Marc Levy - La primera noche

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La primera noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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He abierto los ojos.

La antorcha avanza en dirección al río. El que la sostiene sabe perfectamente dónde va; sus pasos seguros no temen ninguna trampa, ningún bache. Ahora la llama está plantada en la tierra húmeda de una zanja. Dos sombras aparecen a la luz de la antorcha. Una algo más menuda que la otra, dos cuerpos cuyas siluetas parecen las de dos adolescentes. Uno se queda inmóvil, el otro llega hasta la orilla, se quita la túnica y entra en el agua fría. El miedo deja paso a la esperanza. Estos dos monjes tal vez se hayan saltado las normas para venir a bañarse al amparo de la noche, estos dos ladrones de tiempo quizá sepan ayudarme a franquear las murallas de la ciudad fortificada. Repto entre la hierba, acercándome al río y, de pronto, me quedo sin respiración.

De ese cuerpo grácil no hay forma que me sea desconocida. El trazo de las piernas, la redondez de las nalgas, la curva de la espalda, el vientre, los hombros, la nuca y ese porte de cabeza algo altanero.

Estás aquí, bañándote desnuda en un río semejante a aquel en el que te vi morir. Tu cuerpo, iluminado por el claro de luna, es como una aparición, te habría reconocido entre otras mil. Estás aquí, a tan sólo unos metros, pero ¿cómo acercarme a ti? ¿Cómo presentarme ante ti en el estado en el que me encuentro sin asustarte, sin que grites y des la alerta? El río te llega hasta las caderas, tus manos sacan agua para bañar con ella tu rostro. A mi vez avanzo hacia el río, a mi vez me enjuago la cara con su agua clara para limpiarme la tierra.

El monje que te acompaña no hace nada por impedírmelo, puesto que está de espaldas a ti. Permanece a una distancia prudente, quizá tema fijar la mirada en tu desnudez. El corazón me late desbocado en el pecho, veo borroso, pero sigo acercándome a ti. Tú vuelves hacia la orilla, caminas directa hacia mí. Cuando tus ojos se cruzan con los míos, interrumpes el paso, tu cabeza se inclina hacia un lado, me escudriñas, pasas delante de mí y prosigues tu camino, como si yo no existiera.

Tu mirada era ausente, peor aún, no era tu mirada lo que he visto en tus ojos. Te has puesto la túnica, en silencio, como si de tu garganta no pudiera salir palabra alguna, y has vuelto hacia aquel que te ha escoltado hasta aquí. Tu compañero ha cogido la antorcha y habéis subido el sendero. Os he seguido sin que pudierais sospechar mi presencia; tan sólo una vez quizá, cuando un guijarro ha rodado bajo mi pie, el monje se ha dado la vuelta, pero habéis seguido caminando. Al llegar delante del monasterio, habéis bordeado la muralla y dejado atrás las grandes puertas; después he visto vuestras siluetas desaparecer en una zanja. La llama vacilaba y luego se ha apagado. He esperado cuanto he podido, muerto de frío. Por fin me he lanzado hacia el repliegue por el que habéis desaparecido, esperando encontrar ahí un pasadizo, pero no había más que una pequeña puerta de madera cerrada a cal y canto. Me he agachado un rato, hasta decidir qué hacer a continuación, y he vuelto a mi escondite en el lindero del bosque, como un animal.

Un poco más tarde, por la noche. Una sensación de ahogo me saca del letargo en el que me he sumido. Tengo los miembros entumecidos. La temperatura se ha desplomado. No consigo mover los dedos para deshacer el nudo que cierra mi bolsa y coger algo con lo que abrigarme. El agotamiento ralentiza mis gestos. Vuelven a mi memoria esas historias de alpinistas a los que la montaña acuna despacio antes de que se duerman para siempre. Estamos a cuatro mil metros, ¿cómo he sido tan insensato al pensar que podría sobrevivir a la noche? Voy a morir aquí, en un bosquecillo de avellanos y de olmos, del lado equivocado de una muralla, a pocos metros de ti. Dicen que, en el momento de morir, se abre ante ti un túnel oscuro al final del cual brilla una luz. Yo no veo nada de eso, mi único fulgor será el de haberte visto bañándote en el río.

En un último sobresalto de conciencia, siento que unas manos me agarran y me sacan de mi agujero. Tiran de mí, no consigo incorporarme, no consigo levantar la cabeza para ver quiénes me llevan a rastras. Me sujetan por los brazos, avanzamos por un sendero, y sé que pierdo el conocimiento muchas veces. La última imagen que recuerdo es la de una muralla y una gran puerta que se abre ante nosotros. Tal vez estés muerta y por fin me reúno contigo.

Atenas

– Si no estuviera tan preocupado no habría corrido usted el riesgo de venir hasta aquí. Y no me diga que me ha invitado a cenar porque no le apetecía estar solo. Estoy seguro de que el servicio de habitaciones del King George es mucho mejor que este restaurante chino. De hecho, me parece muy poco delicado por su parte haber elegido este sitio, dadas las circunstancias.

Ivory se quedó mirando largo rato a Walter, cogió una rodajita de jengibre confitado y le ofreció una a su invitado.

– Me ocurre como a usted, empieza a pesarme tanta espera. Lo peor es no poder hacer nada.

– ¿Sabe sí o no si Ashton está detrás de todo esto? -preguntó Walter.

– No tengo ninguna certeza. Me cuesta imaginar que haya podido llegar hasta ese extremo. La desaparición de Keira debería haberle bastado. A menos que se haya enterado del viaje de Adrian y haya decidido ir un paso por delante. Es un milagro que no haya logrado su propósito.

– Por muy poco -masculló Walter-, ¿Cree que el lama habrá podido informar a Ashton sobre Keira? Pero ¿por qué lo habría hecho? Si su intención no era ayudar a Adrian a encontrarla, entonces ¿qué sentido tenía enviarle sus efectos personales?

– Nada prueba de manera definitiva que el lama esté detrás de ese regalito. Alguien de su entorno podría haber cogido la cámara, fotografiar a nuestra amiga la arqueóloga mientras se bañaba en el río y volver a dejarlo todo en su lugar sin que nadie se diera cuenta de nada.

– ¿Quién sería ese mensajero entonces, y por qué arriesgarse tanto?

– Basta con que uno de los monjes de la comunidad haya presenciado su baño y se haya negado a que se traicionen los principios que ha jurado respetar.

– ¿Qué principios?

– No mentir nunca es uno de ellos, pero puede ser que el lama, obligado a guardar el secreto, haya incitado a uno de sus discípulos a adoptar el papel de mensajero.

– Lo siento pero no lo entiendo.

– Debería aprender a jugar al ajedrez, Walter, para ganar no basta con llevar una jugada de ventaja, sino tres o cuatro, sin anticipación no hay victoria posible. Volvamos a nuestro lama; quizá se sienta dividido entre dos preceptos que, en una situación concreta, ya podrían no ser conciliables. No mentir y no hacer nada que pueda atentar contra una vida. Imaginemos que la supervivencia de Keira dependa del hecho de que se la crea muerta; esto para nuestro sabio sería una situación muy incómoda, un dilema moral. Si dice la verdad, pone su vida en peligro y contradice así lo más sagrado de su fe. Por otro lado, si miente, dejando creer que está muerta cuando está viva, al hacerlo infringe otro precepto. Una situación muy embarazosa, ¿no le parece? En ajedrez, a eso se le llama estar «ahogado». Mi amigo Vackeers detesta eso.

– ¿Cómo hicieron sus padres para engendrar a alguien tan retorcido como usted? -preguntó Walter, cogiendo a su vez una rodaja de jengibre del cuenco.

– Me temo que mis padres no tienen culpa de nada, me hubiera encantado otorgarles ese mérito, pero no los conocí. Si no le importa, le contaré mi infancia otro día, por el momento no es mi vida la que está en juego.

– ¿Supone usted que nuestro lama, enfrentado a un dilema de esas características, pueda haber incitado a uno de sus discípulos a revelar la verdad, mientras él mismo seguía protegiendo la vida de Keira con su silencio?

– Lo que nos interesa en este razonamiento no es el lama. Espero que no se le haya escapado este detalle.

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