Juan Marsé - Caligrafía De Los Sueños

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A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle.En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, masajista de profesión, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado: un domingo por la tarde, Vicky se echa a las vías muertas de un tranvía intentando un suicidio imposible y patético, y el señor Alonso desaparece para no volver. Lo único que queda de él es una carta que prometió escribir y que Vicky estará esperando y deseando hasta la locura, mientras Violeta mueve sus espléndidas caderas por el barrio, hosca e indiferente a los halagos.La vida entera discurre por el bar de la señora Paquita y bajo la mirada de Ringo, que escucha, lee y finalmente empezará a escribir, llenando de luz la triste caligrafía de toda una generación que alimentó sus sueños en los cines de barrio y en las calles grises de una ciudad donde el futuro parecía algo improbable.Espléndido relato de iniciación al deseo y a la escritura, Caligrafía de los sueños es la primera novela que Juan Marsé publica tras la concesión del Premio Cervantes en 2009.

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¿Podía el destino haberse manifestado de otra forma, menos cruenta y dolorosa? Podía, piensa, pero tal vez ha sido mejor así, de golpe y por sorpresa.

6 El gorrión bajo la lluvia

La historia de este chico no es muy ejemplar.

Para empezar, en el verano de 1943, durante las vacaciones escolares en casa de los abuelos paternos en el pueblo tarraconense de San Jaime de los Domenys, su actividad predilecta, aquella a la que dedica más tiempo y entusiasmo, además de los alegres chapuzones en las balsas de regadío y de las correrías con los muchachos del pueblo por los trigales bajo el sol radiante de julio, es disparar a los pájaros con una escopeta de balines en el huerto del abuelo. Todavía no ha conseguido matar a ninguno, pero no ceja en su empeño. Agazapado y con la vista fija en la frondosa higuera, acecha durante horas cualquier fugaz aleteo o movimiento de las ramas. Por menos de nada, dispara. Tiene el chico poco más de diez años y esos disparos de aire comprimido le suenan igual de festivos que el descorche de botellas de champán en las manos de su padre durante la celebración, en el piso de Barcelona, de discretas y muy especiales fechas cuyo significado ignora, pero cuyo excitante aroma de clandestinidad y peligro nunca dejó de percibir.

Tampoco sabe que el próximo disparo penetrará en su oído como una culebrilla ponzoñosa y anidará allí eternamente. El cielo ha estado toda la tarde cubierto de nubes plomizas y ahora caen las primeras gotas, espaciadas y gruesas. Mal día para la caza, Ringo, se dice. Permanece apostado cerca de la higuera con la escopeta preparada, cuando empieza a llover con intensidad. Le gusta la lluvia en la cara, la siente como una promesa de futuro, pero hoy quiere cazar y se refugia debajo de la higuera. Sobre su cabeza, el aguacero golpea las ásperas hojas con estruendo. Al cabo de un rato, un gorrión se desprende de la fronda que chorrea y se posa en tierra, espolvoreándose el plumaje. Apoyado en el tronco, él se echa la culata a la cara. El olor húmedo de las hojas y el fragor de la lluvia le estimulan, la dureza de la culata en su mejilla le excita. Un parpadeo, y, de bruces sobre el techo de la diligencia, Ringo Kid dispara su rifle contra los apaches que le persiguen al galope por la pradera. Cierra un ojo y apunta, tanteando el gatillo con el dedo. A menos de dos metros del punto de mira, el gorrión picotea la tierra dando saltitos, se para, levanta la cabeza y lo mira, después da otro saltito, vuelve a pararse y lo mira otra vez. Lleva apresada en el pico una lombriz diminuta que se retuerce viva. El ruido de la lluvia golpeando las hojas de la higuera siempre le había alegrado el corazón, pero ahora es Ringo el que acecha, y su ojo es implacable y su puntería infalible, y además no tiene corazón. La frialdad y la inesperada resistencia del gatillo a la presión del dedo, es algo que no olvidará en mucho tiempo. Tendrá que disparar una segunda vez, porque a la primera, aunque le da, el pájaro no se cae, sólo se estremece por el impacto y se encoge, arrebujándose en sus plumas y girando la cabeza muy despacio hacia su verdugo. Entre el primer disparo y el segundo, mientras el cazador se apresura de nuevo a cargar el arma con otro balín, el gorrión lo mira fijamente con su ojito redondo, velado ya por la muerte, y suelta la lombriz.

Cuando todo ha terminado le da la espalda, espera que pare de llover y acto seguido, sin dirigir una sola mirada al pájaro muerto -sabe que el parpadeo mágico que transforma las cosas no tendrá efecto esta vez- se aparta de la higuera con la escopeta pesándole en las manos como si fuese de plomo y se dirige a casa con la barbilla clavada en el pecho. A medio camino se para y observa en el cielo un apelotonamiento de nubes rojizas que parecen devorarse a sí mismas, alternándose en una persecución compulsiva hacia un horizonte de fuego y esmeralda, pero en realidad están igual de quietas que en el truculento decorado del teatrillo de Las Ánimas, en la función Los Pastorcillos de Belén que todos los años se representa por Navidad. Una extraña desazón lo mantiene allí clavado y sin poder apartar los ojos de las nubes.

A los pocos minutos, mientras esconde la escopeta en el armario ropero donde la abuela Tecla guarda olorosos membrillos, los ojos se le llenan de lágrimas. Al principio llora movido por un engorroso sentimiento de autocompasión, pero eso enseguida se convierte en una honda tristeza. Y de vuelta al huerto sigue llorando sin parar, y también llora mientras recoge el pájaro. Ya no es más que un manojo de plumones que se esponja entre sus dedos. Lo envuelve en un pañuelo y lo entierra debajo del almendro, poniendo sobre su tumba una pequeña cruz hecha con cañas en la que escribe un nombre, Gorry. Siente que las lágrimas brotan de lo más hondo y negro de su despiadada alma asesina, así que decide formular un juramento secreto. Cada año, cuando en febrero florezca el almendro, vendré a verte. Sólo se calma dos horas después, viendo a la abuela Tecla haciéndole cosquillas a un conejo blanco cogido por las patas traseras y hablándole al oído con voz mimosa y cantarina, antes de desnucarlo con un golpe seco y certero del canto de la mano. ¡Ondia con el golpe de jiu-jitsu de la abuela, menudo estilo! Más tarde la ve con esta misma mano en el culo y levantando con la otra el porrón para beber un trago a espaldas del abuelo, y el chorrito del vino resbalando sobre sus dientes le deja maravillado. Pero esa noche, en la cama, al cerrar los ojos, vuelven los remordimientos; su mirada penetra la negrura de los sueños y se hunde en la tierra del huerto para rescatar el pequeño cadáver del pardal que empieza a ser devorado por las lombrices y las raíces del almendro. Imaginando los balines incrustados en el cuerpo diminuto, y, sobre todo, pensando que uno de esos balines pudiera haberse alojado en la mismísima conciencia viva del pájaro, por efímera y fugaz que haya sido esa conciencia un instante antes de morir, vuelve a sus manos la cabecita que pende como si tuviera plomo, una y otra vez, hasta que la imagen se convierte en una pesadilla.

No volverá a coger la escopeta como no sea con intención de deshacerse de ella, y desde entonces no ha pasado un solo día de su vida que no haya recordado a este pájaro. Su ojito de plomo, mirándole desde el umbral de la muerte, lo acompañará hasta el fin de sus días.

– Hoy irás a la viña tú solito, Mingo -le dice la abuela al día siguiente-. Coge tus tebeos de indios, y hala. No tendrás miedo de ir solo ¿verdad?

– Claro que no. Ya no necesito la escopeta.

– Muy bien, fuera escopetas. Y cuando vuelvas a Barcelona, te la llevas.

Se conoce palmo a palmo el antiguo camino de carro que va del pueblo a la viña, subiendo con meandros hasta más arriba del caserío llamado misteriosamente La Carroña, y le gusta sumergirse en el polvo blanco de esta vereda solitaria y aturdirse con el chirrido de las cigarras. Es un día de julio luminoso y con viento. El camino apenas alcanza los tres kilómetros, pero contiene una expansión del tiempo y de los sueños que cubrirá más de cuarenta años. Donde sea que vaya en el futuro, desde esa mañana en la que, solo, pero a trechos flanqueado por Mowgli y luego por Winnetou, emprende el camino llevando colgada del brazo la cesta de la comida para el abuelo, que le espera sulfatando la viña, dondequiera que el día de mañana la vida le lleve, sus pies estarán pisando este camino y volverán a levantar hasta su nariz un polvo con aromas de esparto y estiércol y uvas aplastadas, y algo de ese polvo germinal lo acompañará siempre. No hay ni puede haber ningún otro camino en el mundo como este, piensa todavía hoy, ninguno que haya emprendido tantas veces con la memoria.

Masticando un almendruco o un tallo de hinojo, se para al borde de los campos a contemplar el majestuoso oleaje de los trigales bajo el sol, el sosegado vaivén de las espigas en un mar de oro que se prolonga de un bancal a otro hasta las zonas boscosas al pie de la lejana serranía de Castellví de la Marca, más allá de las tierras de barbecho, los extensos viñedos y las suaves lomas de almendros y algarrobos. A veces, al atardecer, de regreso al pueblo, una efusión rosada que llega de poniente cabalga pausadamente sobre las ondas de los trigales en dirección a un sombrío horizonte. Bajo un cielo estriado de nubes, escucha el silbido del viento en los cables del tendido eléctrico y también el silencio sobre los campos labrados, observa la simétrica languidez y continuidad de los surcos umbríos, el levísimo polvo rojo que flota inmóvil sobre los caballones, y entonces cree captar la fugacidad del tiempo y piensa en el misterio y la certeza de la muerte.

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