Y sin embargo, de pronto ahí estaba. Sí, sí, era él.
«Gracias Rapunzel -le dije mientras me apresuraba a abrir su correo-, gracias Pedro, por permitirme acceder de nuevo a tu torrecita tan alta y aislada y, con un poco de suerte, también a algo nuevo para mis investigaciones.»
Abrí a toda prisa el mail (lo que me hizo ignorar sin querer a otros dos o tres corazones solitarios y desesperados, pobres almas) y leí con avidez:
Querida madame Poubelle:
Lamento no haberme comunicado antes con usted, pero lo cierto es que me ha pasado algo muy extraordinario que me gustaría contarle. Qué bien -me dije al leer esto-. Así tengo acceso a lo que piensa no sólo uno de mis sospechosos, sino también un hombre al que encuentro cada vez más interesante …Se dice siempre que el mayor problema de nosotros, los corazones solitarios, es que nos gusta más el mundo virtual que el real y por eso somos incapaces de vivir… Igual que me pasa a mí, pensé entonces, y una vez más reparé en cuánto nos parecemos Pedro Fuguet y yo. Pero no había que dejarse llevar por sentimientos romanticones y atolondrados… en realidad -continué leyendo- todo es más simple de lo que parece, madame, y yo por fin lo he descubierto. Vivir consiste, sencillamente, en tener la suerte de encontrar en el mundo no-virtual una persona con la que compartir… ¿Te refieres a mí? -pensé recordando aquella rosa sin espinas que él me había regalado en nuestro último encuentro- . ¿Es posible? Una persona en la que nunca pensé hasta este momento, puesto que ya ha fallecido… Claro tonta, no podías ser tú, una vez más es Olivia, siempre Olivia… aunque vive en otra. ¿Cree usted en la transmigración de las almas, madame Poubelle?… Desde luego que no creo. Un giro esotérico no, por favor, qué desilusión… Yo no, por eso me inclino a pensar que se trata de otro fenómeno que no alcanzo a comprender del todo. Verá usted, madame, todo empezó hace unas cuantas semanas cuando acudía la llamada de una antigua amiga que me convocó a pasar unos días en un barco. …
A continuación Rapunzel, o lo que es lo mismo, el doctor Pedro Fuguet, hacía un relato de lo que había sido nuestra llegada a bordo del Sparkling Cyanide; también un esbozo de cada uno de nosotros (-apenas unos datos básicos, edad aproximada, relación con Olivia y poco más-). Luego, contaba lo sucedido la noche en que Olivia expuso las razones que cada uno tenía para desear su muerte. Y más tarde, después de relatar por encima lo ocurrido al día siguiente, daba cuenta de que ella había sufrido una caída mortal. Eso era todo. ¡Nada más! Ni un dato nuevo para mis pesquisas y menos aún (y de esto no pude más que congratularme) una confesión de culpabilidad por su parte.
Todo lo dicho suponía un jarro de agua fría para la señorita Marple y sus pesquisas detectivescas, es cierto, pero en cambio, no puedo decir que lo fuera también para mí, Ágata Uriarte. Y es que si el correo de Pedro Fuguet no revelaba nada nuevo sobre la muerte de Olivia, contenía una agradable sorpresa. Hela aquí en sus propias palabras:
…si usted recuerda los lamentables episodios de mi vida que le he relatado en correos anteriores, sabrá que esa persona fallecida de la que le hablo es la misma a la que tanto amé y por la que hice cosas terribles que - puesto que usted las conoce - prefiero no tener que repetir. Sin embargo, como la vida a veces nos complace con algún regalo inesperado, ahora que esa persona ha muerto me parece haberla encontrado en otra. Sí, sí, ya sé que suena extraño, madame, pero tengo la corazonada de que lo que sentí por ella, de alguna manera lo puedo reencontrar en alguien de su familia y en este caso, de forma menos doloroso para mí.
Fuguet no daba ningún nombre, pero el resto de la carta hasta despedirse estaba dedicada a consideraciones varias sobre si era posible que dos personas que no se parecen en nada, ni física, ni espiritualmente, aunque pertenecieran a la misma familia, puedan llegar a «fundirse» (ésa era su expresión) cuando una de ellas muere. También hablaba de la posibilidad de que, una vez fallecida esa persona, pudiese, de alguna manera, trasladar lo mejor de ella a otra.
Todo lo que decía era un poco paranormal y los hombres con un cote esotérico no son los que más me fascinan y, sin embargo, lo cierto es que el corazón se me aceleró al descubrir que yo le interesaba mucho más de lo que podía siquiera soñar al silencioso y reservado doctor Fuguet. Y, más aún, enterarme de que lo que le atraía de mí era que yo parecía tener sólo las cualidades positivas de mi hermana. Dicho esto, lo más curioso de todo era algo que notaba de un tiempo a esta parte y que de alguna manera encajaba también con las palabras de Pedro. Me refiero a lo mucho que había aumentado mi… sex appeal, digamos, desde la muerte de Olivia, hasta el punto de que empezaba a parecerse un poco al de ella. Pero claro, un cambio de este tipo no es algo que le preocupe a una, al contrario. Tampoco parecía inquietar en lo más mínimo a madame Poubelle, que ya había cogido carrerilla y estaba contestándole a Rapunzel con su habitual prudencia.
Carámbanos, Rapunzel, el destino es un gran bromista y siempre le han gustado estas pequeñas paradojas como las que relatas en tu carta. Además, esa segunda persona que mencionas suena de lo más interesante, ¿por qué no quedas con ella y a ver qué pasa?
Escribí esto y no me sentí muy orgullosa que digamos. Me parecía mal por mi parte utilizar a madame Poubelle como alcahueta cuando lo que tendría que estar haciendo es usarla para averiguar algo más sobre la muerte de Oli. ¿Pero bueno, a quién podía perjudicar que la señorita Marple se tomara unas pequeñas vacaciones forzosas? Además, a lo mejor así se le aclaraban las ideas, andaba un poco perdida últimamente.
Antes he comparado los acontecimientos de aquellos últimos días con las distintas cuentas de un collar de abalorios. Y si la primera cuenta era el doctor Fuguet y su carta, la segunda y la tercera llevaban también el nombre de pasajeros del Sparkling Cyanide. Hablo de Vlad Romescu y de doña Cristina San Cristóbal. Uno y otra irrumpieron de pronto en mi vida, el primero sólo por teléfono (llamaba para decir que no había habido suerte con las entrevistas, que se volvía a Mallorca, que sentía no haber pasado por casa a despedirse de mí, que me mandaba un besito muy fuerte); la segunda, en carne y hueso (más de lo primero que de lo segundo, dada su particular fisonomía).
– ¡Doña Cristina! -exclamé al verla avanzar hacia mí envuelta en una de esas veraniegas túnicas que tanto parecen gustarle (color naranja y amarillo canario en esta ocasión)-. ¡Qué casualidad tan grande verla por aquí!
Y en verdad lo era. Porque si todos los encuentros «casuales» de los que se habla en esta historia habían sido provocados por mí, juro que no tuve nada que ver en que, esa mañana, al doblar la esquina camino del Registro, allí estuviera ella, brazos enjarra.
– A ver si miramos un poco por dónde vamos -dijo con su habitual aire de malas pulgas, y las dos nos quedamos mirándonos, en la acera.
Me habría gustado preguntarle qué hacía por este barrio tan lejano al suyo y a esas horas de la mañana, pero doña Cristina no es de las personas que incitan a que uno indague en sus actos. Más bien al contrario, es ella la que suele hacer las preguntas.
– ¿Cómo van las pesquisas? -inquirió irónica-. ¿Algún descubrimiento interesante? ¿El nudo se aprieta alrededor de los sospechosos?
Le dije que no había nada nuevo, y seguramente ahí habría acabado nuestra casual conversación si ella no me hubiera hecho una pregunta sarcástica.
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