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Julian Barnes: Arthur & George

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Julian Barnes Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo. George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época. El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Waller resultó un tutor excelente. Juntos memorizaron los clásicos con ánimo de obtener la beca Grierson: 40 libras al año durante dos años sería una gran ayuda para la familia. Cuando llegó la carta y todos sus miembros la aclamaron al unísono, Arthur sintió que era su primer logro auténtico, el primer acto de compensación a su madre por sus sacrificios a lo largo de los años. Hubo apretones de manos y besos; Lottie y Connie se pusieron absurdamente sentimentales y lloraron como chicas que eran; y Arthur, con un espíritu magnánimo, resolvió deponer sus suspicacias hacia Waller.

Unos días después, se presentó en la universidad para reclamar su premio. Le recibió un funcionario menudo y avergonzado cuyo rango preciso nunca quedó claro. Era algo sumamente lamentable. Todavía no se sabía muy bien cómo había ocurrido. Algún error administrativo. La bolsa de estudios Grierson sólo se concedía a estudiantes de artes. La solicitud de Arthur no debería haber sido aceptada. Tomarían medidas en lo sucesivo, etcétera.

Pero había otras becas y bolsas, señaló Arthur: una lista entera. Era de suponer que le concediesen una de ellas. Pues sí, así podría ser, en teoría; en efecto, en la siguiente beca de la lista admitían a estudiantes de medicina. Por desgracia, ya la habían asignado. Así como, de hecho, todas las demás.

– Pero esto es un auténtico robo -gritó Arthur-. ¡Un auténtico robo!

Era, en verdad, una desventura. Quizá se pudiese hacer algo. Y se hizo algo la semana siguiente. Le otorgaron una suma de consolación de siete libras que se habían acumulado en algún fondo olvidado y que las autoridades tuvieron la gentileza de pensar que podría aplicarse para tal fin.

Fue su primera experiencia de una flagrante injusticia. Pocas de las veces en que había recibido palmetazos había sido sin una causa razonable. Cuando internaron a su padre quedó acongojado el corazón de su hijo, pero no pudo alegar que el padre fuese intachable; había sido una tragedia, pero no una injusticia. Pero aquello, ¡aquello! Todo el mundo coincidió en que tenía que presentar una querella contra la universidad. La denunciaría para reclamar su beca. Waller tuvo que convencerle de que no era aconsejable pleitear contra la institución a cuya docencia aspirabas. Lo único que se podía hacer era tragarse el orgullo y sobrellevar la decepción como un hombre. Arthur aceptó esta exhortación a una virilidad que aún tenía que completar. Pero las frases tranquilizadoras que fingió que le parecían convincentes eran puro aire en sus oídos. Todo en su fuero interno se enconaba, ardía y apestaba, como un rincón diminuto en el infierno en que ya no creía.

George

Es raro que su padre le hable después de haber rezado las oraciones y apagado la luz. Se supone que los dos reflexionan sobre el significado de las palabras mientras se entregan al sueño de Dios. En verdad, George es más proclive a seguir pensando en las lecciones del día siguiente. No cree que Dios lo considere un pecado.

– George -dice su padre de pronto-: ¿has visto a alguien merodeando por las inmediaciones de la vicaría?

– ¿Hoy, padre?

– No, no hoy. En general. Hace poco.

– No, padre. ¿Por qué habría de merodear alguien?

– Tu madre y yo hemos recibido cartas anónimas.

– ¿De merodeadores?

– Sí. No. Quiero que me informes de cualquier cosa sospechosa, George. De alguien que introduzca algo por la puerta. De gente que ande por aquí.

– ¿De quién son esas cartas, padre?

– Son anónimas, George. -Hasta en la oscuridad percibe la impaciencia del padre-. Anónimo. Viene del griego y luego del latín. Sin nombre.

– ¿Qué dicen, padre?

– Dicen maldades. Sobre… todo el mundo.

George sabe que debería mostrarse preocupado, pero todo el asunto le parece muy emocionante. Le han dado permiso para jugar al detective y lo hace siempre que puede sin que interfiera en sus tareas escolares. Espía desde detrás de troncos de árbol; se esconde en el cuchitril debajo de la escalera para vigilar la puerta principal; estudia el comportamiento de los que van a la casa; se pregunta cómo conseguir una lupa y quizá un telescopio. No descubre nada.

Tampoco sabe quién está escribiendo con tiza palabras impías sobre sus padres en el establo de Harriman o en los edificios anexos de Aram. En cuanto las borran las palabras reaparecen misteriosamente. A George no le revelan lo que dicen. Una tarde en que emprende un itinerario tortuoso, como los mejores detectives, trepa al establo de Harriman pero lo único que atisba es una pared donde se secan unos paneles mojados.

– Padre -susurra George cuando la luz ya está apagada. Supone que a esa hora está permitido hablar de estos temas-. Tengo una idea. El señor Bostock.

– ¿Qué pasa con Bostock?

– Tiene un montón de tizas. Siempre tenía un montón de tizas.

– Es cierto, George. Pero creo que podemos eliminarle sin más.

Unos días después, la madre de George se tuerce la muñeca y la envuelve en muselina. Pide a Elizabeth Foster que le escriba la lista para el carnicero, pero en vez de mandar a la chica a la carnicería de Greensill lleva la lista al padre de George. Tras un cotejo con el contenido de un cajón cerrado con llave, Elizabeth Foster es despedida.

Más tarde, el padre tiene que dar explicaciones a los instructores de Cannock. George espera en secreto que también le llamen para declarar. El padre informa de que la desdichada Foster aseguró que todo era una broma estúpida y que ha quedado bajo custodia judicial.

A Elizabeth Foster no se la volverá a ver por el distrito y pronto llega una nueva criada. George piensa que habría podido tener más éxito como detective. También desearía saber lo que estaba escrito con tiza en el establo de Harriman y los anexos de Aram.

Arthur

Irlandés de ascendencia, escocés de nacimiento, educado en la fe de Roma por jesuitas holandeses, Arthur se convirtió en inglés. La historia inglesa le inspiraba; las libertades inglesas le enorgullecían; el criquet inglés le volvía patriótico. Y la época más grande de la historia inglesa -habiendo tantas donde elegir- fue el siglo XIV, un tiempo en que el arquero inglés dominaba los campos y los reyes francés y escocés estaban encarcelados en Londres.

Pero tampoco olvida nunca los cuentos que escuchaba mientras estaba alzado el palo de remover las gachas. Para Arthur, en efecto, la raíz de lo inglés residía en el mundo, tiempo ha fenecido, recordado e inventado de las caballerías. No había caballero más fiel que sir Kaye, ninguno más valiente y amoroso que sir Lancelot, ninguno tan virtuoso como sir Galahad. No había amantes más auténticos que Tristán e Isolda, ninguna esposa más bella e infiel que Ginebra. Y, por supuesto, no había rey más valeroso ni más noble que Arturo.

Las virtudes cristianas podía practicarlas cualquiera, desde el humilde hasta el de alta cuna. Pero la caballería era una prerrogativa de los poderosos. El caballero protegía a su dama; el fuerte ayudaba al débil; el honor era algo vivo por lo que tenías que estar dispuesto a dar la vida. Tristemente, el número de griales y búsquedas disponibles para un médico recién diplomado era bastante reducido. En aquel mundo moderno de factorías y bombines de Birmingham, el concepto de caballería parecía a menudo haber degenerado en uno de simple deportividad. Pero Arthur practicaba el código siempre que era posible. Era un hombre de palabra; socorría a los pobres; no bajaba la guardia contra las más bajas pasiones; trataba a las mujeres con respeto; tenía planes a largo plazo para el salvamento y cuidado de su madre. Era lo que estaba en su mano hacer, dado que el siglo XIV, por desgracia, había terminado y él no era William Douglas, señor de Liddesdale, la flor de la caballería misma.

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