Julian Barnes - El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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»Príncipe Norodom Sihanouk: "Su nación socialista y su amado líder, que simboliza internacionalmente, de forma maravillosa, la firme adhesión a las ideas de justicia, libertad, independencia, paz y progreso, están siempre al lado de los pueblos oprimidos, de los que son víctimas de la agresión y combaten para recuperar su independencia."

»Hu Yuobang, secretario general del Comité Central del Partido Comunista Chino: "Usted es una firme salvaguarda de la soberanía del Estado y de la dignidad nacional. En los foros internacionales, está usted contra la ley de la fuerza, y defiende la paz mundial y la causa del progreso del hombre."

»Presidente Canaan Banana de Zimbabwe: "Usted ha comprendido que su independencia no puede ser completa hasta que la totalidad de los hombres estén libres de las cadenas del imperialismo y del colonialismo. Por eso su país se ha hallado al frente de los que nos han apoyado en nuestra justa lucha por la emancipación nacional. Nos ha prestado ayuda material y moral en la más dura de las pruebas."

»Mohammad Hosni Mubarak, presidente de la República Árabe de Egipto: "Por mi parte, experimento el mismo gozo por nuestra mutua relación, un gozo que brota de mi íntimo aprecio de su clarividente posición, de su sabiduría, coraje, amplia y comprensiva visión de la historia, de su particular capacidad de asumir las responsabilidades, de su firmeza frente a las circunstancias y de su comprensión de las realidades de nuestra época."

[-Los jodió a todos. Realmente los ha jodido a todos.

– Hacen falta dos para eso.]

»No soy yo quien dice todo eso -prosiguió Petkanov-. Es lo que afirman otros, otros más competentes para juzgarme.

»En mi anterior comparecencia, hace ya muchos años, ante el tribunal burgués y fascista de Velpen, fui acusado, como lo soy ahora, de crímenes amafiados. Usted mismo, señor profesor-fiscal, me recordó al iniciarse este… show que los delitos de que me acusaron entonces, cuando no era más que un muchacho de dieciséis años afiliado a la Unión de la Juventud Comunista, se tipificaron como daños contra la propiedad y más por el estilo. Pero a nadie se le ocultaba que lo que me imputaban realmente era el crimen de ser socialista y comunista, el crimen de desear una suerte mejor para los obreros y los campesinos. Lo sabía todo el mundo: aquella policía burguesa, el fiscal, el tribunal, yo mismo y mis camaradas. Y nadie dudó que fui condenado por esto.

»Hoy ocurre lo mismo. Todos, todos cuantos forman este tribunal y cuantos presencian el espectáculo, saben de sobras que los cargos que se me imputan son invenciones de conveniencia. He sido el timonel de esta nación durante treinta y tres años, he sido comunista, he sacrificado toda mi vida por el pueblo: por consiguiente, para cuantos hicieron un día esas mismas promesas y juraron los mismos juramentos que ahora traicionan, tengo que ser un criminal. Pero la acusación real, la que todos nosotros conocemos, es que soy socialista y comunista, y que me siento orgulloso de serlo. Así que, mis queridos y viejos camaradas, no nos andemos con rodeos. Me declaro culpable de la acusación real. Y ahora impónganme la condena que sea: esa sentencia que ya tienen ustedes decidida.

Y, tras dedicar a sus acusadores una última y desafiante mirada, Stoyo Petkanov se sentó bruscamente. El presidente del tribunal observó su reloj. Una hora y siete minutos.

A finales de febrero se estaban ultimando los trámites legales. El sol comenzaba a atravesar la niebla que se cernía sobre la ciudad. Marzo vendría pronto. Solía representársele como una abuela caprichosa, muy difícil de complacer; pero, si sonreía, tenías su promesa de que haría buen tiempo.

Peter Solinsky había comprado dos martenitsas : dos borlas de lana, cada una mitad roja y mitad blanca. El rojo y el blanco conjuraban cualquier mal, y te traían buena suerte y buena salud. Pero este año Maria no quiso colgarlas.

– Las pusimos el año pasado. Todos los años.

– El año pasado te quería. El año pasado te respetaba.

Peter Solinsky pidió un taxi por teléfono. Si las cosas estaban así, allá ella. Por lo menos, una de las nuevas libertades adquiridas era que no tenías que fingir gratitud por estar casado con la hija de un dirigente antifascista. Ella sí tendría que estarle agradecida, en lugar de menospreciar su actuación calificándolo de abogado de telefilme. Aunque el tribunal, posteriormente, no había accedido a añadir la acusación de asesinato a los cargos, él había actuado bien, muy bien. Todo el mundo se lo decía. Su golpe de efecto había modificado decisivamente la percepción popular. Las caricaturas de los periódicos lo pintaban como un San Jorge dando muerte al dragón. La facultad de Derecho había ofrecido un banquete en su honor. Las mujeres le sonreían ahora, incluso mujeres que no conocía. Sus únicos críticos habían sido Maria, los editorialistas de Verdad, y el autor de una postal anónima que había recibido el otro día. Era una foto de la antigua sede del Partido Comunista en Sliven, y el texto decía simplemente: ¡DADNOS CONDENAS, NO JUSTICIA!

Pidió al taxista que lo llevara a las colinas del Norte.

– ¿Va a despedirse, jefe?

– ¿Despedirme?

¿Tanto se le notaba que acababa de reñir con Maria?

– De Alyosha. He oído decir que se lo llevan de allí.

– ¿Cree usted que es una buena idea?

– Mire usted, camarada jefe… -El taxista pronunció estas palabras en un tono claramente irónico. Se giró un poco hacia su pasajero, pero todo cuanto Solinsky podía ver de él era un cuello lleno de arrugas, una gorra tronada y el perfil de un cigarrillo a medio fumar-. Camarada jefe, ahora que todos somos libres y podemos decir lo que pensamos, permítame que le informe de que me importa un comino lo que hagan.

El taxi aparcó y se quedó esperándole. Solinsky, paseando, atravesó los jardines abiertos al público y subió los escalones de granito. Durante un corto espacio de tiempo más, Alyosha seguiría levantando su reluciente bayoneta y avanzando esperanzadamente hacia el futuro; alrededor del pedestal, los artilleros seguirían defendiendo la posición que se les había encomendado, cualquiera que ésta fuera. ¿Y luego? ¿Pondrían algo en el lugar de Alyosha, o había pasado ya la hora de los monumentos?

Peter Solinsky miró hacia abajo por encima de los castaños y los tilos desnudos, de los álamos, los nogales… Aún faltaban semanas para que aparecieran los primeros brotes. Hacia el oeste divisó el monte Rykosha, escenario de aquella adolescente rapsodia de Petkanov (o de aquel cuento suyo intrascendente). La ciudad se extendía al sur, envuelta en la niebla, protegida por sus murallas domésticas. Amistad 1, Amistad 2, Amistad 3, Amistad 4… Tal vez debería mudarse a una nueva vivienda, como había sugerido Maria. Podría hablar de ello al ministro adjunto de la Vivienda, que, como él, había sido uno de los primeros militantes del Partido Verde. El que Maria no fuera a acompañarle no implicaba que tuviera que seguir viviendo en una sucia ratonera. ¿Seis habitaciones, tal vez? Un fiscal general tiene que recibir a veces en casa a algunos dignatarios extranjeros. Y, después… Bien, no pensaba estar siempre divorciado.

Se vio a sí mismo allí de niño, de pie, tieso, junto a su padre, escuchando la banda de música, viendo cómo el embajador de la URSS depositaba una corona de laurel y saludaba marcialmente. Recordó a Stoyo Petkanov, rebosando poder. Y a Anna Petkanova también: su cara inexpresiva, la trenza del pelo… Durante los siguientes diez años, o más, había alimentado un amor platónico por la Guía de las Juventudes. Las fotografías de las revistas habían puesto de moda su estilo, y se había interesado por el jazz. ¿La habían asesinado realmente? ¿Hasta ese extremo se había envilecido el país? Pero ¿hacía alguien algo por alguna razón? Imposible afirmarlo… Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!

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