Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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Puse su abrigo de zorro en el fondo del baúl que solía utilizar cuando viajaba en barco.

– Oh, si hubieras estado enamorada, no lo dudarías.

Evité mirarla y traté de parecer indiferente. Pensé que de ese modo cambiaría de tema.

– En ese caso, señora, debo decir que no.

– Tal vez hayas sido afortunada. El verdadero amor es como una enfermedad -declaró, volviendo a mirar hacia la ventana.

– ¿Una enfermedad, señora? -pregunté. Yo me había sentido indudablemente enferma alguna vez.

– Antes no lo comprendía. Cuando leía relatos o poemas, cuando veía obras de teatro, no entendía por qué motivo personas inteligentes, razonables, de pronto hacían cosas extravagantes, irracionales.

– ¿Y ahora, señora?

– Sí, ahora lo comprendo -contestó suavemente-. Es una enfermedad que te ataca cuando menos lo esperas. No tiene remedio y a veces, en los casos más graves, es fatal.

A punto de perder el equilibrio, cerré los ojos por un instante.

– ¿De verdad cree que puede ser fatal, señora?

– No, tal vez esté exagerando, Grace -concedió, y me sonrió-. ¿Lo ves? Yo soy un buen ejemplo. Estoy comportándome como la protagonista de un folletín. -Hannah permaneció un rato en silencio, pero aparentemente siguió pensando en el tema, porque de pronto inclinó la cabeza inquisitivamente y dijo-: ¿Sabes, Grace? Siempre pensé que tú y Alfred…

– Oh, no, señora -refuté con suma presteza-. Alfred y yo sólo éramos amigos -aseguré, mientras sentía que miles de agujas se clavaban en mi piel.

– ¿De verdad? Me pregunto qué es lo que me hace suponer lo contrario.

– No podría decirlo, señora.

Ella me miró mientras trajinaba con sus vestidos y sonrió.

– Te he molestado.

– No, de ningún modo, señora. Es sólo que… justamente estaba pensando en una carta que llegó hace unos días, de Riverton. Es una coincidencia que precisamente ahora me haya preguntado por Alfred.

– Oh…

– Sí, señora -proseguí, aceleradamente-. ¿Recuerda a la señorita Starling, la secretaria de su padre?

Hannah frunció el ceño.

– ¿Aquella mujer delgada, de cabello deslucido, que solía rondar por la casa con una máquina de escribir?

– Sí, señora, la misma. Ella y Alfred se casaron el mes pasado. Viven en Ipswich. Alfred se dedica ahora a la mecánica -comenté, como si el tema me resultara indiferente. Luego cerré el baúl, y sin mirar a Hannah, hice una reverencia-. Con su permiso, señora, creo que el señor Boyle me necesita.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Estaba a solas. Me llevé la mano a la boca. Apreté los ojos. Sentí que mis hombros se estremecían, tenía un nudo en la garganta. No podía sostener el peso de mi cuerpo. Me apoyé en la pared, deseando desaparecer en el aire, entre los muros, bajo el suelo, para que mis sentimientos no me agobiaran.

Me quedé allí, inmóvil. Con el leve temor de que Deborah o Teddy me encontraran al irse a dormir y llamaran al señor Boyle para que se ocupara de mi despido. Había perdido la noción de la vergüenza y del deber. ¿Qué importaba todo eso? Ya nada me importaba.

Entonces oí un ruido de cubiertos y platos rotos que venía del piso de abajo.

Inspiré. Abrí los ojos. Ella me necesitaba más que nunca. La realidad me avasalló, me devolvió la vitalidad.

Por supuesto, todo aquello tenía la misma importancia de siempre. Y Hannah me necesitaba más que nunca. Volvía a Riverton, había perdido a Robbie.

Suspiré aliviada. Enderecé los hombros y tragué saliva. Debía controlarme. Si me permitía ser débil, si me compadecía de mí misma, no podría concentrarme en mis obligaciones, no sería capaz de ayudarla.

Me alejé de la pared. Me alisé la falda, enderecé los puños y me sequé los ojos.

Yo era una doncella. No una simple criada. Hannah confiaba en mí. No podía ser indulgente conmigo misma y perder la compostura.

Volví a inspirar profunda y deliberadamente. Me insuflé ánimos y empecé a dar pasos largos, decididos.

Cuando subía las escaleras para ir a mi habitación, me obligué a cerrar la terrible puerta que mi imaginación había abierto, a través de la cual había vislumbrado el esposo, el hogar, los hijos que podría haber tenido.

23. De regreso a Riverton

Ursula ha cumplido su promesa. Conduce su coche por el camino serpenteante que lleva hacia el pueblo de Saffron Green. En cualquier momento nos toparemos con una curva, y a continuación veremos los carteles que dan la bienvenida a Riverton. Miro a Ursula, ella me sonríe y vuelve a prestar atención al camino. Ha dejado de lado las dudas acerca de lo atinado de nuestra excursión. Aunque con cierto recelo, Sylvia accedió a no decírselo a la supervisora y entretener a Ruth si fuera necesario. Sospecho que todos quieren regalarme una última oportunidad. Es demasiado tarde para pensar en preservarme para el futuro.

Las grandes puertas de hierro están abiertas. Ursula avanza por el sendero en dirección a la casa. El túnel de árboles está tan oscuro, quieto y silencioso como siempre, atento a lo que sucede. Doblamos la última curva y la casa aparece frente a nosotras. La miro, como tantas veces antes: como aquel primer día en Riverton, a los catorce años, cuando estaba tan verde como las manos de un jardinero; como el día del recital, cuando llegué casi corriendo desde la casa de mi madre, llena de ansiedad; como la noche en que Alfred me propuso matrimonio; o la mañana de 1924, cuando dejamos Londres para volver a Riverton. De alguna manera, hoy regreso a mi hogar.

Ahora hay un espacio para que los visitantes aparquen sus automóviles, con suelo de cemento. Está al final del sendero, antes de la fuente de Eros y Psique. Ursula abre la ventanilla cuando nos acercamos a la taquilla donde venden las entradas. Susurra algo al guardián, que nos permite entrar. A causa de mi fragilidad le han dado una autorización especial para que pueda bajar del coche frente a la puerta. Gira en torno a la rotonda -el camino ya no es de grava, está pavimentado- y se detiene en la entrada. Junto al portón hay un banco de hierro. Ursula me lleva hasta allí, me ayuda a sentarme, y vuelve al coche.

Estoy sentada, recordando al señor Hamilton, preguntándome cuántas veces habrá abierto esa puerta antes de sufrir el ataque al corazón en la primavera de 1934…, cuando de pronto sucede.

– Me alegra verte nuevamente por aquí, joven Grace.

Entorno los ojos, mirando hacia el cielo, algo nublado (¿serán mis ojos los que se han nublado?) y allí está, de pie, en el escalón superior.

– Señor Hamilton -llamo. Sé que es una alucinación, pero de todos modos me parece una grosería ignorar a un antiguo compañero de trabajo, sin importar que haya muerto hace sesenta años.

– La señora Townsend y yo nos preguntábamos cuándo volveríamos a verte.

La señora Townsend murió poco después que él, a causa de un súbito ataque cerebral, mientras dormía.

– ¿Me han tenido presente?

– Oh, sí. Nos gusta que los jóvenes regresen. Nos sentimos un poco solos. No hay familia a la que servir, sólo muchos ruidos, martillazos y huellas de zapatos polvorientos. -El señor Hamilton menea la cabeza y mira hacia arriba, en dirección al arco de la puerta principal-. Sí, la antigua casa está muy cambiada. Ya verás lo que han hecho con mi despacho -anuncia sonriendo-. Cuéntame cosas de ti, Grace -me pide amablemente.

– Estoy cansada, señor Hamilton. Muy cansada.

– Ya lo sé, muchacha. No será por mucho tiempo.

¿Qué sucede? Ursula está a mi lado. Guarda el tique del aparcamiento en su bolso.

– ¿Está cansada? -me pregunta con cierta preocupación-. Trataré de conseguir una silla de ruedas. Una de las reformas ha sido la de instalar ascensores.

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