Juan Marsé - Caligrafía De Los Sueños

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A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle.En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, masajista de profesión, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado: un domingo por la tarde, Vicky se echa a las vías muertas de un tranvía intentando un suicidio imposible y patético, y el señor Alonso desaparece para no volver. Lo único que queda de él es una carta que prometió escribir y que Vicky estará esperando y deseando hasta la locura, mientras Violeta mueve sus espléndidas caderas por el barrio, hosca e indiferente a los halagos.La vida entera discurre por el bar de la señora Paquita y bajo la mirada de Ringo, que escucha, lee y finalmente empezará a escribir, llenando de luz la triste caligrafía de toda una generación que alimentó sus sueños en los cines de barrio y en las calles grises de una ciudad donde el futuro parecía algo improbable.Espléndido relato de iniciación al deseo y a la escritura, Caligrafía de los sueños es la primera novela que Juan Marsé publica tras la concesión del Premio Cervantes en 2009.

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– Deberías estar durmiendo. Ahora trabajas.

– No tengo sueño.

– El café puedo hacerlo yo. Además, ya tomo bastante durante la noche.

– Pero el café que te dan las monjas no es tan bueno como este, a que no. -La ve tan pensativa, calentándose las manos alrededor de la taza, que se queda mirándola en silencio. Al cabo, añade-: ¿Qué vamos a hacer, madre?

– ¿A qué te refieres?-Escruta los ojos del chico y comprende-. Esperar. Otra cosa no podemos hacer.

Como todos los días, viene cansada y con ganas de meterse en la cama, pero hace lo posible por alargar esta improvisada conversación matutina. Es la hora del día, tan propensa al sueño, en la que siente a su hijo más cerca y más lejos. Cinco o diez minutos más para levantar su ánimo.

– Esta mala racha no va a durar siempre -añade-. No temas, no te vas a pasar la vida tostando café…

– No, si no me importa.

– El señor Huguet está buscando algo mejor para ti. Un cuñado suyo tiene un colmado en la calle Aragón, es un establecimiento muy importante que sirve a domicilio, y dice que dentro de poco necesitará otro dependiente, o repartidor… Sé que no es lo mejor, hijo, pero siempre será menos cansado que trabajar de noche.

– Me da lo mismo una cosa que otra.

– Bueno, lo vamos a pensar, ¿verdad? Cuéntame cosas, anda. ¿Qué se dice por ahí…? ¿Sabes que el otro día me encontré a Violeta en la calle? Está mona con el uniforme y la cofia, ¿no te parece?

Y comenta que vio a la chica muy ilusionada con su trabajo, a pesar de los disgustos que dice que le da su madre, que al parecer lleva un descontrol tremendo con la bebida y cada día está peor. Siente pena por su amiga Victoria y su comportamiento la tiene confundida. Le cuesta creer que el simple desamor de un hombre pueda llevar a una mujer a esta terrible situación de inconsciencia y desamparo, sobre todo a una mujer que nunca dio síntomas de flaqueza ante la adversidad. Ciertamente hay que tener en cuenta todo lo que ha tenido que aguantar del tarugo de su marido desde hace años… Se propone ir a verla uno de estos días, añade levantándose de la mesa y recogiendo, le llevará ropa usada y una bolsita de torrefacto como obsequio. Y sugiere ir juntos.

– Pero yo, ¿para qué, madre?-dice él, inquieto-. ¿Qué iba a decirle…? Deja esto, hoy me toca a mí.

Lleva las tazas y lo demás a la cocina, y poco después, fijando distraídamente los ojos en el desagüe de la bañera, mientras se ducha, el agua jabonosa que gira entre sus pies ralentiza su vorágine un instante, y en esta ocasión, el sobre que da vueltas parece dejarse coger antes de sumergirse por enésima vez en el oscuro sumidero. Se viste y recupera el aroma de la noche en el jersey y la bufanda. Antes de irse se acerca a la puerta del cuarto de su madre aguzando el oído. Dos estornudos le dicen que aún no está dormida. Seguro que le está rezando al Niño Jesús de Praga en la mesilla de noche, pidiéndole protección para el Matarratas, dondequiera que ahora se encuentre. ¿Su Niño la habrá escuchado alguna vez?

– Me voy, madre. ¿Necesitas algo?

– No.

Guarda un breve silencio antes de la siguiente pregunta.

– ¿Cuándo nos iremos a Francia, madre?

– ¿Cómo dices?

– Que cuándo nos iremos de aquí…

Ahora es ella la que tarda un poco en responder.

– ¿Irnos de aquí? ¿Por qué habríamos de irnos, hijo?-Y otro silencio, esta vez más largo-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada. Que descanses.

Lo ha estado pensando detenidamente y durante tres días no se ha acercado al bar Rosales para no encontrarse con Violeta. Y al volver a la rutina tabernaria ha hecho algo que antes nunca había hecho, ha pedido una baraja al señor Agustín y empieza un solitario mientras espera que la señora Paquita vuelva del mercadillo de la calle Camelias y sustituya a su hermano en la barra. Piensa que sería mejor hacer lo que se propone por la tarde a primera hora, cuando la tabernera pasa más tiempo en la cocina que despachando, pero no quiere esperar más. El vecino señor Frías acaba de abrir la barbería y ha entrado en el bar para tomarse de pie su cortado matutino, y el señor Agustín, hojeando el periódico sobre el mostrador, satisface la curiosidad del cliente con desgana: Sí, señor, la sanadora fue ingresada en el hospital de San Pablo ayer a última hora de la tarde. Unos chavales del Guinardó la encontraron acurrucada detrás de unos matorrales, cerca de la carretera del Carmelo, y avisaron al personal del cercano Cottolengo del Padre Alegre. Le robaron el bolso, los pendientes, los brazaletes y un capazo con hierbas. O lo perdió, no se sabe. ¿Allí tirada toda la noche, durmiendo la mona, hasta pie la encontraron esos niños? El señor Agustín no sabe gran cosa más y aún no acaba de creerse lo ocurrido, no la ve durmiendo a la intemperie toda la noche, con este frío… Ringo sí la ve, no es difícil imaginarla: recostada con cierto recato, de lado, aceptando lo que venga, las sonrosadas rodillas juntas, las manos regordetas bajo la mejilla, los párpados de largas y untuosas pestañas cubriendo su quimera. En urgencias de San Pablo, dice el señor Agustín, una monja que la conoce mandó aviso a su hija, y también a la suegra. Una herida en la cabeza y moratones en las piernas, por fortuna nada grave, parece que mañana mismo la traen a casa, y la abuela de Badalona ya está aquí para echar una mano. Al volver en sí se mostró tan campante, ¿y qué crees que pidió la puñetera, eh? ¡Exacto, un coñaquito! No quería hablar con nadie. Y cuando explicó lo ocurrido, lo hizo de forma atropellada y confusa, pero lo que dijo, según su propia hija, tenía sentido: esa tarde estuvo visitando a su marido en el manicomio, le llevó tabaco rubio y un pijama nuevo, le limpió las uñas y luego se fue a Badalona a ver a la suegra en el mercado, en el puesto de flores que tiene allí, y finalmente se acercó al Cottolengo, adonde había prometido llevar ropa para niños. Y que al salir era de noche y a partir de ahí no recuerda nada más. ¿Y sabes qué dijo, para terminar llorando?, concluye socarrón el señor Agustín: que no le importaba nada que le robaran el bolso ni los brazaletes, que lo único que lamentaba era haber perdido un anillo de hueso de pollo, o de cerdo, o de vete a saber qué.

– Ya ves tú -cabecea meditabundo el barbero.

– Sí. Qué mujer esta, ¿verdad?

Ringo se pone la mano en el pecho para oír el leve crujido del papel debajo de la camisa y el jersey. El barbero se despide y el señor Agustín prosigue la lectura de El Mundo Deportivo acodado en el mostrador. Hace un rato ha eructado sonoramente y se ha excusado diciendo que lleva una semana con un terrible dolor de muelas. Ha bromeado con su barrigón feliz y se ha servido una copita de licor de menta, paladeándolo y sonriendo al chico con sus ojitos de rata ocultos detrás de los altos pómulos sanguíneos.

Cuando ve entrar a su hermana con la compra, deja el diario abierto sobre el mostrador y carga con el capacho hasta la cocina. Quejándose de los pies, ella pasa junto a Ringo sin mirarle y mientras se quita el abrigo anuncia que sube a su cuarto a cambiarse de zapatos.

– Pon el pescado en la nevera y vete al dentista, yo me ocuparé de lo demás -añade alzando la voz para que su hermano la oiga-. El bacalao es para Violeta y su abuela.

Mientras ella está arriba aparece el señor Agustín con gabardina y boina. ¡Me voy, Paqui!, grita desde la puerta de la calle, y le hace a Ringo la seña habitual: vigila si entra alguien. Una vez solo, Ringo se levanta del taburete, se sube el borde del jersey y se abre la camisa. Le bastan tres rápidas zancadas para dejar el sobre encima del periódico desplegado. Es lo primero que ve la tabernera cuando poco después se sitúa detrás del mostrador poniéndose el delantal. Lo coge y le da vueltas, una y otra vez, como si no acabara de reconocerlo. El sobre está cerrado y lleva la letra V en la cara y nada en el dorso.

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