Julian Barnes - El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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El realizador de televisión dividió atrevidamente la pantalla. A la izquierda, sentado, el fiscal general, con los ojos dilatados por el triunfo, erguida la barbilla y una sobria sonrisa en sus labios; a la derecha, de pie, el anterior presidente en un rapto de furia, pegando puñetazos sobre la barandilla acolchada, vociferando a sus abogadas defensoras, amenazando con el dedo a los periodistas, mirando airadamente al presidente del tribunal y a sus impasibles asesores vestidos de negro.

– Digno de la televisión americana -le comentó Maria.

Peter estaba cerrando tras de sí la puerta del apartamento y llevaba aún la cartera en la mano.

– ¿Te gustó? -Todavía respiraba la euforia del instante decisivo, el tumulto, las mieles del aplauso. Se sentía capaz de todo. ¿Cómo no iba a poder con el sarcasmo de su mujer, si había domeñado las iras del que fue en otro tiempo un dictador todopoderoso? Sus palabras conseguirían arreglarlo todo, suavizar su vida doméstica, endulzar la amarga desaprobación de Maria.

– Fue vulgar e indecente, un desprecio a la ley, y te comportaste como un chulo. Supongo que después acudirían a tu camerino una bandada de chicas para ofrecerte sus números de teléfono.

Peter Solinsky entró en la pequeña habitación que le servía de estudio y miró a través de la niebla hacia la Estatua de la Gratitud Imperecedera. Ese atardecer el sol no se reflejó en la dorada bayoneta. Era su obra. Había extinguido aquel resplandor. Ahora podían llevarse de allí a Alyosha y convertirlo en teteras y plumillas. O dárselo a los escultores jóvenes para que lo transformaran en nuevos monumentos en honor de las nuevas libertades.

– Peter… -Estaba detrás de él ahora, con la mano apoyada en su hombro; no podía decir si su gesto significaba una disculpa o un deseo de consolarlo-. ¡Pobre Peter! -añadió, excluyendo así la disculpa.

– ¿Por qué?

– Porque ya no puedo amarte, y porque dudo incluso que pueda respetarte después de lo de hoy. -Peter no respondió ni se volvió para mirarla a la cara-. Ya sé: otros te respetarán más, y tal vez te amarán… Angelina se quedará conmigo, naturalmente.

– Ese hombre era un tirano, un asesino, un ladrón, un mentiroso, un estafador y un pervertido: el peor criminal en la historia de nuestro país. Lo sabe todo el mundo. ¡Dios mío…! ¡Si hasta tú empezabas a sospecharlo!

– De ser así, no te habría costado probarlo, sin necesidad de prostituirte por la televisión e inventar pruebas falsas -replicó ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, Peter… ¿De veras crees que el peor criminal de la historia de nuestro país habría firmado un documento tan oportuno, y que Ganin lo descubrió por casualidad cuando la acusación no estaba logrando el éxito esperado?

Ni que decir tiene que lo había pensado, y tenía preparada su propia defensa. Si Petkanov no había firmado aquel memorándum, debía de haber firmado algo por el estilo. No hacían más que dar forma concreta a una orden que probablemente cursó por teléfono. O con un apretón de manos, un gesto de asentimiento, o una desaprobación pertinente que no llegó a dar. El documento era auténtico, aunque fuera una falsificación. E incluso aunque no fuera verdadero, era necesario. Cada nueva excusa resultaba más débil…, y también más brutal.

Y en el glacial silencio en que veía hundirse su vida matrimonial, el sarcasmo afloró también incontenible en su boca:

– Bueno…, por lo menos nuestro sistema legal supone alguna pequeña mejora sobre el que aplicaba la NKVD en Stalingrado hacia 1937.

Maria le retiró la mano del hombro.

– Es una pantomima de juicio, Peter. La versión moderna de aquello. Puro teatro, nada más. Pero estoy segura de que se sentirán muy complacidos.

Salió de la habitación y él se quedó mirando por encima de la niebla, con la creciente certeza de que ella había salido también de su vida.

Aquel pipiolo imbécil de fiscal ignoraba con quién se las veía. Si los trabajos forzados en Varkova no habían logrado doblegarle, cuando a algunos de sus camaradas más recios se les aflojaban las tripas con sólo pensar en una visita de la Guardia de Hierro, ¿cómo iba a dejarse vencer por un abogaducho de tres al cuarto que había sido sólo el quinto en la lista de los propuestos para llevar la acusación en el juicio? Él, Stoyo Petkanov, no había tenido problemas para enviar al cuerno al padre de aquel pipiolo, expulsándole del Politburó por diez votos contra uno y manteniéndole bien vigilado en su exilio de apicultor. ¿Qué posibilidades iba a tener, pues, aquel mierda de hijo suyo, presentándose en el tribunal con una sonrisita estúpida y un puñado de pruebas falsificadas?

Ellos -todos ellos- tenían la absurda idea de que habían vencido. No en el juicio, claro, que no tenía mayor significado que el pedo de un cura, puesto que habían amañado el veredicto dos segundos después de decidir las acusaciones, sino en la lucha histórica. ¡Qué poco sabían de eso! «Al cielo no se llega con el primer salto.» ¡Y cuántos saltos habían dado ellos y los de su calaña a lo largo de siglos! Salta, salta, salta, como una rana moteada en su charca cenagosa. Pero hasta ahora nosotros hemos hecho un único intento, ¡y qué glorioso ha sido nuestro salto! En especial, si se tiene en cuenta que el proceso se inició, no como Marx había predicho, sino en el país equivocado y en el momento más inoportuno, con todas las fuerzas contrarrevolucionarias haciendo frente común para abortarlo nada más nacer. Luego la revolución había tenido que construirse en mitad de una crisis económica mundial; hubo que defenderla en una sangrienta guerra contra el fascismo; y defenderla una vez más contra aquellos bandidos, los americanos, volcados en su carrera de armamentos. Y, a pesar de todo…, a pesar de todo, en sólo cincuenta años, conseguimos tener medio mundo de nuestra parte. ¡Menudo primer salto!

Ahora la gentuza capitalista y su prensa desvergonzada no hacían más que vomitar mentiras sobre «el inevitable colapso del comunismo» y «las contradicciones inherentes al propio sistema», sonriendo al plagiar las mismísimas frases que ellos habían aplicado tantas veces -y aplicaban aún- al capitalismo. Había leído algo a propósito de un economista burgués llamado Fischer, que aseguraba que «el colapso del comunismo significa la depuración del capitalismo». Ya veremos, Herr Fischer. Lo que estaba ocurriendo era que, por un tiempo breve a escala histórica, se le concedía al viejo sistema la última opción a dar un saltito en su ciénaga de ranas. Pero después, inevitablemente, el espíritu del socialismo se desperezará de nuevo, y en nuestro próximo salto aplastaremos a los capitalistas en el barro hasta que sucumban bajo nuestras botas.

Trabajamos y nos equivocamos. Trabajamos y nos equivocamos. Tal vez la verdad sea que fuimos demasiado ambiciosos, creyendo que podíamos cambiarlo todo -la estructura de la sociedad y la naturaleza del individuo- en tan sólo un par de generaciones. Él se había mostrado a este respecto menos convencido que bastantes otros, y constantemente había alertado contra el resurgir de los elementos burgueses y fascistas. Y los acontecimientos del último o los dos últimos años vinieron a darle la razón, cuando toda la escoria de la sociedad volvió a salir a la superficie. Pero si incluso los elementos burgueses y fascistas podían sobrevivir a cuarenta años de socialismo, imagínese cuánto más inextinguible y fuerte es, en comparación, el alma del socialismo.

El movimiento al que había consagrado su vida no podía ser ahogado por unos cuantos oportunistas, un saco de dólares y un mamarracho en el Kremlin. Era tan antiguo y tan fuerte como el propio espíritu humano. Volvería, con renovado vigor, pronto, muy pronto. Quizá con un nombre distinto, con otra bandera. Pero siempre habría hombres y mujeres deseosos de seguir ese camino, ese difícil sendero montaña arriba a través del río de piedras y la niebla húmeda, conscientes de que al final desembocarían en la brillante luz del sol y encontrarían despejada la cima por encima de sus cabezas. Hombres y mujeres que soñaban con ese momento. Y unirían sus brazos de nuevo para entonar un nuevo canto…, otro distinto de aquel «Caminando por el sendero rojo» que resonó en la ladera del monte Rykosha, pero evocador de la vieja canción. Y unirían sus fuerzas para un poderoso segundo salto. Y temblaría entonces la tierra, y todos los capitalistas, imperialistas y fascistas amantes de las plantas, y la gentuza, la escoria, los renegados e intelectuales de mierda, los pipiolos metidos a fiscales y los judas con cagadas de pájaro en sus calvas, se cagarían de miedo por última y definitiva vez.

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