Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Toby estaba trabajando en el turno de mañana cuando se acercó por la calle una extraña procesión. Por los carteles que llevaban y los cánticos que entonaban, supuso que se trataba de una cuestión religiosa, aunque no era una secta a la que hubiera visto antes.

Muchos cultos marginales trabajaban en la Alcantarilla buscando almas atormentadas. Los Frutos Conocidos y los Petrobautistas y las otras religiones de gente rica se mantenían alejadas, pero alguna vieja banda del Ejército de Salvación pasaba por allí, resoplando por el peso de sus tambores y trompas. Se acercaba algún grupo de giróvagos con turbante de la Hermandad Sufí de Corazón Puro, o los Atik Yomin vestidos de negro, o grupos de Hare Krishna con túnicas de color azafrán, tocando y cantando, atrayendo abucheos y verduras podridas de los transeúntes. Los Leones de Isaías y los Lobos de Isaías predicaban en las esquinas, peleándose cuando se encontraban: estaban enfrentados sobre la cuestión de si era el león o el lobo el que yacería con el cordero en el advenimiento del Reino Apacible. Cuando se producían refriegas, las bandas de las plebillas -los Tex-Mex de tez oscura, los Linthead blancos, los Asian Fusión, los Blackened Redfish- se arremolinaban en torno a los caídos, rebuscando entre sus ropajes algo valioso, o simplemente algo que se pudieran llevar.

Al acercarse la procesión, Toby los vio con más claridad. El líder llevaba barba y lucía un caftán que parecía cosido por elfos colocados. Detrás de él iba un surtido de niños -de diversas alturas y de todas las razas, pero vestidos de oscuro sin excepción- que sostenían pizarras con sus eslóganes: «Jardineros de Dios por el Jardín de Dios»; «No comas cadáver»; «Nosotros somos los animales». Parecían ángeles harapientos, o si no, enanos vestidos con bolsas. Eran ellos los que cantaban: «¡Carne no! ¡Carne no! ¡Carne no!», entonaban. Había oído hablar de ese culto: se decía que tenían un huerto en algún sitio, en un tejado. Una faja de barro seco, unas pocas caléndulas, una penosa hilera de judías achicharrándose bajo el inclemente sol.

La procesión se congregó delante del puesto de SecretBurgers. Se estaba reuniendo una multitud dispuesta a abuchear.

– Amigos míos -dijo el líder, a la multitud en general.

Sus prédicas no continuarían demasiado, pensó Toby, porque la gente de la Alcantarilla no lo toleraría.

– Queridos amigos. Me llamo Adán Uno. También yo fui materialista, un carnívoro ateo. Como vosotros, pensaba que el hombre era la medida de todas las cosas.

– ¡Cierra la bocaza, ecofriqui! -le gritó alguien.

Adán Uno no hizo caso.

– De hecho, queridos amigos, pensaba que medir era la medida de todas las cosas. Sí, era científico. Estudié epidemiología, contaba animales enfermos y muertos, y también gente, como quien cuenta guijarros. Creía que sólo los números podían dar una descripción verdadera de la realidad. Pero entonces…

– Lárgate, capullo.

– Pero entonces, un día, cuando estaba justo donde estáis ahora, devorando, sí, devorando un SecretBurger y deleitándome con su grasa, vi una gran luz. Oí una gran voz. Y esa voz decía…

– Decía: «Que te den por el culo.»

– Decía: «Salva a tus compañeros animales. ¡No comas nada con cara! No mates tu propia alma.» Y entonces…

Toby sentía a la multitud, la forma en que todos estaban dispuestos a saltar. Iban a tirar al suelo a ese pobre loco y a los pequeños niños Jardineros con él.

– ¡Vete! -dijo lo más alto que pudo.

Adán Uno le dedicó un saludo cortés con la cabeza, una sonrisa amable.

– Hija mía -dijo-, ¿tienes alguna idea de lo que estás vendiendo? Seguramente no te comerías a tus propios parientes.

– Lo haría -dijo Toby-, si tuviera suficiente hambre. ¡Vete, por favor!

– Veo que has pasado una mala época, hija -dijo Adán Uno-. Tienes una cáscara callosa y dura. Pero esa cáscara dura no es tu verdadero ser. Dentro de esa cáscara tienes un corazón ardiente y tierno, y un alma amable…

Tenía razón sobre la cáscara; sabía que estaba endurecida. Pero su cáscara era su armadura: sin ella, sería papilla.

– ¿Este capullo te está molestando? -intervino Blanco.

Había aparecido detrás de ella como tenía por costumbre. Le puso la mano en la cintura, y Toby la vio incluso sin mirarla: las venas, las arterias. Carne cruda.

– No pasa nada -respondió Toby-. Es inofensivo.

Adán Uno no hizo ademán de apartarse. Continuó como si nadie hubiera hablado.

– Estás deseando hacer el bien en este mundo, hija mía…

– No soy tu hija -soltó Toby. Era más que consciente de que ya no era la hija de nadie.

– Todos somos unos hijos de otros -dijo Adán Uno con expresión triste.

– Largo -ordenó Blanco-, antes de que te arree.

– Por favor, vete o te harán daño -dijo Toby, con la máxima urgencia posible. Ese hombre no tenía miedo. Ella bajó la voz y le susurró-: ¡Largo! ¡Ahora!

– Serás tú la que saldrá trasquilada -dijo Adán Uno-. Cada día que pasas aquí vendiendo la carne mutilada de las amadas criaturas de Dios, te causa más daño. Únete a nosotros, querida, somos tus amigos, tenemos un lugar para ti.

– Quita tus putas zarpas de mi empleada, pervertido de mierda -gritó Blanco.

– ¿Te estoy molestando, hija mía? -dijo Adán Uno, sin hacerle caso-. Ciertamente no he tocado…

Blanco salió de detrás del puesto y se abalanzó sobre Adán Uno, pero éste parecía acostumbrado a que lo atacaran: se echó a un lado, y Blanco se vio propulsado hacia el grupo de niños que cantaban, derribando a algunos de ellos y cayendo él mismo. Un Linthead adolescente enseguida le atizó en la cabeza con una botella vacía -Blanco no era muy querido en el barrio- y lo dejó postrado, sangrando de una herida en la cabeza.

Toby rodeó corriendo la cabina de la parrilla. Su primer impulso fue el de ayudarle, porque sabía que se metería en grandes problemas si no lo hacía. Un grupo de plebiquillos Redfish le estaban atacando, y algunos Asian Fusion trataban de quitarle los zapatos. La multitud lo rodeó, pero él ya pugnaba por ponerse en pie. ¿Dónde estaban sus dos guardaespaldas? Ni rastro.

Toby se sentía curiosamente eufórica. Asestó una patada a Blanco en la cabeza. Lo hizo sin pensarlo siquiera. Se dio cuenta de que estaba riendo como un perro, sintió que su pie conectaba con el cráneo de Blanco: era como una piedra cubierta con una toalla. En cuanto lo hizo se dio cuenta de su error. ¿Cómo había podido ser tan tonta?

– Vente, querida -dijo Adán Uno, cogiéndola del codo-. Será mejor. De todas maneras, has perdido el trabajo.

Los dos matones de Blanco ya habían aparecido y estaban echando a golpes a los mocosos. Aunque él estaba aturdido, tenía los ojos abiertos y clavados en Toby. Le había dolido esa patada; peor, había quedado humillado por ella en público. Lo había desprestigiado. En cualquier momento se levantaría y la pulverizaría.

– ¡Zorra! -dijo con voz ronca-. ¡Te cortaré las tetas!

Entonces Toby se vio rodeada por una multitud de niños. Dos de ellos la cogieron de las manos y los demás formaron en guardia de honor, por delante y por detrás.

– Deprisa, deprisa -iban diciendo mientras tiraban de ella y la empujaban por la calle.

Sonaba un rugido a sus espaldas.

– Vuelve aquí, zorra.

– Deprisa, por aquí -dijo el chico más alto.

Con Adán Uno cubriendo la retaguardia, Toby y los chiquillos trotaron por las calles de la Alcantarilla. Era como un desfile: la gente miraba. Además de su pánico, Toby se sentía irreal y un poco mareada.

Las multitudes empezaron a disolverse y los olores se tornaron menos acres; había menos tiendas cerradas con tablones.

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