Juan Marsé - Caligrafía De Los Sueños

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A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle.En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, masajista de profesión, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado: un domingo por la tarde, Vicky se echa a las vías muertas de un tranvía intentando un suicidio imposible y patético, y el señor Alonso desaparece para no volver. Lo único que queda de él es una carta que prometió escribir y que Vicky estará esperando y deseando hasta la locura, mientras Violeta mueve sus espléndidas caderas por el barrio, hosca e indiferente a los halagos.La vida entera discurre por el bar de la señora Paquita y bajo la mirada de Ringo, que escucha, lee y finalmente empezará a escribir, llenando de luz la triste caligrafía de toda una generación que alimentó sus sueños en los cines de barrio y en las calles grises de una ciudad donde el futuro parecía algo improbable.Espléndido relato de iniciación al deseo y a la escritura, Caligrafía de los sueños es la primera novela que Juan Marsé publica tras la concesión del Premio Cervantes en 2009.

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– Galopas al pie del acantilado sin perder de vista la playa, galopas sin parar. Taca-tac, taca-tac, taca-tac. -Se demora imitando el sonido de los cascos para ganar tiempo y rumiar la continuación-. Te vas acercando a la chica, ya estás llegando a la hoguera… ¿Te sitúas?

– Sí, pero oye una cosa -inquiere el Quique Pegamil -. ¿La prisionera está desnuda?

– Descalza. Y tiene una venda en el tobillo.

– Sí, vale, una venda, pero, ¿la chavala ya está desnuda, o todavía no?

– Te he dicho que no.

– ¿No? ¿Cómo es que las mujeres indias no le han arrancado el vestido?

– Esta vez no.

– ¡Pero hombre, si siempre lo hacen! -insiste el Quique-. Es para vengar a la hermana muerta de Winnetou.

– ¡Que noooo!

– Pero ahora sí que se lo han estripado. La falda, por lo menos.

El Chato interviene para precisar que las indias de la reserva apache no hacen eso con la mujer blanca, no son tan salvajes, eso lo hacen las indias comanches. El narrador no aclara la cuestión, no parece interesarle, pero avisa de que Violeta, que sigue atada al poste, podría tener una flecha envenenada clavada en el pecho. Todavía no lo sabéis, añade, porque tú y Roger vais en el avión de Bill Barnes, que vuela muy alto, y no podéis distinguir la flecha. Desde arriba sólo se ve el humo negro de la hoguera cubriendo el campamento apache. Decís adiós a Bill y os tiráis de cabeza al mar a través de las nubes y del humo y vais nadando hasta la playa de Arizona, allí cogéis los mejores caballos y a galopar. Entonces, en mitad del camino, aparece Ringo con la silla de montar al hombro y haciendo un molinete con el rifle -cuando Rafa Cazorla interrumpe para inquirir sobre algo que ha estado reflexionando un buen rato:

– Si lleva una venda en el tobillo, es que la chica tiene la mala semana.

– Mentira, nen -dice Julito-. Que una chica lleve una venda en el tobillo no tiene nada que ver con la mala semana. Burro.

– Ya -tercia el Quique, arrastrando animosamente el trasero sobre la tierra para estar más cerca de Ringo-. Pues yo, lo primero que hago al llegar es arrancarle la flecha envenenada y chupar la sangre, y claro, para chupar…

– ¡Anda la órdiga, lo que pide este! -corta el Chato .

– ¡Puaff! -protesta Roger-. Otra vez el cuento de la flecha envenenada y el Quique amorrado a la teta.

– ¡Y qué! ¡Me toca hacerlo a mí porque llego el primero!

– Oye, ¿tú en quién piensas cuando te la pelas, Ringo? -dice el Chato .

– Yo pregunto una cosa -dice Julito Bayo con su voz afilada-. A ver, nen. ¿Qué hace un piano en medio del desierto?

Él esperaba esa pregunta y responde en el acto.

– Es como un espejismo. ¿Nunca has visto un espejismo?

– Oh, por favor, claro que sí. Pero es que tú, como ahora te ha dado por aprender solfeo, en todas las aventis metes el dichoso piano. Y otra cosa. ¿Por qué la prisionera ha de ser Violeta, con lo fea que es?

– Tú no carburas, chaval. Los indios no saben que es fea.

– Siempre la metes en tus aventis, porque siempre te la pelas pensando en ella, nen, no digas que no. Pero es muy fea y patosa. Y sorda, además.

– De eso nada -dice Roger-. Si te fijas, la chavala tiene su qué.

– Es un poco guarringona -tercia el Chato .

– ¿Y eso qué es?

– Gorrina. Le cantan los sobacos.

– Un poco sorda sí es -dice Roger-, pero yo la he visto bailar agarrao y, ¡ondia, nano! ¡Se deja!

– ¿Por qué los apaches no cogen a Virginia en lugar de Violeta?-dice Julito-. ¡Córcholis ¿la habéis visto con el suéter amarillo?!

– ¿Y por qué no a Jane Parker, la chica de Tarzán?-sugiere el Chato .

– Pues yo pondría a Diana Palmer, la novia del Hombre Enmascarado -dice el Cazorla pequeño.

– Pues yo a June Duprez -dice Rafa-. O a Esmeralda la Zíngara.

– A mí Violeta ya me está bien -dice el Quique Pegamil , boca mellada, cresta de pájaro loco-. Hemos empezado con ella ¿no? Además, el que cuenta es el que manda.

El Quique siempre ha mostrado preferencia por la hija de la señora Mir. Un domingo del verano anterior coincidió con ella en la plataforma abarrotada de un 39 que iba a la playa de la Barceloneta y maniobró hasta conseguir arrimarse a su trasero, y estando así los dos, prensados en el tranvía como sardinas en lata y sin poder moverse, según contó luego, le había endilgado el rabo entre las nalgas y la chica se dejó un buen rato. Aunque después en la playa ella ni siquiera le miró, y desde ese día empezó a llamarle el Pegamil .

Violeta sigue atada al poste con la flecha clavada cerca del pecho, de acuerdo, concede el narrador, pero no exactamente en medio del pecho, no en el pezón, porque entonces se podría mezclar la sangre envenenada con la leche y moriría en el acto. La tiene clavada un poco más arriba, casi en el hombro. Estamos de bruces sobre el techo de la diligencia y rodeados de apaches a caballo, yo soy Ringo Kid y disparo mi rifle contra Wungo-Lowgha… Hace una pausa y recapitula: No sabemos si a Violeta le han roto el vestido al apresarla, ni qué le van a hacer, ya veremos, dice, y no suelta prenda sobre ese particular que tanto interesa a algunos. Lo único cierto es que los apaches de Gerónimo la han raptado y nadie ha podido impedirlo, ni Winnetou, ni Wild Bill Hickok, ni Destry, ni Ringo Kid, ni tú, le dice al Chato , ni vosotros tampoco, advierte a los resignados hermanos Cazorla, y tampoco tú, Julito, añade mirando con dureza al alumno del Palacio de la Cultura. Y remata en tono misterioso:

– Pronto ocurrirá algo extraordinario. Fin de la primera parte.

– ¡Cáspita! -exclama Julito, muy descontento-. ¿Sabes qué te digo? Que yo le doy un puñetazo a Winnetou y me las piro.

– De eso nada. Winnetou es nuestro amigo y aliado.

– ¡Yo podría llegar donde la chica y salvarla! -se ofrece el Pegamil .

– No. Tu caballo se ha roto una pata.

– Pero salto rápido y la desato del poste, y ella corre por la playa y se desnuda y se tira al mar para quitarse las pinturas de guerra, pero entonces viene una ola gigante y yo la salvo…

– Que no, Quique -corta él-. Que no pasa nada de eso. Tienes que esperar.

Recapitula nuevamente: han seguido el rastro con la ayuda de Bill y su avión y luego, después de alcanzar la costa de Arizona nadando, todos juntos cabalgan a pelo caballos blancos por la extensa playa de la reserva india, donde los apaches tienen el campamento, y de pronto el Quique se queda atrás. Nubes amarillas descienden por la Montaña de Oro, dice fijando la vista en las matas de ginesta. Estamos en mayo, y la floración de la ginesta circunda la colina con anillos de oro. Por debajo de la neblina y a lo lejos, más allá del Cottolengo del Padre Alegre, Barcelona se tiende hacia el mar como agua de lluvia encharcada y sucia, y arriba, por encima de sus cabezas, en el cielo blanquecino, una pesada cometa roja con topos amarillos se balancea y cruje al viento con una risa de cristal, dando bruscas cabezadas porque el bramante lo manejan torpemente desde la cumbre de la Montaña Pelada manos inexpertas.

– ¿Te sitúas?-inquiere de nuevo el narrador-. Al saltar del acantilado a la playa, tu caballo se rompe una pata. Y hay que matarlo, ya lo sabes. Y enn-toon-ceees…

– Esto no pita, Ringo -protesta el Quique-. ¿Por qué ha de ser mi caballo? ¿Por qué no el tuyo, o el del Chato ?

– ¡Carambolas, que no es eso, que no! -protesta Julito Bayo meneando la cabeza con la impecable crencha a un lado-. Aquí hay muchas más cosas que no pitan, nen.

Es su segunda objeción a cómo transcurre una aventi en la que hasta ahora él apenas ha intervenido, no se le ha asignado ninguna misión audaz, y por tanto no le gusta. La verdad es que las aventis del chico de Berta no son muy apreciadas en el corro, no suelen ser como las que gustan a la mayoría: siempre repletas de peligros y de furiosos embates del destino o del azar, descomunales catástrofes, ciclones y tornados, gigantescas olas y naufragios en alta mar, traicioneras arenas movedizas o refinados tormentos chinos a los que deben enfrentarse continuamente con valentía y riesgo de la propia vida para salvar a la chica en el último minuto. Casi nunca, en las puntillosas invenciones de Ringo, se ven físicamente implicados en hazañas y desafíos a lo grande, afrontando peligros al borde de despeñaderos y acantilados de vértigo, o metidos en terremotos devastadores como el de San Francisco, pavorosos incendios como el de Chicago o furiosos huracanes como el de Suez, que tantas veces han disfrutado en el cine. Hay algo de eso en todas ellas, pero siempre aparecen puntualmente cosas raras, como un piano en medio de la tormenta del desierto, un pájaro que habla, ratas azules brincando entre las piernas de su padre, el señor Sucre y el capitán Blay bebiendo carajillos en la cubierta de la Bounty o en el jardín parroquial de Las Ánimas, o incluso él mismo huyendo por los pasillos del lujoso Hotel Ritz perseguido por ladrones de diamantes al ir a entregar a una huésped rica y hermosa joyas muy valiosas. Secretos nexos, insidiosos y perdurables, lastran persistentemente todos sus relatos con lances demasiado enquistados en la realidad, siempre inoportunos y extravagantes, sin la menor lógica aventurera, hazañas erizadas de cabos sueltos y de personajes que finalmente devienen fantasmales. Cuanto más reales y reconocibles, más raros y espectrales.

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