Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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Yo maté a su hermana Yomatéasuhermana

Por más que lo intentaba se me hacía imposible continuar la lectura. Las letras en mi pantalla bailoteaban trenzándose y destrenzándose en un macabro e inacabable ballet. Por eso tuve que hacer un verdadero esfuerzo para volver a un texto que, a juzgar por su extensión y atropellamiento, presagiaba ser una confesión en toda regla.

…En una carta anterior me indicó usted que reparara bien en su nombre y en su muy conveniente significado. «Me llamo Poubelle, papelera en francés, caja de desperdicios», eso me dijo y es a esa particular virtud suya a la que quiero apelar. Toda alma necesita un estercolero, madame, y usted un día se ofreció para ser el mío. Por eso creo que, al final, sólo voy a pedirle que me escuche, no hace falta que me conteste, ni siquiera aspiro a que me comprenda, sé lo difícil que sería hacerlo.

Sin duda recuerda la historia que le conté de aquella persona a la que tanto amaba y que tanto me hizo sufrir. Sabe también que ella me invitó a pasar unos días a bordo de un barco muy bien llamado Sparkling Cyanide junto a otros siete invitados. ¿Cree usted que se puede matar por amor, madame? No, no me conteste aún. Si lo hace ahora, seguro que se equivoca. Cuando se habla de algo así inmediatamente piensa uno en crímenes pasionales, en violencia machista, en «la maté porque era mía.» Y nada más lejos de mi caso, señora. Yo hablo de algo muy distinto. Escuche, se lo ruego:

Aquí la confesión de Fuguet relataba con más detalle que en correos anteriores los hechos que tuvieron lugar en el Sparkling Cyanide, haciendo hincapié sobre todo en las dos bromas de Oli. La primera, al confrontarnos a todos con nuestras razones para odiarla; la segunda, al fingirse muerta, broma que, en palabras de Pedro Fuguet, «fue la más reveladora de las dos».

Leer esto último me hizo recordar de pronto ciertas palabras de mi hermana pronunciadas mientras charlábamos en su camarote antes del desayuno el mismo día de su muerte: «Cuando uno se finge muerto, acaba viendo en las caras de las personas que están a su alrededor no sólo quién le quiere y quién no, sino incluso quién está dispuesto a darle matarile.» Sí, éstas fueron sus exactas palabras y, según Pedro Fuguet, algo muy similar le había dicho Olivia poco antes de morir. Fuguet relató cómo esa conversación se había producido en los diez o quince minutos previos al accidente. Pero todo había comenzado (según su propio relato) varios minutos antes con él sentado en el salón interior del barco desde donde tuvo oportunidad de oír la conversación que Olivia sostenía con su médico. «Claro -me dije al leer estas líneas-, he aquí otra minúscula piececita que aún le faltaba a mi puzle: Oli llamó a su médico, no para comentar su diagnóstico ni buscar en él consuelo, como yo erróneamente creía hasta ahora, sino para darle a conocer a Fuguet de esta forma indirecta su enfermedad, las características de la misma y el poco tiempo de vida que le quedaba.»

Una vez oída su conversación -continuaba relatando Pedro Fuguet en su correo electrónico- salí a cubierta con intención de confortarla, de decirle que lucharíamos juntos como otras veces, que la ayudaría en todo: «Tú y yo contra el mundo, Oli», ¿no es eso lo que solías decirme en tiempos? Verás cómo lo conseguimos, nunca se sabe con esta enfermedad, mira que…

La siguiente parte del testimonio de Fuguet era tan vivida que me permitió escenificar los últimos minutos de la vida de mi hermana como si estuviera presenciándolo todo desde una de las blancas tumbonas del Sparkling Cyanide. Vi entonces a Olivia sentada sobre la barandilla de popa, de espaldas al mar. Ya Pedro Fuguet de pie frente a ella. Olivia, aún con el teléfono en la mano, sonreía. «Ya ves, Fug -dijo encogiéndose levemente de hombros- así son las cosas. Por eso me alegro tanto de que estés conmigo. Como antes, como siempre.» Pedro redobló entonces sus palabras optimistas, sus protestas de que no podía ser cierto, que tenía que someterse a nuevas pruebas, consultar otros médicos, y ella detuvo sus argumentos con un único gesto de la mano: «Ya lo he probado todo, lo sé desde hace meses.» Y fue en ese momento cuando añadió aquellas dos palabras que yo había oído también en boca de Vlad Romescu: «Hazlo, Fug», acompañadas de una sonrisa. «Hazlo, te lo ruego», repitió mientras inclinaba su cuerpo levemente hacia él, como en una súplica, como en una plegaria. Lágrimas corrían ahora por ese rostro que un día fuera tan bello y hoy, extrañamente, volvía a serlo en todo su esplendor.

¿Se ha fijado, madame? -rezaban las últimas líneas de la confesión de Pedro Fuguet-. En los momentos más cruciales de la vida, las palabras siempre están ausentes. Lo están mientras viene uno al mundo, por supuesto, y también mientras se cumple con el postrero y más importante trámite por el que todos hemos de pasar. Incluso somos muchos los que elegimos callar mientras hacemos el amor. No me refiero ahora al físico, sino también y sobre todo al gran, el inmenso amor que me llevó ese día a inclinarme hacia ella y darle un último beso en la boca. Estoy seguro de que Oli se había preparado. No sólo por el lugar en el que estaba sentada que, ahora me doy cuenta, no era casual, sino por el aspecto que presentaba aquella tarde. Su vestido blanco, como una novia; su pelo suelto, al hacer del viento. Estaba tan guapa, y entonces fue cuando vi, una vez más, esa sonrisa de la que yo le decía siempre que poseía la virtud de derretir corazones y también conciencias. El resto ocurrió muy rápido. Soy médico, madame y quien está capacitado para preservar la vida lo está también para quitarla del modo más indoloro. Por eso puedo decirle que fue fácil. Primero tomé su cabeza entre mis manos, con todo el amor, con toda la devoción que siempre sentí por ella y fingí que deseaba besarla de nuevo. Luego un movimiento rápido, muy preciso, un crujido y ya está. Eso fue todo. A continuación empujé suavemente su cuerpo y cayó, furo que sonreía aún cuando golpeó la plataforma. Ése es mi mejor consuelo, ella siempre confió en mí…

Las lágrimas impidieron que continuara con la lectura. Me preguntaba ahora si Olivia le había contado a Fuguet lo de la póliza de seguros, su plan para favorecer a Cósima, su necesidad de que la muerte se produjera no por enfermedad sino por causa fortuita. Pedro Fuguet no hablaba de ello en las líneas que venían a continuación, pero yo me inclinaba a pensar que sí. Era el argumento perfecto, el más sólido sin duda, para que él la ayudara a cumplir su propósito.

«Dios mío -me dije entonces-. ¿Y ahora qué hago, cómo debo proceder?» Aquel correo electrónico estaba escrito horas antes pero yo no lo había leído hasta ese momento, las ocho y media de la tarde. En menos de una hora, Rapunzel, o lo que es lo mismo Pedro Fuguet, tocaría al timbre. Yo le abriría, cenaríamos, y si la velada se desarrollaba más o menos en la misma línea que mi encuentro con Vlad Romescu era probable que acabáramos en la cama, sólo que esta vez (y de verdad) yo estaría durmiendo con el asesino de mi hermana. El mismo que llevaba semanas intentando desenmascarar porque así lo había dispuesto Olivia al dejar tantas y tan evidentes pistas en mi camino. Como el libro de Roger Ackroyd, por ejemplo, en el que el asesino es un médico. O como el de Némesis que se encontraba en el camarote de doña Cristina y en el que, por un lado, una persona muerta encarga desde la tumba la investigación de un asesinato, y por otro al final resulta que el asesino mata a la víctima por lo mucho que la ama. Luego estaba también aquel almohadón de tira bordada con su leyenda explícita… sí, tantas y tan evidentes piedras de Pulgarcito dejadas por Oli, igual que en uno de nuestros lejanos juegos infantiles. Y aún había además otras piedritas menos evidentes pero igualmente útiles, como el nombre de Miranda de Winter o como el libro dejado a doña Cristina con una dedicatoria que sugería consultar con Mycroft Holmes en caso de dificultad. «¿También estos dos detalles los planeaste de antemano? -le pregunté a Olivia como si estuviera delante-. No, perdona, te considero hábil, Oli, pero no hasta ese punto. Más bien me inclino a creer que el apellido de Miranda, por ejemplo, fue el que te dio la idea de imitar la forma de morir de Rebeca, como bien señaló Miri cuando hablamos en Londres, y no al revés. En cuanto a que doña Cristina y yo nos encontrásemos por la calle para que ella me diera la idea que acabó resolviéndolo todo al modo de Mycroft Holmes, me parece más un guiño del destino que tuyo. De hecho, yo no necesitaba en absoluto la intervención del hermano listo de Sherlock, iba ya camino de ese Registro y en seguida descubriría tu bello gesto.

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