Le digo que seguramente será lo mejor, y echo un vistazo al señor Hamilton. Ya no está.
En el vestíbulo, una vivaracha mujer vestida como la esposa de un terrateniente de la década de 1940 nos da la bienvenida y nos explica que nuestra entrada incluye la visita guiada que está a punto de comenzar. Sin darnos tiempo a rehusar, nos incluye en un grupo formado por siete integrantes distraídos: una pareja de excursionistas que vienen desde Londres, un escolar que investiga la historia del lugar, y una familia de turistas estadounidenses. Los padres y el hijo usan el mismo calzado deportivo e idénticas camisetas, con la inscripción «¡Yo escapé de la torre!». La hija adolescente, alta, pálida y seria, va totalmente vestida de negro. Nuestra guía se presenta -dice llamarse Beryl y nos muestra su placa de identificación para confirmarlo-, ha vivido siempre en el pueblo de Saffron Green y podemos preguntarle lo que nos interese saber.
El recorrido comienza por el sótano. El lugar más importante de todas las casas de campo inglesas, declara Beryl, con una ensayada sonrisa y un guiño. Ursula y yo cogemos un ascensor instalado en el lugar donde estaba el armario de los abrigos. Cuando llegamos abajo encontramos al grupo en torno a la mesa de cocina de la señora Townsend, riendo mientras Beryl les lee una lista de los platos tradicionales ingleses del siglo XIX.
La sala de los sirvientes no ha sido objeto de grandes remodelaciones. Sin embargo, la veo infinitamente distinta. Ha perdido su familiar atmósfera sofocante. Advierto que se debe a la iluminación. La electricidad ha destruido la luz titilante, los rincones recogidos. Durante largo tiempo Riverton no tuvo luz eléctrica. Si bien Teddy había instalado la electricidad a mediados de los años veinte, la iluminación no tenía comparación con ésta. Añoro la penumbra, aunque supongo que no es posible conservar aquella iluminación, ni siquiera a efectos de una reconstrucción histórica. Ahora hay leyes que reglamentan ese tipo de cosas, en defensa de la salud y la seguridad, de la responsabilidad pública. Nadie quiere enfrentarse a una demanda porque un visitante tropiece por accidente en una escalera a media luz.
– Síganme -gorjea Beryl-. Saldremos a la terraza por la puerta de servicio, pero no teman, ¡no les pediré que se pongan el uniforme!
Estamos en el jardín desde donde se ve la rosaleda de lady Ashbury. Asombrosamente, está muy similar a la que guardo en la memoria, aunque se han construido rampas entre las hileras de arbustos. Beryl nos explica que ahora un equipo de jardineros se ocupa constantemente del mantenimiento del jardín. Hay muchas cosas que atender: los parterres, el césped, las fuentes, los diversos edificios de la finca. La casa de verano.
El pabellón de verano fue una de las primeras modificaciones que introdujo Teddy cuando Riverton cayó en sus manos, en 1923. Según él, era una pena que un lago tan hermoso, lo mejor de la finca, no se aprovechara. Imaginaba fiestas acuáticas y por las noches, reuniones en las que observar los astros. De inmediato encargó los planos y cuando llegamos desde Londres, en abril de 1924, la construcción estaba casi acabada, los únicos contratiempos habían sido el retraso en el envío de mármol italiano y las lluvias veraniegas.
Llegamos una mañana lluviosa. Una lluvia, incesante y torrencial, había comenzado a caer al pasar por los últimos pueblos de Sussex y no cedía. Los pantanos estaban a rebosar; los bosques, anegados; y para cuando los automóviles consiguieron llegar al final del enfangado camino que conducía a Riverton, la casa no estaba. No a primera vista. Una densa niebla la envolvía haciendo que fuera delineándose gradualmente, como una visión fantasmal. Cuando estuvimos suficientemente cerca, pasé la palma de la mano por la empañada ventanilla y a través de la bruma traté de distinguir los cristales de la ventana del cuarto de los niños. Tuve la angustiosa sensación de que, en algún lugar de esa casa grande y oscura, la Grace que había sido cinco años antes estaba ocupada poniendo la mesa, vistiendo a Hannah y a Emmeline, recibiendo las últimas instrucciones de Myra. Que estaba aquí y allá, antes y ahora, simultáneamente, a merced de los caprichos del tiempo.
El primer automóvil se detuvo. El señor Hamilton surgió de la puerta principal con un paraguas negro, para ayudar a bajar a Hannah y Deborah. El segundo coche continuó hasta la parte trasera de la casa. Me puse el impermeable encima del sombrero, despedí al conductor, y fui corriendo hasta la puerta de servicio.
Tal vez fuera a causa de la lluvia, quizá si hubiera sido un día claro -si el cielo hubiera estado azul, los gorriones se hubieran posado en los aleros y la luz del sol hubiera sonreído a través de las ventanas- el deterioro de la casa no habría sido tan impactante. A pesar de que el señor Hamilton y su equipo se habían esforzado -según dijo Myra habían estado limpiando sin parar-, el edificio estaba en condiciones lamentables. Su aspecto instaba a reparar sin dilación el abandono al que la había condenado el señor Frederick.
Hannah fue la más afectada. Me pareció natural. El estado deprimente de la casa le recordó la soledad de su padre y revivió la antigua culpa de no haber logrado restablecer los lazos que los unían.
– Cuando pienso que él vivió en estas condiciones… -me confesó esa misma noche, antes de dormir- y que mientras viví en Londres no lo supe… Emmeline bromea a menudo sobre ello, pero nunca imaginé que mi padre fuera tan infeliz. -Hannah hizo una pausa-. Esto demuestra lo que ocurre cuando una persona no puede expresar su verdadera naturaleza -concluyó.
– Sí, señora -repuse, sin entender que ya no estábamos hablando de nuestro padre.
Si bien la magnitud del deterioro de Riverton le sorprendía, Teddy no estaba abrumado. Había planeado una renovación total.
– Será muy útil modernizar este antiguo lugar con los adelantos del siglo XX -declaró sonriendo benevolentemente a su esposa una semana después de que llegaran.
Había dejado de llover y él estaba de pie en una esquina del dormitorio de Hannah, inspeccionando la soleada habitación. Ella y yo, sentadas en la chaise longue, colocábamos sus vestidos.
– Como prefieras -fue la poco comprometida respuesta de Hannah.
Teddy la miró desconcertado. No comprendía que la restauración del hogar de sus antepasados le resultara indiferente. Todas las mujeres esperaban la oportunidad de poner el toque femenino en su hogar.
– No repararé en gastos -afirmó Teddy.
Hannah lo miró y le sonrió pacientemente, como si se tratara de un pertinaz tendero.
– Lo que tú creas más conveniente.
Sin duda, a Teddy le habría agradado que ella compartiera el entusiasmo de Deborah, se reuniera con los diseñadores, discutiera con ellos las bondades de una u otra tapicería, que se deleitara con la idea de tener en su casa la réplica de un salón del palacio real. Pero no discutió. Para entonces ya se había acostumbrado a no entender a su esposa. Se limitó a menear la cabeza, acariciar la de ella y olvidar el tema.
Si bien Hannah no estaba interesada en las reformas, su estado de ánimo mejoró notablemente a su regreso a Riverton. Yo había supuesto que dejar Londres, y a Robbie, la destruiría y estaba preparada para lo peor. Pero me equivoqué. Por el contrario, estaba más animada que de costumbre. Mientras las obras avanzaban, pasaba mucho tiempo al aire libre. Solía pasear por la finca, llegar hasta los terrenos más lejanos y regresar para el almuerzo con briznas pegadas en la falda y las mejillas radiantes.
Pensé que se había resignado a perder a Robbie. Que si bien era su amor verdadero, había decidido vivir sin él. Un poco ingenuo, lo reconozco. Mi único ejemplo era mi propia experiencia y yo había renunciado a Alfred, había regresado a Riverton y me había acostumbrado a su ausencia. Suponía que Hannah había hecho lo mismo. Que también había optado por el deber.
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