– ¿Para qué, cariño?
– Para el metro… y libros. Ando un poco escaso últimamente.
– Ahora mismo sólo tengo rupias. Pero podías probar un medio de ganar dinero.
– ¿Cuál? -preguntó Chili, interesado.
– Trabajar.
– ¡Oh, Zulma, esposa mía! -exclamó Chili, cayendo de rodillas y arrastrándose hacia ella-. Te quiero, cariño, sobre todo cuando me haces daño. Danos algo. ¡Haré lo que quieras, pero no te vayas!
Ella retrocedió arrastrando los pies, pero Chili la agarró de los tobillos y le lamió la punta de los zapatos. Zulma no pudo contenerse; lanzó un grito.
De pronto, en la puerta de la cocina apareció Jump, con un delantal puesto y agitando una cuchara de madera.
– ¡Quédate! -imploraba Chili-. ¡Déjame estar contigo para siempre!
– ¡Basta! -gritó Jump.
A cuatro patas, Chili levantó la cabeza y lo miró pasmado.
– ¿Qué es esto? ¿Es él?
– Sí -contestó Zulma, cogiendo en brazos a Safire y retirándose detrás de la mesa.
– ¡Atrás! -Sin mucha decisión, Jump dio un paso hacia los hermanos-. ¡Largo de aquí, señor Mohamed! ¡Los dos, terroristas! ¡Dejad en paz a la gente honrada!
Chili se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Inmediatamente, Shahid puso en pie a su confundido hermano y lo empujó hacia la puerta.
– ¿Quién es ése? -preguntó Chili, señalando a Jump.
– Olvídalo -le aconsejó Shahid.
– Cuida de él -pidió Zulma.
– ¡Papá! -gritó Safire.
– ¿Quién coño es ese tío ridículo? -insistió Chili.
– Adiós, Zulma. Estaremos en contacto. Me alegro de verte.
– ¿Estás bien, Chili? ¡Chili!
– Aguanto.
– ¿Tienes la navaja?
Chili le lanzó una mirada confusa antes de palmearse la chaqueta.
– Pues claro. Nadie anda desarmado por Londres, ¿no?
Se metió la mano en el bolsillo. Shahid se tranquilizó pensando que Chili le animaría enseñándole la pinchosa. Pero en cambio sacó un paquete de Marlboro que contenía la papela de coca, una hoja de afeitar de un solo filo y un billete enrollado de un dólar.
– No hagas eso aquí. ¡Estamos en Knightsbridge!
– Tanto mejor.
Shahid lo empujó hacia la entrada de una tienda.
– ¡Ahí…, y date prisa!
Escrutó la calle, desierta y brumosa, por si venían transeúntes o policías mientras Chili se agachaba, inhalaba el polvo, se erguía con una aspiración satisfecha, se limpiaba bruscamente la nariz con el dorso de la mano y tiraba al suelo el sobrecito. Por encima de sus cabezas, la alarma de la tienda cobró vida súbitamente, vibrando con estruendo. Shahid empezó a tirar de su hermano, pero Chili, antes de seguirlo, insistió en tantear la alcantarilla en busca del arrugado y desechado envoltorio, que inspeccionó detenidamente y guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Por fin, para alivio de Shahid, echaron a andar deprisa.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Chili.
– Esta noche no te separas de mí.
– Estás temblando, hermanito. ¿Te persiguen? Si me lo dices, me encargaré de ellos. A menos que sea la policía.
– ¿Cómo?
– Me lo temía -masculló Chili, apretando el paso-. Nos buscan a los dos. Atento a los de paisano. -Volvió la cabeza-. Están en todas partes, los hijoputas, con gabardina y sin sombrero.
– Chili, te pido por favor que te quedes conmigo esta noche.
– ¡Por supuesto! -Shahid iba a dar las gracias a su hermano, cuando Chili, desesperadamente inquieto, añadió-: El caso es, muchacho, que me he quedado sin marchosa.
– ¡Deja esa porquería, Chili! ¿Qué diría papá si supiera que eres adicto a la coca?
– ¿Adicto?
– Sí.
– Quizá tengas razón. Así podrían llamarme ahora. Te diré una cosa, dejaré la droga cuando tú hagas lo mismo.
– ¿Qué droga utilizo yo?
– Zulma la ha definido muy bien. La religión. Te has metido demasiado con esos tipos. ¿Y ahora te andan buscando?
– Creo que sí.
– Y acabas de empezar en esa Facultad. -Cogió del brazo a Shahid-. Hoy, al ver a baba Safire he sentido deseos de liberarme, ¿sabes? Podría haber llorado por ella. -Hizo una pausa, luchando con sus pensamientos-. Y por mí mismo. Y por todo lo que ha salido mal, para decirte la verdad.
– Eso ya es algo.
– Sí. No te preocupes, hermano, no te abandonaré. Pero esta noche también me va a hacer falta Strapper.
Encendió un cigarrillo, pasó los inquietos dedos por un Mercedes descapotable y observó la calle, como si sus enemigos pudiesen aparecer por cualquier dirección.
– ¿Por eso me odia Zulma? ¿Te fijaste en el gilipollas del delantalito que tiene allí? No me lo podía creer. Pero a lo mejor…, a lo mejor le da cosas que yo no puedo darle.
– Quizá. Tiene una mansión señorial.
– ¿De verdad? ¿Dijo Zulma cuándo volvería?
– Será cuestión de meses.
– Por lo menos, ¿no? Estoy desesperado, Shahid. Sin la droga estoy confuso y no puedo pensar en otra cosa. Y si no puedo pensar, tampoco puedo esperar que el futuro me reserve cierta tranquilidad mental. ¡Todo lo que quiero son cinco minutos de silencio en la cabeza! ¡Si por lo menos me dejaran en paz los ruidos! -Concluyó musitando-: No puedo recurrir a nadie más, Shahid. Strapper es un chico bien relacionado.
– No sabía que tuviera tantas virtudes.
Shahid empezó a bajar las escaleras del metro de Knightsbridge.
– ¿Después iremos a ver a Strapper? -preguntó Chili en tono sumiso pero insistente.
– Sí, sí. Pero primero vamos a ver a otra persona.
– ¿A quién?
– Ya lo verás.
Bajaron corriendo los escalones del sótano. Shahid llamó a la ventana, primero con suavidad y luego más fuerte hasta golpear el cristal con la palma de la mano. No apareció nadie. Pronunció varias veces su nombre.
Chili empezó a brincar, pateando el suelo y mordiéndose el labio.
– Vamonos. A lo mejor está en su casa. Luego iremos a ver.
– Ya he ido, y no está. ¡Vamos, Deedee! ¡Tiene que estar en alguna parte, Chili!
Shahid estaba a punto de darse la vuelta cuando Chili señaló con el dedo.
– ¡Mira, allí!
Una mano tiraba del extremo de una cortina. Shahid reconoció los anillos y casi la llamó a gritos.
Al no reconocer a ninguno de los dos, Deedee abrió la verja con cautela. Cuando entraron, la cerró cuidadosamente y echó la llave a la puerta, comprobando que ambas estaban bien aseguradas. Shahid nunca la había visto con un aspecto tan frágil. Le rozó con los labios la pálida mejilla, pero ella no le tocó.
Había estado sentada en el sofá donde hicieron el amor por primera vez. Se habían reído por todo, habían charlado, se habían disfrazado y por la mañana salieron a desayunar. Ahora, con la calefacción averiada, hacía frío en el sótano. Deedee llevaba el abrigo sobre los hombros. Volvió a sentarse en su sitio y se meció espasmódicamente, abrazándose las rodillas. Depositadas a su alrededor, había tres bolsas de la compra.
– Te he buscado por todas partes -explicó él-. ¿Estás bien?
Ella sacudió la cabeza.
Todos estaban angustiados. Había un ambiente silencioso pero febril, que indujo a Chili a encerrarse en la cocina para «lavarse las manos y poner la tetera». Deedee se comía las uñas y suspiraba, cruzando y descruzando las piernas. Shahid se dejó caer en el otro extremo del sofá, aliviado de encontrarse a solas con Deedee.
Se inclinó hacia ella y le acarició el brazo.
– ¿Por qué no nos quedamos aquí?
– ¿Cuándo? -repuso ella, con un sobresalto de alarma.
– Sólo esta noche. Chili puede dormir aquí. Tú y yo… podemos hablar.
– ¿Para qué? Es mejor fijarse en los actos de las personas, no en sus palabras. Eso es lo que voy a hacer yo.
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