Conforme sigue subiendo, pisa una tierra cada vez más cenicienta y yerma. No se ve a nadie. A media altura de la colina, donde el terreno es más abrupto, en el dorso liso de una roca caliza semienterrada que se confunde con la tierra, hay tres escalones labrados a mano.
– Hola, enigma -susurra.
Junto al último de los peldaños brota una mata de espliego. Perfectamente simétricos, de algo más de dos palmos de ancho y bastante desgastados por las lluvias y los pies retozones de la pandilla, los tres escalones surgen improvistamente de la nada y trepan en la colina, hacia nada y para nada. Siempre que se topa con ellos, se para sintiéndose en el umbral de un laberinto cuya salida podría ser una tumba. Algo se extinguió no muy lejos de aquí, algo cuyo secreto yace enterrado bajo la sosegada simetría de estos solitarios peldaños y su rigidez de lápida. El padre de los Cazorla, que es albañil y años atrás había trabajado en las canteras a los pies del Carmelo, contaba medio en serio medio en broma que hace mucho tiempo oyó hablar de un joven campesino recién llegado de un pueblo andaluz para trabajar en la misma cantera, hoy abandonada, y que ese peón adolescente, llevado de una repentina cabezonería, había empezado a labrar con el cincel y el martillo los primeros peldaños de una escalera que llegaría hasta la casita que pensaba construir algún día para él y su familia, pero tuvo que dejar la faena para ir a la guerra; y que unas navidades que vino del frente con permiso reanudó el trabajo vestido de soldado, pero justo cuando había terminado el tercer peldaño llegó el enemigo a las puertas de la ciudad y el joven picapedrero fue muerto a tiros aquí mismo con el martillo en la mano.
Una tarde estuvo toda la pandilla buscando casquillos de bala y manchas de sangre en los tres peldaños y en las rocas del entorno, pero las manchas se habían borrado o no supieron verlas. Otro día, al arrancar una mata de tomillo, el mayor de los Cazorla desenterró la suela de un zapato o de una bota podrida y un par de botones. Escarbaron mucho rato pero no sacaron nada más. Tiempo después el Cazorla pequeño anunció que había encontrado un martillo roto debajo de unas piedras. Claro, podría estar enterrado por aquí, aventuró Ringo, y Julito protestó: ¿Quién se va a creer este cuento, nen? Y el Quique, expectante: ¿Dónde podría estar el muerto, Ringo?¿Aquí, debajo de mis pies?¡Debajo de tus pies, sí, aquí mismo!
Ahora pasa de largo para sentarse un poco más arriba abrazado a sus rodillas y observar allá abajo el corrillo de cabezas rapadas, salvo la acicalada y untuosa de Julito Bayo, al que todos escuchan en silencio. Seguro que Julito ha empezado su aventi con una música de película de miedo, tontamente amenazadora, tipo Agárrame ese fantasma , piensa. Seguro que es de noche y hay una gran tormenta con truenos y relámpagos, seguro que un siniestro dakoi esgrimiendo un puñal se cuela sigilosamente dentro del dormitorio de Virginia Franch en su torre de la calle de las Camelias, y que el Quique se esconde detrás de una cortina, al acecho del dakoi. El propio Julito escala la fachada en pos del pérfido oriental, y los Cazorla también están al quite. Seguro que suena el teléfono y Virginia se despierta en la cama y la sombra del chino maligno con el puñal se cierne sobre ella, que se incorpora y lanza un grito… Y me juego un huevo que el Quique pregunta si la chavala lleva un camisón transparente.
Contempla la ciudad que se extiende hasta el mar bajo una levísima neblina y aprieta los dientes. Aquí arriba está en guerra con el mundo, no con los malignos dakois ni con los guerreros apaches. Por un momento, reparando en la borrosa línea del horizonte que cubre los edificios, le parece estar contemplando una ciudad sumergida bajo el mar, más remota e improbable que una playa de Arizona. Por encima de su cabeza, en el cielo azul, la corneta roja con topos amarillos está perdiendo altura y sigue dando bandazos, agitando la cola con violencia y amenazando caer en picado. El largo bramante, sujeto por la invisible mano que no hace nada por dominarlo, se tensa o se comba según los embates del viento. Manos de niña, piensa, y en ese momento, al bajar la vista, descubre a la señora Mir subiendo animosamente por el sendero con su falda estampada muy ceñida, su blusa negra escotada y sin mangas y su capacho de palma. Lleva zapatos planos, un pañuelo verde en la cabeza y gafas de sol de montura blanca. Va remontando la colina despacio, sin resuello, regordeta y con la mano en la cadera, parándose a ratos. En torno a sus tobillos gruesos, mullidos y sonrosados, dos pequeñas mariposas blancas revolotean persiguiéndose. Pasa por su lado sin mirarle y sigue su camino cuesta arriba.
– Hola, señora Mir.
No oye, o no quiere oír el saludo. Desaparece de pronto cerca de la cima, después de pararse para cortar una rama de ginesta. Cuando él sube poco después, ya no la ve por ninguna parte. Podría estar en la otra vertiente de la colina, donde abundan el tomillo recién florecido y el orégano, pero para eso tendría que haber caminado muy ligera, así que lo más seguro es que ya esté en alguna cueva con el hombre que la esperaba. No hay nadie más en el entorno. Desde esa vertiente de la Montaña puede ver la zona de Vallcarca y el puente de los suicidas, y ahora también descubre, no sin sorpresa, que el bramante de la cometa que divisaba desde abajo no lo sujeta nadie, sino que está atado a una piedra bastante grande en un extremo de la pequeña solana que corona la cima. Pero no hay nadie cerca. Oye crepitar sobre su cabeza el papel de la corneta abandonada al aire, como si el fuerte viento la hiciera arder. Atisba los alrededores y sigue sin ver a nadie. Saca la navajita del bolsillo y corta el bramante. La corneta liberada retrocede impulsada por el viento y se precipita al suelo de cabeza.
Mientras baja acaba de atar cabos, y al llegar interrumpe la aventi de Julito Bayo y reclama la atención del corro.
– ¿Estáis ciegos o qué?-Se planta frente a su rival, los brazos en jarras-. ¿No habéis visto pasar por aquí a la madre de Violeta? Pues en este momento está en la cueva del Mianet con un hombre… ¿A que no sabéis cómo lo hacen para encontrarse en secreto y sin que nadie se entere?-Una pausa para sentarse cruzando las piernas, haciéndose un hueco entre los hermanos Cazorla-. Pues muy sencillo. Él hace volar una cometa roja y amarilla, y cuando la tiene muy alta, ata la cuerda a una piedra y se va a la cueva a esperar tranquilamente.
– ¿A esperar qué?-pregunta Julito, mosqueado.
– Adivina.
– ¿Qué tengo que adivinar?
– Cuando la señora Mir ve esa corneta amarilla y roja en el cielo, sabe que la están esperando y viene lo más deprisa que puede. ¡La corneta es la señal, chavales! Sí, claro, ella viene a coger hierbas para sus friegas y todo eso, pero no es más que una excusa. Viene para juntarse con este hombre, que es su amante secreto.
– ¡Ondia! -exclama el Quique-. ¿Y qué hacen ahora en la cueva?
– Tú qué crees. Están follando, chaval. Con estos ojos lo he visto.
– ¡¿En serio?!
– Bah. Ella es una furcia, lo sabe todo el mundo, y además está como una regadera -dice Julito Bayo desdeñosamente, sabiéndose derrotado.
– ¿Y el fulano quién es?-pregunta Roger-. ¿Le conocemos?
– Podría ser aquel picapedrero que hizo la escalera -dice Ringo.
– ¡Hala, nen! -corta Julito-. ¿Que no decías que está enterrado allá arriba? No le hagáis caso, se lo está inventando todo… Además, no sería ninguna novedad. ¿Ya no os acordáis de aquel día que subimos a ver las baterías antiaéreas en el Turó de la Rovira y la vimos morreándose con un tío detrás del muro…?
– Sí, pero deja hablar a Ringo -corta Roger.
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