– ¡Jesús y María! ¡Miren esto, por el amor de Dios! -clama una anciana parada al borde de la acera con mantilla negra en la cabeza y un rosario entre los dedos-. ¡Miren a esta infeliz!
La presunta suicida permanece inmóvil sobre las vías y con las manos cruzadas sobre el pecho, la naricilla pimpante y la carnosa boca chupona exhalando quién sabe qué fervor o anhelando qué gracia descendida del cielo azul, pero la tremenda expresividad de los párpados fervorosamente cerrados y untuosos, le prestan al rostro la gravedad de una máscara mortuoria. Un viandante endomingado se inclina sobre ella con expresión compungida.
– Eso no está bien, señora -dice-. Qué ocurrencia, poner en peligro su vida.
– ¡Pero qué te pasa, Vicky! -grita una mujer en bata y zapatillas que se acerca presurosa-. ¿Qué haces tirada en la calle? ¿Es una broma? ¡Debería darte vergüenza!
La señora Mir no se digna contestar, pero de pronto se sobresalta y para la oreja, como si le fuera dado escuchar el chirrido de las ruedas del tranvía girando en la curva, y hasta lo viera echársele encima con su estruendo de hierros, porque abre los ojos y sus pupilas reflejan repentinamente un espanto. Entonces, volviendo la cabeza del otro lado y hacia lo alto, lanza ojeadas furtivas al balcón de su casa, en la primera fila de barandillas sobre la calle, y su mirada se vuelve escrutadora y maligna, como queriendo devolver un agravio a quienquiera que pudiera asomarse allí para verla en el trance de ser arrollada por el tranvía. Pero no hay nadie asomado al balcón, y ella vuelve a rendir la cabeza sobre el raíl cerrando los ojos. Alguien comenta que el hombre con el que está liada actualmente, era o había sido conductor de tranvías.
– Ideas de bombero, eso es lo que tiene -gruñe a su lado la peluquera Rufina, que dice conocerla bien-. ¿Estás mal de la cabeza, Vicky? ¿Qué quieres demostrar? ¡Haz el favor de levantarte! ¡Venga ya, mujer! -La coge por los sobacos, pero no consigue moverla-. ¡Mira lo que te digo: si lo que andas buscando es que te pille el tranvía, ya puedes esperar sentada, pero bien sentada, hija mía! -Y cerrando los ojos con expresión lastimera susurra al oído de la mujer que tiene al lado-: Es por ese mangante que se le metió en casa, me juego lo que quieras…
– Ya.
– Déjenla ahí, si es su deseo -propone otra anciana muy entristecida-. Qué más da. La vida es para los jóvenes.
– ¿Tu hija está en casa, Vicky? Que alguien vaya a avisarla…
– ¡No! -corta ella al instante-. No está en casa… Violeta se fue a la playa con su amiga Merche…
Un muchacho de unos quince años, en mangas de camisa y con un libro en la mano, se para y atisba como quien no quiere los pechos de la yacente que asoman por el escote de la bata, sin rastro de sujetador o cosa parecida, unos pechos de piel rojiza y áspera que le recuerdan la cara fea y pecosa de Violeta. Un podenco flaco y sucio se acerca y olisquea las borlas de las zapatillas de raso descolorido y las manos cruzadas que huelen a embrocación, y luego se pone a dar vueltas en torno al grupo, cuyos comentarios siguen cayendo sobre la señora Mir sin afectarla aparentemente lo más mínimo. Dos convecinas, las señoras Grau y Trías, intercambian sonrisas melifluas mientras hacen por levantarla del arroyo.
– ¿Qué te pasa, Victoria?-desliza la señora Grau en su oído-. ¿No quieres decírmelo? Has estado llorando… ¿Te ha pegado ese cojo del demonio?
– ¿Por qué miras tanto el balcón?-pregunta la señora Trías-. ¿Está él en tu casa, ahora? ¿Es que todavía le permites la entrada a un sujeto como este? ¿No decías que ibas a dejarle?
– Si es que no escarmientas, mujer.
– ¡Ay, Vicky. cuándo bajarás de las nubes!
– Al cabronazo de su marido le gustaría verla así, como está ahora -comenta en tono de guasa el dueño del colmado, parapetado detrás del corro de mujeres-. Así, esperando el tranvía panza arriba. ¡Seguro que le gustaría al mamón del alcalde, si es que le queda un poco de entendimiento!
– Cállese, hombre -le reprochan-, ¿no ve que la pobre ha sufrido algún disturbio cerebral?
– Venga, levántese, haga un esfuerzo -dice el hombre que acudió el primero-. ¿No se da cuenta de dónde está?-señalando con el dedo el raíl sobre el que reposa la cabeza y mirándola con severidad. Parece decidido a imponer la lógica, proponer lo sensato y necesario, decirle por ejemplo, oiga, esta vía no vale para lo que usted se propone, señora, por aquí no pasa ningún tranvía desde hace años, pero sólo añade-: No tiente a la suerte, señora. No lo haga, créame.
– ¡Atención, que viene! -exclama el tendero dejando escapar una risita.
– Sáquenla de ahí, a qué esperan ustedes -dice alguien.
– Estás labrando tu propia desgracia, Vicky -le susurra la señora Grau-. Te aviso. A quién se le ocurre una cosa tan vergonzosa y tan horrible.
Cabecea compungida la anciana con mantilla y la reprende:
– Pero mujer, ¿que no sabe usted que el suicidio es pecado mortal, aunque sea en una vía como esta?
– ¡Vaya un espectáculo, señora Mir! -exclama con sorna una voz masculina-. ¿No le da vergüenza?
– ¡Cuidado, ahora sí que viene el tranvía! -se pitorrea un gracioso asomado a una ventana. El aviso es recibido con risas y algún aplauso, pero no pocos de los presentes que están pisando las vías truncas se sobresaltan.
– Levántese, por favor, sea razonable -suplica una mujer, y añade en tono persuasivo-: ¿Quiere que le diga una cosa? No pasará ningún tranvía hasta dentro de una hora por lo menos.
– ¿Está usted segura?-dice otra mujer a su lado-. ¿Y si han cambiado el horario?
– A mí no me consta.
– ¿Por qué iban a cambiar nada esos mangantes? -tercia un señor malhumorado-. ¿Desde cuándo el Ayuntamiento se preocupa de las necesidades del ciudadano de a pie?
– Diga usted que sí. Este barrio siempre estuvo dejado de la mano de Dios.
Ahora el muchacho está lo bastante cerca y podría jurar que lo ha oído. Un tanto perplejo, con el manoseado libro bajo el brazo y la camisa blanca oliendo suavemente a tomillo, por un instante cree oír incluso el tintineo metálico del tranvía al girar en la esquina, así que, obedeciendo a un impulso repentino, asegurándose el libro en el sobaco y la mata de tomillo liada con un cordel y colgada al hombro, se acerca un poco más al grupo y para la oreja en un estado casi hipnótico: ¿dicen tales cosas para seguirle la corriente a la pobre pirada, simulando, para conseguir que se levante, que el peligro que corre es real e inminente si persiste en su temeraria actitud, o es que también ellos perciben ya de algún modo ese peligro? Porque viene observando desde hace un rato que algunas personas del grupo que rodean a la insidiosa suicida y fingen sentirse muy angustiadas y horrorizadas, afanándose en la engañifa de apartarla de las vías cuanto antes para salvarla de una muerte estúpida, no pueden reprimir ellas mismas cierto recelo, algunas miradas de soslayo a la esquina, hasta tal punto que, de pronto, toda esta simulación y esta tramoya, lo más convencional y risible de una bienintencionada puesta en escena, lo que hasta ahora había sido espectral y absurdo, parece que se estuviera revelando precisamente como lo más cierto, natural y convincente: que las vías muertas empezaran a comportarse como si estuvieran vivas y en activo, que el tranvía que nunca había de llegar estuviera a punto de asomar en la esquina y arrollarles a todos, y que esto se manifestara así de terrible e inevitable no solamente para la señora Mir, sino para muchos de los congregados en torno a ella. Algunos, rindiéndose ante su terca negativa a levantarse de las vías, han preferido abandonar la calzada y subirse a la acera y desde allí, apretujados, arrimándose unos a otros, insisten todavía en el burdo simulacro, sin poder evitar furtivas miradas a la esquina de vez en cuando.
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