Un poco más allá de la partida de dominó, sentado a otra mesa y con el libro abierto ante sí, el chico de Berta aparta intencionadamente los ojos de ella para mirar la calle a través de la ventana con obstinada fijación, y por un instante la mirada de la señora Mir languidece. Muchacho, muchacho, por favor, un poco de formalidad, podría leer él en su cara si se atreviera a mirarla, ¿es que no piensas cumplir tu promesa? ¿Es por eso que ahora no quieres mirarme?
– ¡Qué canción más bonita, Paqui! -exclama de pronto parando la oreja-. ¡Ay, mira, me gusta porque… porque…!, ¡no sé por qué!
– ¿Qué canción?
– ¿Estás sorda? Esa que dan por la radio.
Su mirada conmovida permanece un rato colgada en el aire, el corazón y la memoria conectados a un hilo musical que sólo ella percibe. La radio está muda en un extremo del mostrador, con una servilleta y un palillero encima.
– Qué tonterías dices, Vicky. La radio está apagada.
– ¡Tú sí que estás apagada!
La colipava oye la canción porque lleva la canción en sus rumbosas caderas todo el rato, pensarían seguramente los jugadores de dominó cercanos a la barra si aún prestaran alguna atención a lo que dice, si aún compitieran en la burla cafre y el vulgar chascarrillo que tantas veces prodigaron a su costa el pasado verano. La cabeza de chorlito luce hoy una gran escarola rubia, profusamente rizada y juvenil. Mírala bien, mira su boca brillante de carmín rojo amapola, el colorete en las sobradas mejillas, las pestañas pringadas de rímel. Como una mona de Pascua.
– Lo único que quiero para mi hija es que un día pueda valerse por sí misma -dice después de otro sorbito de coñac-. Es lo único que quiero, Paqui. Que para ser feliz no tenga que esperar a que a un zángano sin corazón le entren las ganas de acostarse con ella, ¿me entiendes? Hoy en día las chicas no saben lo que quieren, no tienen criterio. -Otro lengüetazo a la copa y añade-: Sé muy bien de qué hablo, porque yo también pasé por eso… ¿Te acuerdas de Ricardo, Paqui? El guapetón aquel, Ricardo Taltavull, el hombre de los chasquidos asquerosos. ¿Cómo pude fijarme en un hombre que se hurga las orejas con una cerilla y que hace extraños ruidos con la boca, como si dentro tuviera siempre un gargajo…? ¡Demasiada porquería junta, ¿no te parece?! ¡Había que estar ciega para no verlo! Pues mira, coladita estuve por él durante casi un año. Son cosas que una no se explica, pero ocurren.
– Solamente a ti, Vicky -se lamenta la señora Paquita-. A ti solamente le ocurren estas cosas.
– Ay, chica, quién no ha amado alguna vez a quien no le conviene. -Otra pausa y otro trago-. Y encima, cada vez hay menos trabajo, no sé por qué. Debe ser que ya nadie se duele de nada. A la clínica ya no voy hace la tira, ya no me llaman… Claro, dicen que ahora la penicilina lo cura todo. ¿Sabes qué pienso, Paqui? Que esta puñetera penicilina me está dejando sin clientela.
– Tonterías. Ni que fuera la purga de Benito. Verás como este invierno se anima la cosa y te viene más gente…
– Ya no quedan hombres herniados, Paqui. Mujeres con dolor de espalda, las que quieras. Pero hombres herniados, ni uno. Yo tenía una buena clientela de hombres herniados… En cuanto a la carta, a lo mejor tu hermano sabe algo…
La tabernera prueba a cambiar de tema:
– Oye, creo que me vendrían bien unas friegas, Vicky.
– ¿Has preguntado a Agustín?
– El problema es que no paro en todo el día, y no me queda tiempo para nada.
– ¿Quieres callarte mientras hablo, Paqui, por favor?
Cierra los ojos un rato y luego dirige una mirada lastimera al guapo patizambo del calendario, al futbolista que debería haberse arrodillado para la foto. Con todo, no puede dejar de admirar una vez más el soberbio entramado muscular por encima de sus robustas rodillas, así como el gesto altanero de la cabeza con la frente vendada, el agreste desafío al porvenir. Apura la copa, paga y se despide de la tabernera, que insiste en que debería volver a casa. Ya con la puerta abierta, antes de salir, se vuelve y sus ojos buscan por segunda vez al hijo de Berta agazapado junto a la ventana con su carita de sueño: ¿qué hay de la promesa que me hiciste, muchacho?
Bajo la pesadez de los párpados capta el mudo reproche de la mujer. Este domingo tampoco, señora, lo siento. Desde que trabaja de noche arrastra sueño todo el día, y encima el aroma a torrefacto que desprenden su chaqueta y su bufanda lo adormece aún más, obrando como un somnífero. Y como los ojos también se le cierran sobre las páginas del libro, frota con la mano el cristal empañado de la ventana y recupera la imagen de Violeta esperando en la calle. Ahora está en el bordillo de la acera de enfrente, muy quieta y con los pies juntos, las manos enguantadas apretando contra el vientre un monedero barato de plexiglás amarillo, y sobre todo con la cabeza gacha, evitando así que los transeúntes la miren a los ojos. Cuando ve a su madre salir del bar, se reúne con ella y se cuelga de su brazo con aire sumiso, y las dos se alejan calle abajo por el centro de la calzada, muy juntitas y dándose calor mutuamente, como dos jóvenes amigas que van al baile en busca de emociones. La madre camina no muy segura sobre los altos tacones y susurrando algo al oído de la hija, que escucha cabizbaja y en silencio, con aquella incongruencia sensual que Ringo verifica una vez más, incluso de lejos y viéndola de espaldas: unas piernas francamente bonitas y una cara fea, unos andares precavidos y un trasero brioso.
Media hora después consigue fijar la atención en el joven Michael Furey plantado en un remoto jardín de Galway, aterido bajo la lluvia y mirando la ventana de su amada. El aura fatalista de la escena le desvela durante un buen rato, hasta que de nuevo el sueño y otro ramalazo de mala conciencia acaban por aturdirle y opta por cerrar el libro. Se levanta y sale del bar, quedándose parado en la acera. Son algo más de las cinco y está anocheciendo. ¿Pero por qué?, se pregunta, ¿quién te obliga a cumplir una estúpida promesa a una mujer medio chiflada que busca novio para una hija fea? Nuevamente entra en el bar, le pide a la señora Paquita favor de guardarle el libro y sale liándose la bufanda al cuello, mirando en la acera de enfrente el balcón de la señora Mir invadido ya por las sombras. Se para un instante y piensa: es lo menos que puedo hacer, pero no se decide a dar el primer paso. En el balcón, la desflecada palma pascual uncida a la herrumbre de la barandilla desde hace casi dos años, reseca y maltrecha por la larga exposición al sol y a la intemperie, está parcialmente desprendida y amenaza con caerse a pedazos en la calle. Ringo cree ver una luz que se enciende detrás de los cristales del balcón y una sombra cruzando fugazmente el comedor. Y algo que no llega a ser un sentimiento, solamente ese leve escozor en la conciencia, lo pone finalmente en marcha diciéndose por enésima vez es lo menos que puedes hacer, chaval, dejarte caer por allí con el único propósito de avisarlas.
Nunca antes había estado en la Cooperativa La Lealtad, pero al terminar de subir las escaleras y enfrentarse a la pista de baile, en el primer piso, todo le resulta familiar, de tantas veces como ha oído al Quique y a Roger hablar del local y de sus condiciones tan propicias para apalancarte una chavala, sobre todo en las calurosas noches de verano, cuando la balconada sobre la calle Montseny está abierta y algunas parejas salen a tomar el fresco y de paso a meterse mano. La orquesta toca una rumba, el vocalista viste una chaqueta azul celeste con solapas de purpurina plateada y agita las maracas. La pista está abarrotada de parejas bailando y a su alrededor pequeños grupos de jóvenes charlan y dan voces, de pie o sentados en sillas plegables. Corbatas vistosas, tupés y brillantina, americanas con mucha guata en las hombreras, muchachas con rebecas, con medias y calcetines. No ve al Quique ni a los demás, habrán ido al Verdi. Tarda un poco en localizar a Violeta. No es de esas que se quedan al borde de la pista esperando que las saquen a bailar, sumisas o mirando a los chicos con descaro y arqueando la cadera; sabe que alineada con ellas tiene pocas opciones, aunque a juzgar por donde se halla ha renunciado a cualquier posibilidad. Ocupa una silla en la pared del fondo, cerca de una de las salidas al larguísimo balcón, ahora cerrado, y está diciéndole que no a un chico flaco y orejudo plantado chulescamente ante ella con los brazos en jarra. Sujetando los guantes y el pequeño monedero de plexiglás en el regazo, niega con la cabeza una y otra vez, y ni siquiera le mira. Las luces enmarañadas del local no la favorecen nada. Ahora, sin el abrigo, luce una falda plisada color naranja y bastante corta, una blusa malva de satín y una cinta negra y estrecha alrededor del cuello. Antes de quedarse otra vez sola, ya ha visto a Ringo abriéndose paso al borde de la pista, malcarado y esquivo, con la americana sin abrochar y las manos en los bolsillos, el pelo alborotado sobre la frente y la bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas.
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