– Es él -anunció innecesariamente Chad, señalando al jadeante Shahid-. Está enfermo, muy enfermo, tal como nos dijiste.
– Y ahora más -puntualizó Sadiq, al ver las arcadas de Shahid.
– ¡Hemos capturado a los dos!
Era evidente que Chad se congratulaba de haber prestado aquel servicio a Riaz.
Sus seguidores aguardaban. Riaz los miró a todos. Estaba rígido, inmóvil, como paralizado; ni siquiera pestañeaba, temiendo que el menor gesto le delatase.
– ¿Y ahora qué, hermano? -le preguntó Chad con desesperada, respetuosa urgencia. Pero Riaz rechinaba los dientes-. ¿Qué medidas inmediatas debemos tomar? ¿Qué quieres que hagamos? ¿Nos lo llevamos?
– ¿O acabamos con él aquí? -sugirió Sadiq.
– ¡Tenemos que darnos prisa!
Pero Hat señalaba con la boca abierta a lo alto de la escalera como si estuviera viendo al diablo.
– ¡Hermanos!
Todos lo miraron.
– ¡Es ese loco!
Chili había perdido el conocimiento en lo alto de la escalera, con la botella de vodka en la mano. Pero el alboroto lo había despertado. No sólo había vuelto en sí, sino que se fue levantando hasta quedar erguido frente de ellos con las piernas separadas.
– El mismo -dijo, aceptando el cumplido de Hat.
Se alisó el pelo, se arregló el cuello de la chaqueta y ejecutó unos cuantos mandobles con la navaja, como un actor de cine que se preparase para la escena de un duelo.
– Hola a todos.
Bajó despacio la escalera, dando palmadas en la barandilla a medida que avanzaba, con una pérfida sonrisa en los labios. La droga de la adrenalina inundaba su organismo.
– Aquí os espera Robert de Niro.
– Ja, ja, ja! ¡Muy bien! -Chad adoptó la postura de un luchador callejero. Daba la impresión de haberla practicado; en sus viejos tiempos, probablemente-. Aquí estamos.
– ¿Ah, sí? -Chili pareció animado por la buena disposición de sus adversarios-. De acuerdo.
– ¿Preparados? -dijo Chad a los demás.
Sadiq alzó los puños. Riaz permaneció donde estaba, sin decir ni hacer nada, moviendo rápidamente los ojos.
Justo entonces, Strapper salió corriendo del cuarto de estar y ejecutó una furiosa danza delante de ellos.
– ¡Se está armando, se está armando! ¡Todo a tomar por saco! ¡A tomar por culo todos vosotros!
– ¿Qué has hecho? -gritó Deedee.
– ¡Esto se derrumba, gilipollas! Muy bien, Chad, ¿no es eso lo que querías?
– ¿Qué es esto? -dijo Riaz, al fin.
Deedee se precipitó al cuarto de estar, con.los otros detrás. El fuego lamía la parte inferior de las cortinas, por donde Strapper las había prendido.
Deedee corrió hacia las cortinas, las cogió, arrancándolas del raíl, y pisoteó el tejido ardiente.
– ¡Que ardan los cabrones! -gritaba Strapper.
En el pasillo, Sadiq siguió reteniendo a Shahid mientras los demás iban a ver lo que pasaba. Sadiq no se dio cuenta de lo cerca que tenía a Chili, ni sabía lo violento que solía ponerse. Le asestó un golpe con el canto de la mano antes de agarrarlo, darle un rodillazo en los cojones y arrojarlo a la calle. Cerrando la puerta, se limpió las manos en los pantalones.
– ¿Quién es el siguiente?
En el cuarto de estar, donde Deedee apagaba el fuego, Chili atrajo a Riaz hacia él con un violento empujón. Rodeándole el pecho con un brazo, le puso la navaja en la garganta.
– Largaos -ordenó a los demás-. Dejad a mi hermano o rebanaré el gaznate a este otro hermano.
Riaz tenía el rostro horriblemente contraído; parpadeaba como si todo se hubiera puesto inexplicablemente oscuro y la agonía hubiese empezado ya. Por lo demás, con la cabeza bien echada hacia atrás, se mantenía inmóvil, por miedo a que Chili le cortara sin querer.
– Marchaos, marchaos -murmuró a los otros, moviendo apenas los labios.
– ¡Suéltalo! -gritó Chad- ¡O te la ganas!
Chili soltó una carcajada. Chad dio un valiente paso hacia delante. Sin vacilar, Chili rozó a Riaz con la navaja. Brotó un hilo de sangre. Riaz se llevó a la garganta un dedo manchado de tinta y se quedó mirando fijamente la sangre. Para Chad aquello era insufrible, pero se contuvo.
– ¡Y quítate esa puñetera camisa! -ordenó Chili a Riaz-. No sé cómo la has conseguido, tío, pero quiero que me la devuelvas. ¿Niegas que es mía?
– ¿Cómo…? -preguntó Riaz, mirando a Chad.
– Es suya -rezongó Chad, abatido.
– Bien hecho, Chad -murmuró Hat.
Riaz se vio obligado a quitarse la chaqueta y entregársela a Hat. Luego, mirando incrédulamente a los demás, empezó a desabrocharse la camisa.
– ¡Deprisa! -le urgió Chili.
Por fin se la quitó; tenía un torso pálido y huesudo. No tuvo más remedio que ponerse la chaqueta sobre el pecho desnudo.
– ¡Marchaos!
Chad se mostró reacio a moverse.
– ¡Lárgate, gordo! -le ordenó Chili-. ¡Luego soltaré a éste!
– ¡Somos centenares, cientos de miles! -gritó Chad, agitando los brazos al salir de la habitación.
– ¡Traédmelos! -bramó Chili.
Una vez que hubieron salido todos, Chili arrojó a Riaz al jardín delantero, lanzando la cartera a continuación.
Chili y Strapper querían marcharse. Estaban junto a la puerta, impacientes, repartiéndose la hierba de Deedee. Strapper examinaba el suelo, el techo y las paredes con insólito interés; evitaba la mirada de Shahid. Shahid se disponía a increparle, pero Chili sacudió la cabeza.
– Tu espera fuera -dijo Shahid.
Strapper se alegró de salir de la casa. Shahid abrazó a su hermano; Chili lo apretó contra sí y le dio un beso.
– Gracias, por salvarme los cojones.
– ¿Te causé impresión? Emocionante aparición por la escalera, ¿eh? Sólo que ¿quién me creerá? Tendríamos que haberlo filmado en vídeo.
– Lo de la navaja fue estupendo.
– ¿Verdad? Pero tenía que haberle rajado la nariz o grabado en ella mis iniciales para que se acordara de mí, había sitio de sobra. ¿Estás bien ya?
– Me duele todo el cuerpo.
– Y te dolerá.
– ¿Vas a algún sitio? -quiso saber Shahid.
Chili asintió.
– ¿Con Strapper?
– Sí.
– ¿Después de lo que ha hecho?
– Sólo esta noche. -Chili se encogió de hombros-. ¿Hablarás con mamá de mi parte?
– ¿De qué?
– Dile que estoy bien. Que voy mejor. Ya sabes lo que hay que hacer.
– Lo haré.
– Dame la mano, hermano.
Todos se habían marchado. Shahid y Deedee estaban al fin solos. Se les había ido el apetito y, en silencio, se pusieron a desembalar y recoger libros para colocarlos de nuevo en los estantes. Arreglaron el cuarto, quitaron el polvo y pasaron la aspiradora. Tardaron un par de horas en devolverle una apariencia de orden, pero el esfuerzo tuvo efectos terapéuticos. Con miradas y sonrisas de ánimo, se tranquilizaban mutuamente.
Antes de que acabasen, Shahid fue a la cocina a buscar una botella de agua. Detrás del ventanal de la pila vio a Hat, que golpeaba en el cristal con una moneda. Shahid pensó en llamar a Deedee, pero ya estaba bastante angustiada. Mientras limpiaban, cerraba los ojos al incorporarse para volverlos a abrir de pronto y mirar aterrorizada alrededor.
Shahid sacó un largo cuchillo del cajón de la cocina. Se encaramó al escurridero y abrió un poco la ventana. Hat empezó a brincar, tratando de hacerse oír por la abertura.
– ¿Me escucharás si te digo algo?
– ¿Para qué?
– Por favor, Shahid.
Shahid fue a cerrar la puerta de la cocina para que Deedee no lo oyese.
– ¿Por qué habría de confiar en ti? -inquirió Shahid.
– Porque lo siento. Intento decirte que lamento lo que ha pasado.
– Sí, claro. Shahid hizo ademán de cerrar la ventana.
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