Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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No obstante, como nuestro tiempo era escaso y precioso, no pudimos desperdiciarlo cuchicheando sobre la decadencia de los jóvenes ingleses. La escultura de hielo había llegado desde Ipswich, los floristas desde Saffron, y lady Clementine insistía en tomar el té en la sala de estar, para recordar los viejos tiempos.

Al caer la tarde llegó la banda de músicos. Myra los guió a través de la entrada de servicio hacia la terraza.

– ¡Negros! -exclamó la señora Townsend con los ojos asombrados y temerosos-. Aquí, en Riverton. Lady Ashbury debe de estar revolviéndose en su tumba.

– ¿A qué lady Ashbury se refiere? -le preguntó el señor Hamilton, inspeccionando al personal contratado.

– Diría que a todas ellas -aseguró la señora Townsend sin salir de su asombro.

La tarde llegó a su fin y comenzó a deslizarse hacia la noche. El aire estaba más fresco y brumoso, y en la oscuridad comenzaron a brillar los faroles verdes, rojos y amarillos.

Encontré a Hannah junto a la ventana del salón borgoña. Estaba arrodillada en el sillón mirando hacia el jardín sur. Aparentemente, supervisaba desde allí los preparativos.

– Es hora de vestirse, señora.

Ella dio un respingo. Respiró profundamente. Había estado así todo el día, inquieta como un gato, dedicándose a una tarea tras otra, sin completar ninguna.

– Un minuto, Grace -pidió.

Se demoró allí un momento, mientras el sol del ocaso teñía sus mejillas de rojo.

– No comprendo cómo no había notado hasta ahora que la vista desde aquí es maravillosa. ¿No crees?

– Sí, señora.

– Me pregunto cómo no me he dado cuenta antes.

– Supongo que habrá influido su estado de ánimo.

Una vez en su habitación, le puse los rulos, una tarea algo engorrosa. Ella no podía quedarse quieta mucho tiempo, por lo que me resultaba difícil ajustarlos, y tuve que rehacer el trabajo varias veces. Con los rulos colocados, bastante decorosamente, la ayudé a ponerse el vestido de seda plateada, ceñido al cuerpo, con finos flecos que terminaban en un amplio escote en «V» en la espalda. Hannah tiró del dobladillo, que casi tocaba las rodillas, para enderezarlo. Yo le alcancé los zapatos con finas tiras de satén plateado. La última moda de París, un regalo de Teddy.

– No, ésos no -dijo ella-. Usaré los negros.

– Pero, señora, éstos son sus zapatos favoritos.

– Los negros son más cómodos -indicó, mientras se inclinaba hacia adelante para ponerse las medias.

– Pero no quedan bien con el vestido.

– Por Dios, he dicho que usaré los negros. No me obligues a repetirlo, Grace.

Sin decir nada, me llevé el par de zapatos plateados y traje los negros.

Hannah se disculpó de inmediato.

– Lo siento, no debí hablarte así. Estoy nerviosa.

– No se preocupe, señora. Es natural que esté nerviosa.

Le quité los rulos y su cabello cayó en doradas ondas sobre los hombros. Lo cepillé, y lo sujeté con un broche de diamantes.

Hannah se inclinó hacia adelante para coger los pendientes de perlas, maldiciendo cuando una uña quedó atrapada en el broche.

Estaba colocando largos collares de perlas alrededor de su cuello cuando oímos el ruido de los primeros coches por el sendero de grava. Acomodé los collares para que cayeran entre sus omóplatos y siguieran el dibujo del escote.

– Bien. Ya está lista.

– Eso espero, Grace -comentó, irguiéndose para mirarse en el espejo-. Espero no haber olvidado nada.

– No lo creo, señora.

Con los dedos se peinó las cejas, bajó un poco más su collar de perlas, luego volvió a subirlo, y bufó ruidosamente. De pronto se oyó un clarinete. Hannah apoyó una mano en su pecho y exclamó:

– ¡Ay, Dios mío!

– Será una fiesta emocionante, señora -aseguré cautelosa-. Por fin verá su trabajo hecho realidad.

Hannah me lanzó una penetrante mirada. Me pareció que iba a decirme algo, pero no lo hizo. Sus labios pintados de rojo permanecieron cerrados por un instante. Luego dijo:

– Tengo algo para ti, Grace. Un regalo.

– No es mi cumpleaños -repuse desconcertada.

Ella sonrió y se apresuró a abrir un cajón de su tocador. Giró hacia mí, con los dedos apretados. Sostenía el objeto por la cadena, y lo dejó caer en mi palma.

– Pero, señora, es su relicario.

– Era. Era mi relicario. Ahora es tuyo.

Traté de devolvérselo rápidamente. Los regalos inesperados me ponían nerviosa.

– Oh, no, señora, gracias, pero no puedo.

Ella apartó mi mano con firmeza.

– Insisto. Es mi manera de agradecerte todo lo que has hecho por mí.

¿Detecté entonces que esas palabras anunciaban que algo llegaba a su fin?

– Sólo cumplo con mi deber, señora.

– Acepta el relicario, Grace. Por favor.

Antes de que pudiera seguir discutiendo, Teddy apareció en la puerta. Alto y elegante con su traje negro. En el lustroso cabello todavía se apreciaban las marcas del peine. Los nervios dibujaban arrugas en su amplia frente.

Aferré el relicario.

– ¿Estás lista? -le preguntó a Hannah, atusándose inquieto el bigote-. Abajo hay una amiga de Deborah, Cecil, la fotógrafa. Quiere retratar a la familia antes de que llegue el grueso de los invitados. -Teddy golpeó el marco de la puerta con la palma un par de veces-. ¿Dónde demonios está Emmeline? -inquirió antes de salir.

Hannah acomodó la cintura de su vestido. Noté que le temblaban las manos.

– Deséame suerte, Grace -me pidió, sonriente y ansiosa.

– Buena suerte, señora.

Entonces hizo algo que me sorprendió: se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla.

– Y buena suerte para ti, Grace.

Hannah me estrechó ambas manos y corrió detrás de Teddy, dejándome allí con el relicario.

Durante un rato estuve observando por la ventana. Los caballeros y las damas, vestidas de verde, de amarillo, de rosa, bajaban la escalera de piedra de la terraza hacia el jardín. La música flotaba en el ambiente. Los faroles chinos se balanceaban con la brisa. Los camareros que el señor Hamilton había contratado llevaban en alto enormes bandejas de plata con burbujeantes copas de champán, haciendo equilibrio entre la creciente muchedumbre. Emmeline, con un deslumbrante vestido rosa, guiaba hacia la pista a un hombre que reía para bailar con él un shimmy.

Yo seguía con el relicario en la mano, jugueteaba con él, mirándolo sin parar. Preocupada como estaba por los nervios de Hannah, no advertí entonces que algo hacía ruido en su interior. Desde aquellos lejanos días, después de su visita a la adivina, no la había vuelto a ver tan nerviosa.

– Por fin te encuentro. -Myra apareció en el vano de la puerta, con las mejillas rojas, casi sin aliento-. Una de las ayudantes de la señora Townsend se ha desmayado del cansancio y necesitamos alguien que espolvoree con azúcar los strudels.

A medianoche pude por fin retirarme a dormir. La fiesta todavía estaba en su esplendor, pero la señora Townsend me dispensó en cuanto pudo. Hannah me había contagiado su nerviosismo y una cocina sobrecargada de trabajo no era lugar para cometer torpezas. Subí lentamente la escalera, con los pies doloridos. Después de tantos años de trabajar como doncella se habían vuelto delicados. Una noche de pie en la cocina era suficiente para que se llenaran de ampollas. La señora Townsend me había dado un paquete de bicarbonato y me disponía a remojarlos en agua tibia.

No había manera de aislarse de la música. Esa noche impregnaba el aire y las paredes de piedra de la casa. A medida que pasaban las horas se volvía más estridente, para adecuarse al estado de ánimo de los invitados. Incluso en el ático el ruido frenético de la batería retumbaba en mi estómago. Todavía hoy, la música de jazz me hiela la sangre. Al llegar a la buhardilla, pensé ir directamente a llenar la bañera, pero decidí que sería mejor pasar primero a buscar el camisón y las cosas de tocador.

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