– Aunque -continuó sir Arthur-, cuando Katherine Pack, la sobrina de sir Denis, enviudó en Edimburgo, la fortuna de la familia se hallaba en una situación calamitosa. En realidad, se vio forzada a buscar a un inquilino de pago. Y así fue como mi padre, ese inquilino, conoció a mi madre.
– Encantador -dijo la señora Anson-. Absolutamente encantador. Y ahora se dedica a restaurar la fortuna familiar.
– Cuando yo era pequeño me entristecía mucho la pobreza a la que mi madre se vio reducida. Intuía que era una injusticia contra su naturaleza. Aquel recuerdo, en parte, es lo que siempre me ha servido de acicate.
– Encantador -repitió la anfitriona, aunque menos enfática esta vez.
Sangre noble, tiempos aciagos, fortuna restaurada. Le encantaba creer en aquellos temas en una novela de la biblioteca, pero ante una versión viva se sentía inclinada a considerarlos inverosímiles y sensibleros. Se preguntó cuánto duraría esta vez el ascendiente de la familia. ¿Qué decían del dinero rápido? Una generación para ganarlo, otra para disfrutarlo y otra para perderlo.
Pero sir Arthur, si bien algo más que jactancioso sobre su linaje, era un comensal diligente. Mostró un copioso apetito, aunque comía sin hacer el menor comentario sobre el plato que tenía delante. La anfitriona no sabía a qué carta quedarse: si él juzgaba vulgar elogiar la comida o si simplemente carecía de papilas gustativas. Tampoco se mencionaron en la mesa el caso Edalji, el estado de la justicia penal, la administración de sir Henry Campbel-Bannerman y las hazañas de Sherlock Holmes. Pero consiguieron avanzar en línea recta, como tres remeros sin timonel, sir Arthur tirando con vigor hacia un lado y los Anson hundiendo los remos en el otro lo suficiente para mantener la barca derecha.
Despachados los huevos de anchoa, Blanche Anson percibió el desasosiego masculino al fondo de la mesa. Estaban ávidos de un estudio con cortinas, el fuego atizado, el puro encendido, la copa de brandy y la oportunidad, de la manera más civilizada posible, de liarse a mamporros mutuamente. Olfateaba, por encima de los olores de la mesa, algo primitivo y brutal en el aire. Se levantó y deseó buenas noches a los combatientes.
Los caballeros pasaron al estudio del capitán Anson, donde la lumbre ardía a plena llama. Doyle captó el brillo de carbones nuevos en el cubo de latón, el lomo lustroso de publicaciones encuadernadas, una vitrina resplandeciente que contenía tres botellas, el abdomen lacado de un pez hinchado en un estuche de cristal. Todo relucía: hasta aquel par de cuernos de una especie no nativa -alguna especie de alce escandinavo, supuso- había merecido la atención de la criada.
Extrajo un puro de la caja que le ofreció Anson y lo hizo girar entre los dedos. El anfitrión le pasó una navaja y una caja de cerillas.
– Repruebo el uso del cortapuros -anunció-. Siempre preferiré la buena conducta de la navaja.
Doyle asintió y se aplicó a su tarea; después arrojó al fuego el pedazo cortado.
– Tengo entendido que el progreso de la ciencia ahora nos ha deparado la invención del encendedor de puros eléctrico, ¿no?
– De ser así, no ha llegado a Hindhead -contestó Doyle. Declinó presentarse como la metrópoli que viene a apadrinar a las provincias. Pero detectó en el capitán una necesidad de afirmar el dominio de su estudio. Bueno, si tal era el caso, le ayudaría-. El alce -aventuró-; ¿del sur de Canadá, quizá?
– De Suecia -respondió el jefe de la policía, con una rapidez casi excesiva-. Su detective no habría cometido este error.
Ah, o sea que primero saldaremos esa cuenta, ¿eh? Doyle observó cómo Anson encendía su puro. Al resplandor de la cerilla brilló fugazmente el nudo Stafford de su alfiler de corbata.
– Blanche lee sus libros -dijo el jefe de la policía, asintiendo un poco, como si aquello zanjara el asunto-. También le gusta mucho la señora Braddon.
Doyle sintió un dolor repentino, el equivalente literario de la gota. Y sufrió otra punzada cuando Anson continuó:
– Yo soy más aficionado a Stanley Weyman [21].
– Estupendo -contestó Doyle-. Estupendo.
Lo cual quería decir: si es por mí, es estupendo que lo prefieras.
– Verá, Doyle…, seguro que no le importará que le hable con franqueza… Puede que yo no sea lo que usted llamaría un hombre de letras, pero como jefe de la policía es inevitable que adopte una visión más profesional que la que supongo que adopta la mayoría de sus lectores. Que los policías que usted presenta en sus relatos no sean idóneos para el desempeño de sus funciones es algo necesario, lo entiendo perfectamente, para la lógica de sus invenciones. Si no estuviera rodeado de tontos, ¿cómo brillaría su detective científico?
No valía la pena discutirlo. «Tontos» era una descripción muy benévola de Lestrade, Gregson, Hopkins y…, oh, no valía la…
– No, comprendo a la perfección sus razones, Doyle. Pero en el mundo real…
En este punto, Doyle más o menos dejó de escuchar. En todo caso, su mente se había atascado en la expresión «mundo real». Con qué facilidad cada cual entendía lo que era real y lo que no lo era. El mundo en que un abogado joven e ignorante era condenado a trabajos forzados en Portland…, el mundo en que Holmes desentrañaba otro misterio inextricable para el entendimiento de Lestrade y sus colegas…, o el mundo de más allá, el del otro lado de la puerta cerrada, hacia el que Touie se había deslizado sin el menor esfuerzo. Algunas personas creían sólo en uno de estos mundos, otras en dos, unas pocas en los tres. ¿Por qué la gente pensaba que el progreso consistía en creer menos, en vez de creer más y abrirse a un universo más extenso?
– … y por eso, amigo mío, sin órdenes del Ministerio del Interior, no suministraré jeringas de cocaína a mis inspectores ni violines a mis sargentos y agentes.
Doyle inclinó la cabeza, como reconociendo que había encajado el golpe. Pero ya bastaba de teatro y de actuar como un huésped.
– Vayamos al grano. Ha leído mi análisis.
– He leído su… relato -contestó Anson-. Un asunto deplorable, hay que decirlo. Una serie de errores. Podría haberse cortado de raíz mucho antes.
La franqueza de Anson sorprendió a Doyle.
– Me alegro de oírle decir eso. ¿En qué errores está pensando?
– El de la familia. Allí es donde todo empezó a torcerse. La familia de la mujer. ¿Qué se les metió en la cabeza? ¿Qué se les pudo pasar por la cabeza? Doyle, la verdad: una sobrina de uno insiste en casarse con un parsi…, no hay manera de convencerla de que no…, ¿y qué hace uno? Le da al hombre un empleo… aquí. En Great Wyrley. Es como si nombraras a un feniano jefe de la policía de Staffordshire.
– Me inclino a darle la razón -respondió Doyle-. El valedor de aquel parsi sin duda pretendía demostrar la universalidad de la Iglesia anglicana. El vicario, en mi opinión, es un hombre amable y dedicado, que ha servido a su parroquia lo mejor que ha sabido. Pero la presencia de un clérigo de color en una parroquia tan burda y poco refinada tenía que causar una situación lamentable. Es, desde luego, un experimento que no debería repetirse.
Anson miró a su huésped con un nuevo respeto, a pesar de la pulla implícita en «burda y poco refinada». Había allí más cosas en común de lo que había esperado. Debería haber sabido lo improbable que era que sir Arthur fuese un radical acérrimo.
– Y luego introducir tres niños mestizos en el vecindario.
– George, Horace y Maud.
– Tres niños mestizos -repitió Anson.
– George, Horace y Maud -repitió Doyle.
– George, Horace y Maud E-dal-ji.
– ¿Ha leído mi análisis?
– He leído su… análisis -Anson optó esta vez por admitir el vocablo-, y admiro, sir Arthur, tanto su tenacidad como su pasión. Le prometo reservarme para mí sus especulaciones de aficionado. Divulgarlas no beneficiaría a su reputación.
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