Julian Barnes - El puercoespín

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El puercoespín (1992) es una novela que retrata la caída del comunismo en Europa tras los sucesos de 1989. Se desarrolla en un país de Europa del Este que nunca se nombre (una «seudo-Bulgaria» según el propio Barnes), y describe el juicio de su jefe de estado, Stoyó Petkánov. Barnes presenta la historia a través de los ojos de muchos personajes, desde unos estudiantes desencantados que ven el juicio por televisión, actuando como una especie de coro griego, hasta el propio ex dictador. La variedad de testigos humaniza a Petkánov, revolucionario convencido, al tiempo que revela la sombría conclusión de que la victoria ideológica representada por el cambio de régimen no poseyó vencedores claros ni absolutos.

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– Le diré lo que me aseguró en cierta ocasión un individuo que se las daba de sabio.

El fiscal general no estaba para cuentos. Había llegado a aborrecer a aquel hombre. Antes, como simple ciudadano, le había odiado objetivamente, útilmente. El odio a Petkanov había sido una fuerza constructiva, unificadora, entre la oposición. Pero desde que lo veía de cerca, desde que tenía que conversar y pelearse con él, aquel sentimiento había cambiado. Su aborrecimiento se había transformado en algo personal, furioso, afectado y corrosivo. Vergüenza antes, abominación ahora, temor futuro…: esa mezcla había empezado a consumir al fiscal. Su odio por Petkanov le parecía ahora tan grande como el amor que alguna vez sintió por su mujer; el líder había colmado todo el vacío emocional que al presente existía en su matrimonio. Y ahí estaba, a la espera de que aquel cerdo soltara algún engañoso tópico, poniéndolo en boca de un sufrido héroe del trabajo, quien en todo caso lo habría plagiado lealmente de los discursos, escritos y documentos selectos del ex presidente.

– Era músico -prosiguió Petkanov-. Tocaba en la orquesta sinfónica de la radio estatal. Yo había ido al concierto con mi hija, quien, al concluir, quiso presentarme a los intérpretes. Habían tocado bien, en mi opinión, así que les felicité. Ocurría esto en el Auditorio de la Revolución -añadió.

Esto último era un toque ornamental que, por alguna razón, irritó a Solinsky como la picadura de un tábano. ¿A qué santo me sale con esto? -se encontró preguntándose a sí mismo-. ¿A quién le importa en qué condenado lugar presume de haberse sentido impresionado por la música? ¿Qué tiene que ver, qué diferencia añade? Y tras la gruesa cortina de su furia oyó, como a distancia, que Petkanov proseguía su historia:

– En el breve discurso que les dirigí, les hablé de la importancia del arte en la lucha política, de cómo los artistas debían sumarse al gran movimiento contra el fascismo y el imperialismo, y colaborar en la construcción del futuro del socialismo. Ya se imaginarán ustedes… -resumió con un matiz de ironía que no hizo efecto en Solinsky-, ya se imaginarán ustedes, grosso modo, el sentido de mis palabras. El hecho es que, después, al pasar entre la orquesta, se me acercó un joven violinista. «Camarada Petkanov», me dijo, «Camarada Petkanov, la gente no se interesa por las grandes palabras: su única preocupación son las salchichas.»

Petkanov miró al fiscal general esperando su reacción; pero Solinsky parecía estar distraído. Al rato, como saliendo de su ensimismamiento, comentó:

– Me imagino que le haría fusilar.

– ¡Qué ramplón eres, Peter! Esas críticas tuyas están pasadas de moda. ¡Por supuesto que no! Jamás fusilamos a nadie.

«Eso ya lo veremos -pensó el fiscal-: excavaremos en los terrenos de sus campos de prisioneros, realizaremos autopsias, conseguiremos que su propia policía secreta lo delate.»

– No, jamás. Digamos, simplemente -proseguía Petkanov-, que sus posibilidades de llegar a ser director de la orquesta quedaron algo mermadas después de aquel sincero intercambio de pareceres.

– ¿Cómo se llamaba?

– ¡Hombre! ¡No esperarás que yo…! Pero, a lo que íbamos: yo estaba en desacuerdo con la opinión de aquel joven cínico. Pero reflexioné sobre lo que me había dicho. Y en muchas ocasiones, después, entonces y aún ahora, me repetiría a mí mismo: «Camarada Petkanov, la gente necesita salchichas y grandes palabras.»

– ¡No me diga!

Tal era, pues, la moraleja del Auditorio de la Revolución. Insinúas unas valientes palabras de protesta entre bastidores y, si no te fusilan en el acto, este…, este, retuerce tu pensamiento y lo transforma en un eslogan insignificante y banal.

– Fíjate en que con esto te estoy dando, simplemente, un buen consejo… Porque, verás: nosotros les dimos salchichas y grandes palabras. Vosotros no creéis en las grandes palabras, pero tampoco les dais salchichas. No las hay en las tiendas… ¿Qué les dais en su lugar?

– Les damos libertad y verdad. -Sonaba demasiado pomposo en sus labios, pero…, si estaba convencido de ello, ¿por qué no decirlo?

– ¡Libertad y verdad! -replicó Petkanov burlándose-. ¡Éstas son vuestras grandes palabras, entonces! Les dais a las mujeres la libertad de dejar sus cocinas e ir a manifestarse ante el Parlamento para decirles a los diputados esta verdad: que no hay una maldita salchicha en las tiendas. Eso es lo que les dicen. ¿Y eso lo calificáis de progreso?

– Lo conseguiremos.

– Ja! Lo dudo. Permíteme que lo ponga en duda, Peter. Mira: el cura de mi pueblo… A ése sí que lo fusilaron, me temo; había muchos criminales sueltos en aquella época, y es fácil que ocurriera… El cura de mi pueblo solía decir: «Al cielo no se llega con el primer salto.»

– Justamente.

– No, Peter, no me entiendes. No estoy refiriéndome a ti. Tú y los de tu cuerda habéis dado ya muchos saltos. Habéis tenido muchos siglos y habéis dado muchos saltos. Un salto, y otro, y otro… Estoy hablando de nosotros. Nosotros solamente hemos dado un salto hasta la fecha.

Su carácter. Tal vez ése había sido su error, su…, sí, su error de burgués liberal. La ingenua esperanza de «llegar a conocer» a Petkanov. La testaruda pero loca creencia de que el ejercicio del poder es el reflejo del carácter del individuo y que, por consiguiente, es necesario y provechoso estudiar ese carácter. Sin duda fue cierto alguna vez: con Napoleón, con los césares y los zares y los príncipes herederos… Pero las cosas habían variado mucho desde entonces.

El asesinato de Kirov…: ésa fue la fecha clave. Muerto por la espalda con un revólver Nagan, en la sede del Partido Comunista en Leningrado, el primero de diciembre de 1934. Un amigo y aliado de Stalin, un camarada de Stalin. Por consiguiente, como solemos decir ingenuamente, por consiguiente, la única persona del mundo que en modo alguno podía haber deseado o esperado, y no digamos ya ordenado esa muerte, era el propio Stalin. Era imposible desde todos los puntos de vista admitidos, tanto políticos como personales. Porque que Stalin hubiera ordenado el asesinato de Kirov no es que fuera impropio de su carácter, sino algo incomprensible desde lo que podemos entender por carácter. Y ésa era precisamente la cuestión. Hemos llegado a unos tiempos en los que el concepto de «carácter» resulta equívoco: ha sido sustituido por el «ego», y el ejercicio de la autoridad en cuanto reflejo de un carácter se ha trocado en un enfermizo deseo de retener el poder por todos los medios posibles y aun burlando cualquier imposibilidad racional. Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!

Solinsky se dio cuenta de que esta interpretación de las cosas le resultaba convincente cuando se hallaba tranquilamente sentado en su estudio, contemplando las colinas del norte, o cuando interrogaba a su estantería en la oficina; pero, en presencia de Petkanov, este intento de verlo como un maligno zumbido de electrones girando alrededor de algún monstruoso vacío no se aguantaba ni dos minutos. Bastaría que el viejo, con la funcionaría de prisiones tras él, se pusiera en pie y comenzara a discutir, a negar, a mentir, a fingir incomprensión: al instante volvían a apoderarse del fiscal general todas sus emociones primarias: curiosidad, expectación, frustración. Seguía buscando un carácter, un carácter como los de antes, un carácter inteligible. Era como si la propia ley exigiera la relación causa-efecto de un motivo lógico y una acción resultante: la sala, en suma, excluía cualquier razonamiento chapucero y simplista.

A media tarde del cuadragésimo segundo día de sesiones de la causa criminal número 1, Peter Solinsky decidió que había llegado el momento. Una nueva línea de investigación, acerca del uso de combustible oficial para fines privados, se había ido al traste entre contradicciones y lapsus de memoria.

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