– Oye, Violeta, explícame una cosa. Cuando aquel follón de tu madre en mitad de la calle, el verano pasado, tú estabas en casa, ¿verdad? Oí cómo tu madre se lo decía a la señora Paquita… ¿Cómo no bajaste a ayudarla?
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Te importa mucho?
– Me importa un rábano. Pero a ver, tu madre allí tirada, y tú ni siquiera te asomaste al balcón.
– De eso no me enteré. Estaba en la cama con un chichón en la cabeza.
– ¿Un chichón?
– Me había caído en el baño. Menos mal que llevaba la toalla liada a la cabeza, que si no…
– Pues alguien quería ir a buscarte y tu madre dijo que no estabas en casa, que habías ido a la playa con una amiga. ¿Por qué mintió?
– No sé… No quiso que yo la viera en aquel estado, supongo.
El vocalista melódico canta con sus labios de pez pegados al micrófono y su voz nasal sale por los altavoces convertida en chatarra. Cabaretera, mi dulce arrabalera . De vez en cuando, en los pasos hacia adelante, en su afán por arrimarse a ella, Ringo anticipa torpemente la pierna y no puede evitar el pisotón. Piensa un poco en mis pies, murmura ella burlonamente. Pero el patoso no puede pensar en sus pies, porque la está viendo en el cuarto de baño con la toalla liada a la cabeza a modo de turbante y mirándose desnuda en el espejo, antes de resbalar; porque la está viendo en el suelo y está considerando la turgencia de la entrepierna que ahora presiona suavemente contra el muslo sin conseguir nada, sin recibir la menor señal de complacencia por parte de ella. Es como refregarse cariñosamente contra un saco de patatas.
– Vaya con la mosquita muerta -masculla-. Así que ese día, cuando tu madre y el cojo tuvieron la bronca, estabas allí… ¿Qué pasó? ¿Por qué riñeron?
Ella no responde y rinde la frente sobre su hombro. Por una tontería, dice al cabo de un rato, tenía que ocurrir, y yo me alegré, y se aprieta contra él rodeándole el cuello con el brazo, aplasta la boca en la solapa de la americana y farfulla algo que no se entiende, pero que suena como una palabrota, seguida de un balbuceante rosario de reproches: fue un malentendido, una burrada de mamá, una pifia de la que no se ha repuesto todavía, pero de la que me alegro. Lo cuenta en un tono desabrido y monótono, como si lo estuviera leyendo en la solapa con cierta dificultad, con muchas pausas y vacilaciones: si ese domingo hubiese ido a la playa con su amiga Merche, tal como había planeado, si la señora Terol no tuviera celulitis y mamá no hubiese ido a visitarla, si aquel hombre no se hubiera quedado en casa a esperarla, si me hubiese duchado media hora después… Una breve relación de hechos encadenados por una fatalidad. Una voz extraña bajo un rumor de lluvia. Ringo cierra los ojos para verla mejor: detrás de las mortecinas palabras hay un cuarto de baño coqueto y ella está mirándose desnuda en el espejo mientras se lía la toalla a la cabeza. Descalza, mojada todavía, se inclina y luego se yergue bruscamente con el turbante ya puesto. Se confirman los pechos pequeños y las caderas sobradas. Al ir a coger el albornoz resbala y cae de espaldas golpeándose la nuca con el borde de la bañera. Pudo ser peor, dice, el turbante atenuó el golpe, pero aun así se me nubló la vista y me quedé casi sin voz. En ese momento aquel hombre estaba en el comedor poniendo la mesa, le gustaba ayudar, lo hacía siempre que se quedaba a comer de gorra, y debió de oírla gritar. Acudió y la cogió en brazos, la tapó con el albornoz, la llevó a su cuarto y la tendió en la cama turca, pero de todo eso ella se entera un poco después.
– No digo que me tocara, ¿eh? Pero quién sabe…
– ¿Sí? ¿Por qué lo dices?
– Quiero decir tocarme de esa manera, ya sabes. Si lo hizo, no me enteré, no me di cuenta.
– ¡Hala! Una chica siempre se da cuenta de eso.
¿Cuánto tiempo ha pasado?, se preguntaría al volver en sí. Y no afirma que la tocara, eso no, pero de pronto se encuentra tendida en la cama, mal tapada y medio atontada todavía, sólo con la toalla como turbante, y, claro está, indefensa. ¿Cuánto tiempo ha estado así?, y él tratando de reanimarla con unos cachetes y llamándola, Violeta, niña, y de todos modos esta voz y estas manos queman, y ella qué podía hacer si no era capaz de reaccionar, si no sabía lo que estaba pasando, si ninguno de los dos oyó la puerta del piso ni los pasos en el corredor, hasta que la vimos parada en el umbral del cuarto con su bata blanca y su neceser con sus cremas y potingues…
Le gustaría verle la cara mientras la escucha, ya que la voz, extraña y ahogada al mantener la boca pegada a su pecho, no deja entrever ningún sentimiento. Acto seguido afloja el brazo alrededor del cuello y levanta la cabeza. Ha sido como soltar una confidencia de manera abrupta y rápida, y como si hubiese necesitado refugiarse en él para hacerlo, escondiendo la cara y tomando prestada otra voz.
– Él quiso explicárselo -añade-. Aunque no se esforzó mucho, la verdad. Pero mamá no le escuchó, y le dijo cosas terribles. Terribles. Que se fuera de casa y no volviera nunca más. Lo abofeteó y le tiró a la cabeza todo lo que había en la mesa, platos y vasos y una botella, todo lo que él había dispuesto para comer los tres. Lloraba sin parar y de pronto salió a todo correr por el pasillo y se fue escaleras abajo… Y él recogió sus cosas y también se fue. Pensé que iba tras ella para hacerla volver y convencerla, pero qué va. Se las piró totalmente y para siempre.
– ¿Y tú qué hiciste?
– Nada. Me encerré otra vez en el baño, y me callé.
– ¿Te callaste? ¿Por qué?
– Porque en el fondo me alegré de que se fuera. Porque de todos modos la habría dejado. Por eso.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque ya no la quería. Ella no se daba cuenta, pero yo sí. Llegó a decirle: prometo perdonarte, y te escribiré, o algo así le dijo, pero aprovechó la ocasión para dejarla plantada. -Calla un rato y luego añade-: Todo esto te lo he contado para que veas que no te engaño. Para mamá aquello fue terrible.
Y no quiere entenderlo, además, añade con desgana, la voz enredada en una rencorosa complacencia, esta mujer no puede o no quiere entenderlo, siempre fue así, confía demasiado en los demás y la engañan y nunca escarmienta, es puñeteramente tonta y cándida, siempre andará buscando alguien que la mime y la proteja, alguien que sea amable y atento con ella. Siempre estuvo necesitada de eso, y por eso precisamente ha acabado perdiendo la autoestima. Desde hace tiempo papá es apenas un recuerdo en su memoria, un recuerdo no muy grato, así que su único pensamiento es para este hombre. Los primeros días, después que este sinvergüenza la dejó, decía cosas imposibles de soportar.
– ¿Sabes qué dijo un día? Dijo que lo peor de todo, lo que más le había dolido, no fue que yo estuviera medio desnuda en la cama y él casi encima, sino verme con su toalla en la cabeza, ¡porque era su toalla, la que usaba él! ¡Para que veas hasta qué punto llegó a perder la chaveta! Porque la toalla era mía, siempre lo fue.
Suena un lento, pero él no escucha ni sigue ningún ritmo, sólo gira lentísimamente, empujando con la pelvis, excitándose a ratos. Esta chica ya traga, seguro, le dijo Roger un día que miraban a Violeta saliendo del bar con una botella de vino y un sifón. ¿Cómo se puede saber si una chica ya lo ha hecho?, había preguntado él, y rápido el Quique respondió por Roger: Fácil, chaval, se nota por sus ojeras y por su manera de caminar, van tiesas, como si se hubiesen tragado una escoba.
– Patoso -susurra Violeta, sintiendo la mano resbalando poco a poco por su espalda, muy abajo, los cuatro dedos tanteando como al descuido el remonte inicial de la nalga-. Y esta mano más arriba, por favor. No creas que me da grima porque le falte un dedo, no es por eso…
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