– Hola, Grace -saluda, sonriendo. Deja el cuaderno-. Me alegra que estés despierta. Quiero darte las gracias.
– ¿Darme las gracias? -repito sorprendida.
– Por las cintas. Los relatos que me enviaste. -Marcus me coge la mano-. Había olvidado cuánto me gustan los relatos: leerlos, escucharlos, escribirlos. Desde que Rebecca… Fue un gran golpe. Sencillamente no podía… -Tras un profundo suspiro, sonríe y prosigue-. Había olvidado cuánto necesito los relatos.
Me siento feliz, incluso diría que esperanzada. Quiero alentarlo. Explicarle que el tiempo nos enseña a mirar las cosas desde otra perspectiva. Es un maestro desapasionado, pero asombrosamente eficiente. Por lo visto he tratado de responderle, porque me dice suavemente:
– No hables.
Siento que su mano acaricia suavemente mi frente.
– Descansa, Grace.
¿Cuánto tiempo he estado con los ojos cerrados? ¿Habré dormido? Cuando vuelvo a abrirlos, digo:
– Hay una más. -Tengo la voz ronca por falta de ejercicio-. Una cinta más. -Señalo la cómoda y él va a buscarla. Encuentra la casete junto a las fotografías.
– ¿Es ésta?
Asiento.
– ¿Dónde está el reproductor?
– No -me apresuro a decir-. Ahora no. Es para después.
Marcus está algo desconcertado.
– Para después -repito.
No me pregunta «¿después de qué?». No es necesario. Guarda la cinta en el bolsillo de la camisa y le da unos golpecitos. Me sonríe y se acerca para acariciar mi mejilla.
– Gracias -dice amablemente-. ¿Qué voy a hacer sin ti, Grace?
– Estarás bien.
– ¿Me lo prometes?
Ya no hago promesas. Pero, con toda la energía de que soy capaz, estrecho su mano.
Está oscuro. Me doy cuenta por la luz roja. Ruth está en la puerta de mi dormitorio, con el bolso bajo el brazo. Los ojos muy abiertos hablan de su preocupación.
– No llego demasiado tarde, ¿verdad?
Marcus se pone de pie, le coge el bolso y la abraza.
– No, no es tarde.
Vamos a ver la película de Ursula todos juntos. Un acontecimiento familiar que Ruth y Marcus han organizado. Me gusta verlos juntos, haciendo planes. No quiero interferir.
Ruth me besa y acerca una silla para sentarse junto a mi cama.
Alguien golpea la puerta. Es Ursula.
Otro beso en la mejilla.
– Me alegra que hayas venido.
Es la voz de Marcus. Habla con alegría.
– No me lo perdería por nada en el mundo. Gracias por invitarme -declara Ursula y se sienta al otro lado de la cama.
– Voy a bajar las cortinas. ¿Estáis preparadas?
La habitación queda a oscuras. Marcus se sienta junto a Ursula. Le dice al oído algo que la hace reír. Me invade la grata sensación de llegar al final.
Se oye música, la película comienza. Ruth aferra mi mano. A lo lejos vemos un coche que avanza por un camino rural. Un hombre y una mujer ocupan los asientos delanteros. Fuman. La mujer lleva un vestido con lentejuelas y una boa de plumas. Llegan a la entrada de Riverton, recorren el sendero hasta que frente a ellos aparece la casa. Enorme y fría. Ursula ha captado a la perfección su carácter, extravagante y decadente. Un lacayo les da la bienvenida. Ahora vemos la sala de los sirvientes. Lo sé por el suelo, los ruidos, las copas de champán, el nerviosismo. Alguien sube la escalera. La puerta se abre, atraviesa el salón y sale a la terraza.
La escena de la fiesta es asombrosa. Los faroles chinos de Hannah destacan resplandecientes en la oscuridad. La banda de jazz, el sonido del clarinete. Las personas que bailan alegremente el shimmy.
Se oye un estruendo. Me despierto. Es la película. El disparo. Me he quedado dormida y no he visto el momento culminante. No tiene importancia. Sé cómo termina: junto al lago de la finca Riverton, con dos bellas hermanas siendo testigos de cómo Robert Hunter, veterano de guerra y poeta, se suicida.
Y, por supuesto, sé que no es eso lo que realmente ocurrió.
Por fin, después de noventa y nueve años, mi vida termina. Los secretos que han rondado persistentemente en mi cabeza, y que con el paso del tiempo comenzaron a clamar, a golpear en mi mente ansiosos por salir a la luz, se han apaciguado. La última hebra que me sujeta se ha soltado y el viento del norte me lleva lejos de aquí. Me desvanezco hasta convertirme en nada.
Todavía puedo oírlos. Percibo vagamente que están aquí. Ruth me toma de la mano. Marcus está tendido a los pies de mi cama, siento su tibieza en los pies.
Hay alguien más en la ventana. Finalmente avanza, sale de las sombras, y veo un hermoso rostro: es el de mi madre, y el de Hannah, pero al mismo tiempo ninguno de los dos.
Sonríe, tendiéndome la mano. Es todo piedad, perdón y paz.
Agarro su mano.
Estoy junto a la ventana. Veo mi cuerpo, viejo, frágil y pálido, en la cama. Los dedos se crispan, los labios se mueven pero no pueden pronunciar las palabras. El pecho sube y baja.
Se oye un gemido.
Ruth contiene el aliento. Marcus me mira.
Pero ya no estoy allí.
Doy media vuelta y no miro hacia atrás.
Mi final ha venido a buscarme, y no me importa en absoluto.
Probando, uno, dos, tres. Cinta número cuatro, para Marcus. Ésta es la última que grabaré. Estoy llegando al final y ya no me queda nada más que decir.
Veintidós de junio de 1924. Solsticio de verano, el día de la fiesta de San Juan en la mansión Riverton.
Abajo, la cocina era un alboroto. La señora Townsend había encendido todos los fogones y bramaba sus instrucciones a tres mujeres del pueblo contratadas para ayudar en la ocasión. Se acomoda el delantal sobre el talle generoso y vigila a sus subordinadas mientras rocían con mantequilla cientos de pequeñas tartaletas.
– Una fiesta. Ya era hora -me dice sonriendo mientras paso velozmente a su lado. Luego aparta de la cara un mechón de cabello que se ha soltado del moño-. Lord Frederick, que Dios lo tenga en su gloria, no era muy aficionado a las celebraciones, y tenía sus motivos. Pero, en mi humilde opinión, una casa debe organizar recepciones de vez en cuando, para que la gente no se olvide de su existencia.
– Tiene razón -señala la más enjuta de las pinches-. ¿Vendrá el príncipe Eduardo?
– Todo el que se considere alguien estará aquí -contesta la señora Townsend, sacando con desaprobación un pelo de la mujer que ha caído sobre una tartaleta-. Los dueños de esta casa están muy bien relacionados.
A media mañana, Dudley ha cortado el césped. Los decoradores han llegado de Londres. El señor Hamilton está en la terraza, agitando los brazos como un director de orquesta.
– No, no, señor Brown -espeta, señalando hacia la izquierda-. La pista de baile debe instalarse en el ala oeste. Al este no hay manera de protegerse de la niebla que viene del lago por la noche. -Luego retrocede un poco y protesta-. No, no, ahí no. Ese es el sitio reservado para la escultura de hielo. Se lo expliqué claramente a su compañero.
El compañero, subido a una empinada escalera, está colgando los faroles chinos desde los rosales trepadores hasta la casa, y no puede defenderse.
Yo pasé la mañana recibiendo a los invitados que se alojarían en la casa durante el fin de semana, y no pude evitar contagiarme de su entusiasmo. Jemina, que había viajado desde los Estados Unidos para pasar sus vacaciones, llegó con su nuevo esposo y la pequeña Gytha. A juzgar por su apariencia, la vida en aquel país le sienta bien; está bronceada y más oronda. Lady Clementine y Fanny llegaron juntas desde Londres. La anciana se había resignado a la perspectiva de que una fiesta al aire libre en junio sin duda agudizaría su artritis.
Emmeline llegó después del almuerzo con un nutrido grupo de amigos causando gran revuelo. Habían formado toda una caravana desde Londres que se anunció haciendo sonar sus bocinas a lo largo del sendero hasta la entrada. En uno de los automóviles, sobre el capó, iba sentada una mujer con un brillante vestido de chiffon rosado y un flameante chal amarillo. Myra la vio cuando iba hacia la cocina con las bandejas del almuerzo y se detuvo horrorizada al comprobar que era la propia Emmeline.
Читать дальше