, hizo Bobbie. Debió de ser hace cosa de dos años -dijo Shem, con voz cada vez más amarga.
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