Nunca la había visto tan inquieta; había perdido la confianza en él.
– Por la mañana nos sentiremos mejor -aventuró Shahid-. Podremos salir a desayunar.
Intentó tocarla de nuevo. Ella se levantó de un salto y trató de ponerse el abrigo. Pero en seguida empezó a tirar agitadamente de la prenda, como si pretendiera atravesar el tejido con los brazos, incapaz de encontrar las mangas.
– Necesito estar en mi casa, en mi propia cama. Ha sido un día funesto. ¿Qué coño hacía mi marido con un libro atado a un palo? ¿Viste dar vítores a ese gilipollas? -Con un movimiento colérico, se envolvió de nuevo en el abrigo y se quedó en pie sujetándolo con los brazos cruzados-. ¿No fuiste tú a comprar el palo?
– ¡Sí! ¡No pensemos ahora en eso!
– ¿No? ¿Lo olvidamos, sobre todo cuando me dijiste una jodida mentira cuando te pregunté para qué era?
– Deedee…
– Me mentiste descaradamente, ¿no es cierto?
– De momento trato de decirte que hay buenas razones para que nos quedemos aquí.
– ¡No, no las hay! -gritó ella con voz ronca.
– Las hay.
– ¿Cuáles son?
– Chad y los otros saben dónde vives.
– ¿Por qué? ¿Cómo lo sabes? -Lo miró boquiabierta-. ¿Es que te lo han dicho? ¿Los has visto?
– Sí. Después de que quemaron el libro. No les caemos bien ninguno de los dos.
– ¿Qué has hecho para incomodarlos? ¿No les ayudaste a quemarlo?
– No. He hecho a Riaz algo que no estaba bien.
– ¿Qué?
– Pues… corregí algunos de sus poemas.
– ¿Sí? ¿Cuándo?
– Cuando los pasaba al ordenador.
– Pero ¿por qué?
– No fue intencionado. Es que no me gustaban. Iba a cambiarlos otra vez para dejarlos como estaban, pero no tuve tiempo.
– Dios mío. -Deedee soltó una súbita carcajada-. Eso tampoco me lo habías contado.
– Fue algo gradual.
– ¿Y ahora piensan venir por nosotros?
– Se animan fácilmente unos a otros, Deedee. El grupo está paranoico, para mantenerse unidos necesitan estar en continua actividad.
– Voy a llamar a la policía.
– Los odias.
– ¿Qué más da?
– ¿Fuiste tú quien la llamó en la Facultad?
– Sí. -Se oía ruido en la cocina. Parecía que Chili hablaba solo. Deedee prosiguió-: Me preocupas más tú. ¿Has roto con tus grandes amigos?
– Sí, sí.
– Eso ya lo has dicho antes. Pero entonces, ¿cómo vas a volver a tu habitación?
– Tienes razón. Lo sé. No puedo volver.
– Será mejor que te quedes conmigo.
La idea le abrumó. No deseaba que su vida cambiase tanto; no quería verse arrojado a sus brazos.
– Vives puerta con puerta con Riaz. ¿Qué otra cosa puedes hacer?
– Déjame pensar.
– Muy bien.
Deedee fue a la cocina a investigar lo que estaba haciendo Chili. Shahid fue a mirar por la ventana. Se sentó; paseó por la habitación; sentía deseos de echarse a reír como un histérico; añoraba a su padre. Luego se dirigió a la cocina.
– Tu hermano ha encontrado una botella de vodka -anunció Deedee-. Buen provecho le haga al desgraciado. Pero tendré que pagársela a Hyacinth.
Chili estaba apoyado contra la pila con la botella en los labios. Entre trago y trago daba una calada al cigarrillo.
– Además, quiere besarme. Quiere que le ponga las tetas en la boca.
– Ya me conoces -dijo Chili-. Siempre vale la pena intentarlo.
– Sólo si pretendes asquear a la gente -replicó Shahid.
– ¿Qué es lo que da asco? Me siento muy solo. Esta noche necesitaba calor humano. Sentir una piel cálida. ¿Es mucho pedir?
Shahid sonrió con desdén.
– Pero no creas que eres mejor que yo. Huyendo de algo, en vez de enfrentarte a ello-. Se guardó la botella bajo la chaqueta y comprobó la navaja-. ¿Nos quedamos o nos vamos?
– ¿Deedee?
– Tenemos que marcharnos de aquí.
– Bien -dijo Chili-. Un poco de aire fresco, ¿eh?
Nevaba. Ninguna persona sensata pisaba la calle. La ciudad estaba húmeda y pegajosa, como el interior de un acuario. Apenas veían a diez metros de distancia. Tropezaban y daban tumbos entre la bruma como fantasmas, cada uno con una bolsa de la compra. Deedee iba entre los dos, cogida ahora del brazo de Chili. Pese a todo, a Shahid y a Deedee les tranquilizaba la presencia de Chili. Shahid conservaba una extraña fe de hermano menor que Deedee parecía notar. Al fin subieron a un autobús.
Chili empujó la puerta del Morlock y ellos lo siguieron. El local se estaba llenando. Una tormenta de nieve no desanimaría a los parroquianos. ¿Qué harían, si no? El pinchadiscos estaba frente a sus consolas, rodeado de cajas de discos. Unas chicas bailaban en medio de la pista.
El ambiente alegró a Chili. Pidió unas copas y preguntó por Strapper. El camarero no quería decirles nada «por principio», como siempre decía.
– Por el principio de ser un hijoputa, supongo -observó Deedee.
Chili le invitó a una copa. El camarero le contó que unos chicos habían venido a buscar a Strapper.
– ¿Qué chicos?
– Asiáticos. Y los paquis no beben, sólo trabajan. No los había visto antes.
– ¿Se fue con ellos? -preguntó Shahid.
– Sí.
– ¿De buena gana?
El camarero se encogió de hombros.
– ¿Y no han vuelto?
– No.
Acabaron las copas rápidamente, salieron a la calle y cogieron un taxi.
– ¡Ay, Dios mío! -gritó Deedee-. ¿Qué ha pasado?
– Nada -la tranquilizó Shahid.
Deedee creyó que Chad y los otros habían entrado por la fuerza. Parecía que hubieran destrozado la casa: muebles corridos de sitio; libros y papeles esparcidos por todas partes, junto con latas vacías, recortes de periódicos y cosas de Deedee. La habitación apestaba al rancio olor de alcohol derramado. Pero «Hey Jude» estaba sonando con el dispositivo de repetición. Así que sólo se trataba de Brownlow, que había dejado el cuarto patas arriba, tirándolo todo al suelo pero sin llevarse la mitad de las cosas.
De todas formas, mientras ponía cierto orden entre aquel batiburrillo, Deedee se consumía de rabia. De haber estado allí, le habría matado, enmendando su propio error.
– Porque me casé con él, ¿no?
– Pero también dejaste a ese cabrón.
– Cuando esté deprimida, como ahora, recuérdame que eso dice mucho a mi favor.
Chili seguía con la botella de vodka en la mano. Parecía agotado.
– ¿Os parece bien si me acuesto?
– Haz lo que quieras.
Se dirigió con la botella hacia la escalera y empezó a subir.
Shahid se acercó a él.
– ¿Comprobarás que todas las puertas están cerradas? Puede pasar cualquier cosa, ¿sabes?
– Pues claro -convino Chili.
– Al menos Brownlow se ha marchado a tomar por culo para siempre -comentó Shahid cuando desapareció su hermano.
Fue a la ventana y echó las cortinas. Escuchó la noche. Se alegraba de estar a solas con ella.
Deedee se dejó caer entre la barahúnda y tiró de él para que se tumbara a su lado, diciendo:
– Al menos te tengo a ti. Tócame. Abrázame y no me sueltes.
– Ahora no.
– ¿Qué?
– No me atosigues, Deedee.
– He perdido toda la confianza.
– ¡A mí también se me ha jodido todo!
– Abracémonos el uno al otro. ¿Es mucho pedir?
– Déjame en paz.
– Muy bien.
Se quedó tumbada, apartándose de él y pasándose la mano por la frente con aire de desasosiego. Al cabo, hizo un esfuerzo y se levantó.
– Había pensado que cenáramos juntos esta noche. Creo que todavía podemos hacerlo, ¿no? ¿O quieres marcharte?
– Quiero estar aquí.
Deedee fue a la cocina, encendió las luces y la radio y, despacio, empezó a sacar el contenido de las bolsas. La concentración la calmó, respiraba mejor. Tenía una lata de buen aceite de oliva y le sirvió un poco en un platito; Shahid se sentó y se puso a untar trozos de pan en el aceite. No hablaron mucho, aunque ella le dio algunos consejos para cocinar. Preparó caballa a la plancha con salsa tikka y cilantro fresco. Puso patatas nuevas, y una ensalada de aguacate a la menta en una fuente grande y transparente.
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