Julian Barnes - El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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– Me gustaría que te lo tomaras en serio alguna vez, Atanas. Ya está bien.

– Pensaba que era parte de eso, Vera.

– ¿Parte de qué?

– ¡Pues de la libertad! Libertad de no ponernos serios. Nunca más. Nunca, nunca, si no lo deseas. ¿No tengo derecho a ser frívolo el resto de mi vida, si eso es lo que quiero?

– Ya eras así de frívolo antes, Atanas; antes del cambio.

– Pero entonces era un comportamiento antisocial. Gamberrismo. Ahora es mi derecho constitucional.

– ¿Para eso hemos estado luchando? ¿Por el derecho de Atanas a ser frívolo?

– Tal vez ya es bastante para empezar, por el momento.

El día antes de que se hiciera pública la sentencia en la causa criminal número 1, Peter Solinsky fue a ver a Stoyo Petkanov por última vez. El anciano estaba de pie dentro del semicírculo pintado, con la nariz pegada a los cristales de la ventana. El soldado de guardia había recibido instrucciones para no aplicar más aquella restricción. Dejémosle ahora que contemple la vista, si lo desea. Dejémosle contemplar desde lo alto la ciudad que en otro tiempo gobernó.

Estaban sentados frente a frente, con la mesa por medio, mientras Petkanov leía el fallo del tribunal como si tratara de encontrar alguna irregularidad en él. Treinta años de destierro en el propio país. Eso le enterraría. Confiscación de sus bienes personales por parte del Estado. Eso lo encontraba normal, casi cómodo. Había empezado sin nada, y acabaría de la misma forma. Se encogió de hombros y dejó el papel en la mesa.

– No me habéis quitado mis medallas y galardones.

– Consideramos que debería conservarlos.

Petkanov rezongó.

– En fin… Y tú ¿cómo estás, Peter? -Sonreía ahora al fiscal con una insensata despreocupación, como si su vida estuviera a punto de recomenzar: una vida cuajada de excursiones, de proyectos y locas aventuras.

– ¿Que cómo estoy? -Agotado, en primer lugar. Si sentías esta amarga, esta obsesiva sensación de cansancio, tras conseguir lo que querías, sabiendo que tu país había sido liberado y tu carrera profesional tocada por el éxito, ¿cómo sería el cansancio de la derrota? Su inicial euforia de triunfo se había vaciado como el agua de una bañera-. ¿Cómo estoy? Ya que me lo pregunta, le diré que mi padre ha muerto, mi mujer pide el divorcio y mi hija se niega a dirigirme la palabra. ¿Cómo supone usted que me encuentro?

Petkanov sonrió de nuevo, y la luz destelló otra vez en la montura metálica de sus gafas. Se sentía extrañamente animado. Lo había perdido todo, pero estaba menos derrotado que aquel muchacho envejecido. ¡Qué patéticos son los intelectuales! Siempre lo había pensado. Probablemente el joven Solinsky perdería en seguida la salud. ¡Y cómo despreciaba él a los que se ponían enfermos!

– Bueno, Peter… Consuélate pensando que tus nuevas circunstancias te permitirán dedicar más tiempo a salvar a tu patria.

¿Era ironía? ¿Un consejo con el que trataba de afirmar la existencia de algún vínculo entre los dos? El único y pobre consuelo de Peter era saber que seguía odiando a aquel hombre tanto como siempre. Se puso en pie para irse, pero el ex presidente no había terminado con él. A pesar de sus años, rodeó ágilmente la mesa, estrechó la mano del fiscal y luego la emparedó entre sus propias gruesas manazas.

– Dime, Peter -le preguntó en tono al mismo tiempo zalamero y sarcástico-: ¿te parezco un monstruo?

– No me importa.

Lo único que deseaba Solinsky era escapar cuanto antes de allí.

– Bueno…, te lo preguntaré de otra manera. ¿Me ves como un hombre corriente, o como un monstruo?

– Ni lo uno ni lo otro. -El fiscal general inspiró resignadamente-. Supongo que me lo imagino como una especie de gángster.

Al oír aquella salida, Petkanov soltó una inesperada carcajada.

– Eso no responde a mi pregunta, Peter. Mira: permíteme que te proponga un acertijo en sustitución del que te planteó tu padre. O soy un monstruo, o no lo soy. ¿De acuerdo? Si no lo soy, entonces tengo que ser alguien como tú, o como alguien en quien tú pudieras ser capaz de convertirte. ¿Qué quieres, pues, que sea? La decisión es tuya.

Al ver que Solinsky callaba, el ex presidente insistió, como provocándolo:

– ¿No respondes? ¿No te interesa? Déjame, pues, que siga. Si soy un monstruo, volveré para atormentar tus sueños; seré tu pesadilla. Si soy como tú, regresaré para atormentarte a la luz del día. ¿Qué prefieres? ¿Eh?

Petkanov tiraba ahora de su mano, atrayéndolo hacia sí, hasta el extremo de que Solinsky podía sentir como un olor a huevo duro en su aliento.

– No podéis libraros de mí. Esta farsa de juicio no cambia nada. Matarme no cambiaría nada. Mentir acerca de mí, decir que era sólo odiado y temido, y que nadie me quería, tampoco cambia las cosas. No podéis libraros de mí. ¿Te das cuenta?

El fiscal general libró su mano de la zarpa que la retenía. Se sentía sucio, infectado, sexualmente corrompido, contaminado hasta la médula de los huesos.

– ¡Váyase al infierno! -le gritó, volviéndose violentamente. Al hacerlo se encontró cara a cara con el joven soldado, que estaba siguiendo aquella entrevista con una nueva y democrática curiosidad. La sorpresa hizo que el fiscal le saludara con un gesto, a lo cual el soldado respondió con un taconazo. Luego, volviéndose de nuevo a Petkanov, Solinsky repitió-: ¡Váyase al infierno! ¡Maldito sea!

Se disponía a abrir la puerta cuando oyó unos rápidos pasos a su espalda. Le sorprendió su repentina sensación de terror. Una mano le aferró por el brazo y le obligó a girarse. El ex presidente tenía sus ojos clavados en él y tiraba, tiraba hasta juntar casi sus caras. De pronto, al fiscal le abandonaron las fuerzas y los ojos de ambos quedaron furiosamente al mismo nivel.

– No -dijo Stoyo Petkanov-. Te equivocas. Yo te maldigo. Yo te condeno. -La mirada invicta, el olor a huevo duro, los sarmentosos dedos atenazándole el brazo, magullándolo…-: Yo os condeno.

Desde el cambio, la gente había comenzado a volver a la Iglesia; no sólo para los bautizos y entierros, sino a participar en el culto, en busca de un vago consuelo, de la certeza de ser algo más que abejas en una colmena. Peter Solinsky había esperado encontrar sólo una multitud de viejas con pañoletas en la cabeza, pero vio sólo hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y de mediana edad: personas como él. Se quedó torpemente de pie en el nártex de Santa Sofía, sintiéndose como un impostor, preguntándose si debería hacer una genuflexión o no. Cuando nadie se acercó a pedirle sus credenciales, empezó a caminar hacia el altar por la estrecha nave lateral. Había dejado tras de sí los tristones cuarenta vatios de una tarde de marzo y ahora sus ojos se acomodaban a unas luces cuyo brillo dependía de la oscuridad circundante. Los cirios ardían frente a él, el latón bruñido brillaba, y los ventanucos de arriba eran como focos que convertían el sol en finos y compactos rayos.

El grueso candelero de hierro forjado, con sus púas erizadas y sus curvilíneas fiorituras, era como un teatro de luz. Los cirios encendidos estaban en dos niveles: uno, a la altura del hombro, dedicado a los vivos; otro, a la altura del tobillo, dedicado a los difuntos. Peter Solinsky compró dos velas de cera y las prendió acercándolas a una llama. Se arrodilló y hundió la primera de ellas en la bandeja de arena colocada sobre el piso del templo. Luego se levantó, alargó el brazo y clavó la base de la segunda vela, la que ardería por su patria, en la negra púa de acero. Sentía en su rostro el calor de aquel concierto de llamas. Dio unos pasos atrás, rígido, como el general que acaba de depositar una corona de laurel, y se quedó de pie, mirando. Luego, la punta de su dedo halló el camino de su frente y, sin la menor reticencia, completó el sempiterno gesto, cruzándose el pecho, de derecha a izquierda, a la manera ortodoxa.

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