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Julian Barnes: Arthur & George

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Julian Barnes Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo. George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época. El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Su madre le ha enseñado las letras, su padre, sumas sencillas. La primera semana le sientan en los pupitres al fondo de la clase. El viernes le harán un examen y le asignarán un sitio según su inteligencia: los chicos despiertos se sientan en las filas delanteras, los estúpidos en las de atrás; la recompensa por los progresos es que te coloquen más cerca del maestro, de la sede de la instrucción, el conocimiento, la verdad. El maestro, que es el señor Bostock, luce una chaqueta de tweed, un chaleco de lana y una camisa con las puntas del cuello prendidas por detrás de la corbata con un alfiler de oro. Bostock lleva un sempiterno sombrero de fieltro marrón y lo deposita encima de la mesa durante las clases, como si no se fiara de él fuera de su vista.

Cuando hay un descanso entre lecciones, los chicos salen a lo que llaman el patio, que no es más que una zona de hierba pisoteada que mira a través de campos abiertos hacia la mina lejana. Los chicos que ya se conocen empiezan a pelearse al instante. George nunca ha visto peleas entre chicos. Mientras observa, Sid Henshaw, uno de los más brutos, se acerca y se le pone delante. Henshaw hace muecas cómicas, se estira con los meñiques las comisuras de la boca y con los pulgares mueve las orejas hacia delante.

– Encantado, yo me llamo George.

Es lo que le han enseñado a decir. Pero Henshaw sigue gorjeando y moviendo las orejas.

Algunos chicos proceden de granjas, y George piensa que huelen a vaca. Otros son hijos de mineros y parece que hablan distinto. George se aprende los nombres de sus condiscípulos: Sid Henshaw, Arthur Aram, Harry Boam, Horace Knighton, Harry Charlesworth, Wallie Sharp, John Harriman, Albert Yates…

Su padre dice que va a hacer amistades, pero no sabe muy bien cómo se hace eso. Una mañana, Wallie Sharp se le acerca por detrás en el patio y le susurra:

– Tú no eres de los nuestros.

George se da media vuelta.

– Encantado, yo me llamo George -repite.

Al final de la primera semana el señor Bostock les pone un examen de lectura, ortografía y sumas. Comunica los resultados la mañana del lunes y después cambian de pupitres. George es bueno leyendo del libro que tiene delante, pero falla en ortografía y aritmética. Le dicen que se quede al fondo del aula. No lo hace mejor el viernes siguiente, ni al otro. Está ya rodeado de hijos de granjeros y de mineros que no se preocupan de dónde les sientan, y que más bien consideran una ventaja estar más lejos del maestro, porque pueden portarse mal. George siente que poco a poco le están alejando del camino, la verdad y la vida.

Bostock golpea la pizarra con un pedazo de tiza.

– Esto, George, más esto -(toc)-, ¿es igual a qué? -(toc, toc).

Todo está borroso dentro de la cabeza de George, que aventura una cifra:

– Doce -dice, o-: Siete y medio.

Los chicos de las primeras filas se ríen, y los hijos de granjeros se les unen cuando se dan cuenta de que la respuesta es incorrecta.

Bostock suspira, mueve la cabeza y pregunta a Harry Charlesworth, que siempre está en la primera fila y tiene la mano continuamente levantada.

– Ocho -dice Harry, o-: Trece y un cuarto.

Bostock mueve la cabeza en dirección a George para indicarle lo burro que ha sido.

Una tarde, en el camino a la vicaría, George se hace sus cosas encima. Su madre le desnuda, le mete en el baño, le restriega, vuelve a vestirle y le lleva a ver al padre. Pero George no puede explicarle por qué, a sus casi siete años, se ha comportado como un bebé de pañales.

Ocurre de nuevo, y otra vez más. Sus padres no le castigan, pero la decepción evidente que les causa su primogénito -lerdo en la escuela, un bebé en el trayecto a casa- surte el mismo efecto que cualquier castigo. Hablan de él por encima de su cabeza.

– El niño ha heredado tus nervios, Charlotte.

– En todo caso, no puede ser la dentición.

– Podemos descartar un resfriado, porque estamos en septiembre.

– Y un alimento indigesto, ya que a Horace no le ha afectado.

– ¿Qué queda?

– La última causa que menciona el libro es el miedo.

– George, ¿tienes miedo de algo?

George mira a su padre, el alzacuello reluciente, la cara ancha y seria de encima, la boca que habla la verdad a menudo incomprensible desde el púlpito de St. Mark y los ojos negros que le ordenan que diga la verdad. ¿Qué va a decir? Tiene miedo de Wallie Sharp, de Sid Henshaw y de algunos más, pero decirlo sería denunciarlos. De todos modos, no es lo que más le asusta. Al final dice:

– Tengo miedo de ser un estúpido.

– George -contesta su padre-, sabemos que no eres un estúpido. Tu madre y yo te hemos enseñado las letras y las sumas. Eres un chico despierto. Sabes sumar en casa pero no en la escuela. ¿Puedes decirnos por qué?

– No.

– ¿El señor Bostock os enseña de un modo distinto?

– No, padre.

– ¿Has dejado de intentarlo?

– No, padre. Las sé hacer en el libro pero no en la pizarra.

– Charlotte, creo que deberíamos llevarle a Birmingham.

Arthur

Arthur tenía tíos que observaban la decadencia de su hermano y compadecían a su familia. La solución que adoptaron fue enviar a Arthur a Inglaterra para que lo instruyeran los jesuitas. A los nueve años le pusieron en el tren en Edimburgo y lloró todo el trayecto hasta Preston. Pasaría los siete años siguientes en Stonyhurst, excepto seis semanas en verano, en que volvía con su madre y el padre de turno.

Aquellos jesuitas provenían de Holanda y se habían traído su programa de estudios y sus métodos de disciplina. La educación comprendía siete categorías de conocimiento -elementos, figuras, rudimentos, gramática, sintaxis, poesía y retórica-, y a cada una se le dedicaba un curso anual. Había la pauta habitual de internado, que constaba de Euclides, álgebra y los clásicos, cuya ciencia refrendaban varapalos enfáticos. El instrumento para propinarlos, un pedazo de caucho indio, del tamaño y el espesor de la suela de una bota, también lo habían importado de Holanda, y lo llamaban la «férula». Un palmetazo en la mano, asestado con firme resolución jesuítica, bastaba para que la palma se hinchara y cambiase de color. El castigo normal para chicos más mayores consistía en nueve golpes en cada mano. Después, el pecador apenas podía girar el pomo de la puerta del estudio donde le habían atizado.

A Arthur le explicaron que la férula recibía su nombre de un juego de palabras en latín. Fero, soporto. Fero, ferré, tuli, latum. Tuli, he sufrido; la férula es lo que hemos sufrido, ¿no?

El humor era tan burdo como los castigos. Cuando le preguntaron cómo veía el futuro, Arthur reconoció que había pensado en ser ingeniero civil.

– Bueno, quizá llegues a ingeniero -respondió el cura-, pero no creo que nunca llegues a ser civilizado.

Arthur se convirtió en un joven robusto y bullicioso, que hallaba consuelo en la biblioteca del colegio y la felicidad en el campo de criquet. Una vez a la semana a los chicos les mandaban escribir a casa, obligación que muchos tenían por otro castigo, pero que Arthur consideraba un premio: durante aquella hora se lo contaba todo a su madre. Quizá existiesen Dios, Jesucristo, la Biblia, los jesuitas y la férula, pero la autoridad en quien más creía y a la que se sometía era su menuda e imperiosa madre. Era una experta en todas las materias, desde la ropa interior hasta el fuego del infierno. «Usa camisetas de franela -le aconsejó-, y no creas en el castigo eterno.»

También, de un modo más involuntario, le había inculcado un medio de hacerse popular. Pronto empezó a contar a sus compañeros las historias de caballerías y románticas que había escuchado contemplando en lo alto el palo de remover las gachas. Las tardes de lluvia que tenían libres, de pie en una mesa dominaba a su auditorio, sentado en cuclillas a su alrededor. Recordaba las habilidades de su madre y sabía cómo bajar la voz, alargar un relato e interrumpirlo en el momento peligroso y crucial con la promesa de continuarlo al día siguiente. Como era corpulento y estaba hambriento, aceptaba un pastel como precio básico de un cuento. Pero a veces se paraba en seco en la emoción de una crisis y sólo accedía a seguir si le pagaban una manzana. Así descubrió el nexo esencial entre narrativa y premio.

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