Cathleen Schine - Neoyorquinos

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En una manzana de Nueva York conviven personajes de lo más variopinto: una solterona resignada a no encontrar la pareja ideal, una celestina obsesionada por planear citas a ciegas para su hermano, un ligón empedernido, un divorciado desengañado del amor…
Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.

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– ¿Cuándo te lo has comprado? -le preguntó George un día que llegó a casa de la oficina con los pequeños auriculares blancos aún puestos.

– Me lo he encontrado.

– Polly…

– De verdad. En una bolsa que había en el armario. Supongo que es de Chris.

– Imagino que sí -dijo George, riéndose.

– Yo creo que debería quedármelo, a modo de pensión alimenticia.

– ¿Qué opina Chris?

– No lo sé. No le he llamado. Pensaría que le estoy acosando.

Subió el volumen para escuchar una canción de Billy Joel que a ella le gustaba cuando estaba en primaria. «Roy Cohn, Juan Perón, Toscanini, Dacron…». Los gustos musicales de Chris fueron una revelación para ella, y no precisamente agradable. ¿Cómo era posible que hubiera vivido con él sin darse cuenta de que prefería el pop pueril y pretencioso? ¿Fue toda su relación una mentira? El iPod decía que así era, y ella escuchaba el iPod siempre que se le presentaba la oportunidad.

Cuando aquella tarde paseó a Howdy con Everett, éste le pidió por favor que se quitara los auriculares de los oídos.

– Es una grosería, Polly -dijo-. Es casi insultante.

Polly, que ya se había dado cuenta de la tendencia por parte de su nuevo novio a dar sermones más propios de un padre, guardó el iPod en el bolso con los lentos y huraños movimientos de una hija. Estaba en mitad de «The Thong Song», fascinada de que Chris la hubiera seleccionado y disfrutando de ella.

Pasearon en silencio hasta que llegaron al parque, donde una mujer que llevaba a dos diminutos niños en un enorme cochecito doble de alta tecnología se paró a acariciar a Howdy.

– ¡Qué preciosa es! -alabó la mujer, y les adelantó con su enorme vehículo.

– No puedo creer que pensara que Howdy era hembra -dijo Polly, ofendida.

Everett se rió.

– Eso ocurría todo el tiempo con Emily.

Sugirió también que vistiera a Howdy de azul, pero Polly no le escuchaba. Se preguntaba por qué siempre tenía que hablar de su hija. No era normal.

Everett, entre tanto, miraba a Howdy y pensaba en Emily, mientras el perro, que había cogido la correa con los dientes, daba saltos alegremente delante de Polly. Everett, todavía soñando con Emily, experimentó una confusa oleada de ternura.

– ¡Howdy! -gritó.

El perro se paró en seco. Ladeó la cabeza. Luego ladró y meneó la cola de plumas, y no dejó de ladrar hasta que Everett alargó la mano y le acarició. De vuelta a casa, Howdy se colocó a su lado. Siempre que Everett bajaba la vista hacia el perro, el perro le estaba mirando.

Al principio Polly no solía llevar el perro a casa de Everett, porque Everett era bastante quisquilloso y se pasaba el rato ahuyentando a Howdy de los muebles, lo que en opinión de Polly era cruel y anticuado. Pero Polly se estaba volviendo cada vez más insolente. La noche anterior, por ejemplo, Everett le pidió que no se sentara desnuda en su silla Saarinen modelo Útero, a pesar de su nombre, y a ella le molestó.

Cuando llegaron a casa, Everett vio a Polly desaparecer en el dormitorio a ver la televisión. Él se preparó un martini y se sentó en la sala de estar con el periódico. Llevaba una vida solitaria, se dio cuenta, incluso con una amante joven y guapa. Polly le saludaba, charlaba con él, le besaba y le hacía el amor con el entusiasmo y la alegría propios de la juventud, pero era como si hiciera esas cosas desde el otro lado del abismo que los separaba.

El perro le había seguido y metió la cara entre Everett y el periódico - фото 27

El perro le había seguido y metió la cara entre Everett y el periódico, apoyando el morro cómodamente en su pierna. Everett estaba demasiado triste para reñirle en aquel momento. Él no se movió. El perro no se movió. Les invadió una agradable quietud. Everett se dio cuenta de que le gustaba sentir la cabeza del perro en la pierna, la calidez de un ser vivo cerca de él, sin exigir nada, sencillamente ahí. Palmeó a Howdy con una mano mientras sostenía el vaso de martini con la otra. El perro tenía unas orejas muy suaves, una cara dorada y muy suave. Escuchó el pausado ritmo de la respiración del perro.

– Howdy -dijo en voz baja.

Howdy levantó la vista, la cabeza ladeada, los ojos oscuros y de alguna forma tranquilizadores.

Everett experimentó una sensación desconocida. Miró al animal a los ojos y fue plena y repentinamente consciente de la habitación que le rodeaba, del plácido orden de su mobiliario y en su vida, del exterior, donde el día daba paso a la noche, de los sonidos de la televisión y la humedad fría de un vaso de martini, de la suciedad de la tinta de periódico en sus dedos, pero sobre todo fue consciente de la dicha, la salvaje y extraordinaria dicha de estar vivo.

– Howdy -susurró-. Howdy -Howdy aporreó el suelo con la cola y los dos se miraron a los ojos, como si fueran amantes.

Cuando esa noche Howdy se subió a la cama de Everett, Polly dijo:

– ¡Abajo!

En lugar de bajar, Howdy se volvió y miró a Everett, como esperando instrucciones.

Everett no sabía dar órdenes a perros.

– Pero sólo un ratito -dijo, que era lo que solía decirle a Emily. Howdy pareció entenderle perfectamente y se tumbó con un gruñido de placidez.

– Has cambiado de cantinela -se extrañó Polly.

– Todos somos humanos -replicó él.

La pareja feliz George estaba en el trabajo soñando con ir a montar en - фото 28

La pareja feliz

George estaba en el trabajo soñando con ir a montar en bicicleta junto al río en cuanto terminase su jornada. También se preguntaba si era un buen camarero o si realmente era bueno en algo. Estaría bien ser bueno en su trabajo. Pero él sospechaba que no lo era. Sabía cómo preparar bebidas, nunca había quejas, nada se devolvía. Pero no le gustaba hablar con los clientes. Estaba seguro de que se suponía que tenía que hablar con los clientes. Todos los camareros bromeaban, las tiras cómicas sobre camareros de The New Yorker , todas las escenas de camareros de las películas se basaban en la idea de que el camarero hablaba con los clientes, o al menos les escuchaba. George estaba seguro de que estaba violando alguna clase de código de camareros, de que no estaba a la altura de su potencial como barman. Ojalá estuviera ya montado en su bici, pedaleando a toda velocidad a lo largo de la superficie lisa del río.

Jamie llegó y se sentó a la barra. George le sirvió una copa de vino.

– Tenemos entrevistas esta semana -dijo Jamie-. Para la escuela primaria. No había entrevistas cuando yo fui a la escuela primaria. Íbamos, nos daban una colchoneta y luego nos daban una galleta.

George asintió. Ojalá alguien le hubiera dado a él una colchoneta y una galleta. Él se tumbaba en una esterilla azul que extendía el profesor y se retorcía con desesperación esperando a que terminara la maldita hora. Ahora sí apreciaría el rato de la siesta. Ciertamente los jóvenes desperdician la juventud.

– ¿Soy un buen barman? -preguntó George.

Jamie se quedó pensando.

– Hablas inglés -respondió finalmente-. Y no echas demasiado vermú.

El teléfono móvil de George sonó.

– No pasa nada, contesta -dijo Jamie al ver que George se hacía el sorprendido, como si estuviera seguro de que había apagado el teléfono antes de empezar a trabajar.

Era su madre.

– Mamá, estoy trabajando.

– ¿A eso le llamas trabajo? ¿Polly está bien? Nunca la encuentro en casa. ¿Tiene novio? Nunca me cuenta nada. ¿Y tú? Nunca me cuentas nada. Nadie me cuenta nunca nada.

– Yo no tengo novio -respondió.

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