Hanif Kureishi - El álbum negro

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Shahid, como el Karim de El buda de los suburbios, es «casi un inglés», está en el paso de la adolescencia a la edad adulta y, como cualquier chico listo de su edad, quiere cambiar la aburrida vida de provincias por la excitación de la gran metrópoli, donde todo puede suceder. Aprovechando que va a comenzar la universidad, abandona Kent y la protección de su rica familia, y se marcha a estudiar a Londres. Pero desde los setenta y el punk de Karim el mundo ha cambiado: ahora estamos en 1989, ha caído el muro de Berlín, la señora Thatcher ha dejado su profunda huella en Inglaterra, y Salman Rushdie ha sido condenado a muerte. Shahid, desgarrado entre su educación inglesa y sus raíces pakistaníes, será captado por un grupo integrista musulmán, pero también se fascinará con Deedee Osgood, una carismática y desinhibida profesora que les ilustra sobre Toni Morrison y Alice Walker pero también sobre Prince, el ídolo de Shahid. Y atrapado entre un deleitoso liberalismo ilustrado y un fundamentalismo exaltante, tendrá que encontrar su propio camino en la vida y en el laberinto de las ideologías y los goces de la contemporaneidad. «Los diálogos estallan de ironía, furia e inteligencia, y hay un notable vigor, calidez y generosidad en la construcción de los personajes, aun en los más desagradables. Es también una espléndida novela de ideas» (Jonathan Coe, Mail on Sunday).
«Kureishi, al igual que Tarantino en el cine, es el novelista contemporáneo por excelencia» (lan Sansom, Sunday Telegraph). «Una visión exuberante, llena de ruido y aventura, del Londres actual… Hanif Kureishi tiene el don de confrontar las injusticias de la sociedad británica sin convertirse en un predicador, o caer en la mera farsa» (Laura Cumming, Sunday Times).
«La prosa de Kureishi es rápida y vigorosa, pero gran parte del mérito de esta notable novela radica en el dickensiano y muy seductor entramado de personajes e historias» (Andy Beckett, The Independent). «Un escritor incapaz de crear personajes esquemáticos, de caer en el lugar común. Si a eso se le añade su original visión sobre la vida de la Inglaterra posimperial, y su instinto para la cultura y el lenguaje popular, se ve muy bien por qué ha sido aclamado como "uno de los grandes talentos de los últimos veinticinco años". Entre el apocalipsis y la orgía, la literatura de Kureishi conserva todo su sabor salvaje» (Boyd Tonkin, The Observer).

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Le pidió que quitara las cosas de la mesa y pusiera un mantel limpio. Shahid colocó servilletas de lino, encendió las velas y apagó la luz cenital. Hizo aros con la mantequilla y los depositó en un plato, puso copas adecuadas y abrió y sirvió el vino. La cocina ya se había caldeado y olía bien. En la radio sonaba una canción que les gustaba.

Deedee sacó el pan del horno y lo llevó a la mesa. Se sintieron lo bastante efusivos para hacer un brindis.

– Buena suerte, ya sabes -dijo ella.

– ¡Eso!

Vieron, al mismo tiempo, una forma en la ventana. Ninguno se movió. Se quedaron mirando a la oscuridad, pensando que estaban colocados y que era un gato, negándose a creer que todo pasara en aquel preciso momento.

Shahid dejó la copa y salió cautelosamente al pasillo. Se disponía a llamar a Chili cuando oyó algo por el buzón.

– Soy yo, Strapper, Strap -gritó una voz por la ranura-. Visita oficial, tío.

Inmediatamente, Shahid lamentó haber abierto la puerta. Strapper pasó despacio al cuarto de estar, poniendo cuidadosamente los pies delante de él, como inseguro de mantener el equilibrio. No ofrecía buen aspecto. Tenía arañazos en un pómulo; la ropa, en desorden. Parecía que se hubiese revolcado en el suelo.

Shahid no tuvo más remedio que seguirle.

– Creía que estabas con Trevor, tu antiguo colega -le dijo, incapaz de contener el mal humor.

Strapper se volvió hacia él, sorprendido.

– ¿Cómo lo sabes? De todos modos, conmigo se portó mejor que la mayoría de la gente. Chad es un tipo religioso, entiende a los marginados y siente compasión por los pobres. Todo lo ve desde abajo. Tú sólo quieres ser blanco y olvidarte de los tuyos. -Se puso a gritar de pronto-. ¡Tú y tu hermano sólo queréis follar con las putas blancas! Por eso ya no le caes bien. Te dio una buena oportunidad, ¿no?

– Ocúpate de tus asuntos.

– ¿Por qué te quiere matar?

– ¿Eso es lo que quiere?

– Van a darte una buena lección.

– Ojalá no te hubiera dejado entrar.

– ¿Cómo me ibas a dejar fuera, gilipollas? Oye, tío, no me toques.

– Largo de aquí.

– No quiero ponerme duro -advirtió Strapper, como si contara con alguna protección secreta-. El caso es, morenito, que tu Chili me debe dinero. Está escondido por aquí, ¿dónde? -Miró a Deedee, que acababa de entrar-. ¿Tiene aquí a mi colega, señora?

– Íbamos a cenar.

– Dando de comer al amiguito estudiante, ¿eh? -Strapper se frotó el estómago y sonrió con desprecio a Shahid-. La cocina de mami siempre es la mejor.

– Te haré un bocadillo -dijo ella en tono de cansancio-. Te vas a tomar por saco y te lo comes en la calle, ¿vale?

Strapper se paseó por todo el cuarto, salvo en dirección a la puerta. Empezó a compadecerse de sí mismo.

– Métete el bocadillo en el culo. ¿Cómo crees que sienta el que te rechacen todo el tiempo?

– Horriblemente -contestó ella con toda calma.

– La otra noche te caí muy bien en el Morlock. Pero luego quisiste colocarte, señorita Profesora. A propósito, ¿por qué es tan desordenada la gente lista? ¿Demasiado ocupada pensando en la revolución proletaria, o no ha venido hoy la mujer de la limpieza?

– ¿Es que no nos puedes dejar en paz?

Strapper se llevó la mano al pelo y empezó a dar tirones. Le costó trabajo, pero se arrancó un mechón y lo arrojó al suelo.

– Aunque no me disgustaría vivir aquí -anunció-. Mucho espacio. Un sitio burgués y amariconado me vendría bien ahora para sentar el culo.

– ¿Quieres una casa como ésta? Ponte a trabajar entonces -le recomendó Shahid-. Haz un poco de arqueología. Luego podrás comprarte…

– Ya te he avisado, gilipollas -le amenazó Strapper con una mirada de odio sin reservas-. Y quiero que me des trabajo… ahora mismo.

– Recógete el pelo y todo el resto de ti y lárgate -le ordenó Deedee.

– Los hermanos quemaron el libro, ¿verdad?

Ni Shahid ni Deedee dijeron nada.

– Y a ella no le gustó. Los denunció a la poli. Tú y tus libros. Es curioso cómo la gente se inquieta mucho más por un libro que por las personas que sufren.

– Tú me estás haciendo sufrir ahora, Strapper.

– Vale, me largo. Pero me gustaría que me lo pidiesen con educación. Seré un desamparado del que abusan sexualmente, ¿no? Pero sigo siendo una «persona», ¿vale?

– Sí, sí. -Deedee se dirigió a Shahid-: Le haré el bocadillo y me daré una ducha. Luego cenaremos.

– De acuerdo.

A solas con Shahid, Strapper siguió paseándose, cogiendo objetos. Abrió una pequeña caja india que contenía un poco de hierba. Aquello le puso en mejor disposición de ánimo -Shahid había notado lo nervioso que estaba-, y como si lo que acabara de decir no tuviese importancia, murmuró en tono confidencial:

– Me largaré en cuanto me lo fume.

Empezó a liar el porro. Shahid fue a la cocina a informar a Deedee. Cuando volvió, Strapper tenía la puerta abierta, los labios torcidos en una mueca de júbilo feroz.

– ¡Todos aquí, campo libre! -gritó en tono militar.

Sadiq y Hat estaban en el umbral

– ¡Hijo de puta! -gritó Shahid a Strapper.

Chad apareció detrás de los otros, corriendo por el camino de entrada y bloqueó la puerta. Le agradó la situación.

– Ya te tengo, ya era hora. Aquí está esta basura, tal como esperábamos, escondido con su puta. Qué claro estaba. ¡Ahora, hermanos, coged al espía, al infiel!

Sadiq agarró del brazo a Shahid. Éste trató de liberarse, pero Sadiq le clavó las uñas.

– ¡Vamos, Hat! -ordenó Chad.

Shahid miró a Hat, que parecía confuso. Sabía que acababa de recibir una orden y, hasta cierto punto, estaba dispuesto a cumplirla. Cogió la mano de Shahid y la sujetó con firmeza. Chad pasó al vestíbulo. Tras él entraron otros, Tariq y Tahira.

Chad agarró a Shahid y lo empujó contra la pared, quitándole el resuello y dándole un manotazo en la cabeza. Luego le hizo volverse y lo sujetó por la espalda, ofreciéndoselo a Hat.

– Adelante. -Chad temblaba de ira-. ¡Vamos!

Hat sabía lo que le estaba pidiendo Chad, pero no se atrevía a hacerlo.

– ¡Pero mi padre me está buscando! -dijo desatinadamente.

– ¿Tu padre? -inquirió Chad-. ¿Qué tiene que ver con esto?

– No puedo quedarme.

– ¡Sacúdele! -gritó Chad-. ¡Este imbécil odia a Dios y nos odia a nosotros! ¡Da un mamporro a Satanás!

Sadiq notó la indecisión de Hat, retrocedió y le soltó a Shahid un revés en plena cara.

– ¡Bien! -exclamó al ver que la sangre brotaba de los labios de Shahid.

– ¡El maligno ha sido derrotado! -gritó Chad, dándole un puñetazo en los riñones.

Mientras Shahid se tambaleaba, Chad le propinó una patada. Deedee apareció corriendo.

– ¡Dejadle!

Con su enorme brazo, Chad le cortó el paso.

– Es nuestro. ¡Deja que nos lo llevemos, zorra, y no te pasará nada!

Shahid se dobló por el dolor, casi desmayándose. Sadiq empezó a arrastrarlo hacia la puerta.

– Vamos a ocuparnos del espía. Nos ha engañado, ha escupido sobre su propio pueblo. Se ha revolcado en la basura.

Deedee empujó a Chad y cogió del otro brazo a Shahid, que quedó entre los dos.

– ¡Suéltalo!

– El mal se paga con mal. ¿Es tan difícil de entender?

– Una actitud muy religiosa, míster Trevor -repuso ella.

– ¡No me llames así! ¡Ésa no es mi verdadera identidad!

Chad levantó la mano para golpearla. Sería un gesto fácil, pero también constituiría un paso irreversible. Ella lo sabía: se encogió, pero no retrocedió. Él también se dio cuenta.

Riaz, acompañado de otro de los hermanos, entró apresuradamente con nieve en el pelo y llevando la cartera, como si llegara tarde a una reunión. Miró con asombro en torno suyo.

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