– Madame Serp… La señora Cristina -rectifiqué a toda prisa, y aquella muchacha sonrió amablemente al preguntar de parte de quién.
Mientras le daba mi nombre, me interesó comprobar que se trataba de una empleada rubia, española, a juzgar por el acento, perfectamente uniformada de gris y con un bonito delantal blanco de broderí. La nacionalidad de la chica no tendría mayor importancia hace unos años, pero en los tiempos que corren, es todo un detalle para el secreto lenguaje de los ídem al que antes hacía alusión, sobre todo, por el contraste que presentaba con otras varias señoritas que tuve oportunidad de ver minutos más tarde. Y es que después de preguntar si el motivo de mi visita era privado o de trabajo (mitad y mitad, contesté yo por las dudas), aquella muchacha me hizo entrar en una especie de oficina adyacente. Allí se alineaban por lo menos una decena de elegantes mesas ante las que se encontraban otras tantas señoritas muy concentradas en las pantallas de sus ordenadores. Muchachas jóvenes, de aspecto burocrático, vestidas y peinadas de modo sobrio pero chic. Y el contraste al que me refiero con la señorita que me abrió la puerta venía dado, sobre todo, por sus rasgos físicos. No pude corroborar mi hipótesis porque ellas realizaban su trabajo en perfecto silencio, pero estoy segura de que eran todas de origen andino, peruanas, ecuatorianas tal vez.
– Buenos días -saludé con la clara intención de salir de dudas, pero aquellas damas laboriosas se limitaron a responder con una leve inclinación de cabeza.
Entonces intenté espiar qué se veía en las pantallas de sus ordenadores. ¿Serían estas chicas brokers conectadas con la bolsa de Nueva York o algo así? ¿Corredoras de apuestas? ¿Intermediarias en el negocio del amor o, lo que es lo mismo, concertadoras de citas entre clientes y escorts de lujo? Imposible saberlo pero, conociendo los antecedentes laborales de doña Cristina, me inclinaba por esto último. Atravesamos aquel pool de señoritas y, tal como había hecho días antes en casa de Flavio y Kalina, me dediqué a observar el ambiente. En realidad es lo que más me gusta de mi recién estrenada labor como señorita Marple, admirar casas. No es que se me haya desarrollado un hasta ahora inexistente interés por la decoración de interiores, es por el asunto del secreto lenguaje de los detalles que mencionaba antes.
– Espere aquí -indicó mi guía una vez que llegamos a la siguiente habitación.
– Tome asiento, por favor, la señora la atenderá en unos minutos.
Si aquélla era la antesala del despacho de doña Cristina, tenía, desde luego, un aire de lo más coquetón. «Cosy», creo que es la palabra adecuada. Era como, si una vez atravesada el área industriosa de la casa, me encontrara ahora en la más personal. Telas con dibujos de Fortuny, adornos precolombinos, alfombras suecas, muebles ingleses… si tuviera que hacer un diagnóstico «decoratril» de la estancia, me inclinaría por decir que el estilo era «ecléctico». En cambio, si lo que se me pide es un diagnóstico… psicológico, digamos, añadiré que para mí doña Cristina, como ocurre con las personas inteligentes de extracción humilde, había ido absorbiendo por osmosis el gusto estético de su selecta clientela. Y puesto que a lo largo de su carrera se había relacionado con personas de lo más variopintas, también sus gustos lo eran.
– Siéntese donde prefiera -repitió aquella chica tan agradable antes de desaparecer por una puerta lateral, de modo que obedecí dispuesta a obtener más información a través de los objetos durante la espera.
Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo porque, apenas unos segundos más tarde, la puerta se abría dejando paso a madame Serpent.
– Qué sorpresa -dijo, pero lo cierto es que ni el tono de su voz ni el hecho de que se abstuviera de preguntar qué demonios hacía yo en su casa parecían denotar tal sentimiento.
A continuación me escoltó a la habitación contigua, que era grande, espaciosa y en la que reinaba una única mesa de trabajo tan desprovista de papeles, enseres e incluso teléfono que me llamó la atención. En aquel neutro y frío decorado desentonaban muchísimo dos imágenes pías. Una de un Cristo crucificado con faldita de colores, y otra en escayola de uno de esos eccehomos dolientes, sangrantes y llagados que si uno no hubiera visto varios parecidos desde su más tierna infancia serían fuente de más de una pesadilla. Vaya contraste con el resto de la decoración, pensé, pero tampoco me dio tiempo a hacer demasiadas conjeturas sobre el particular porque en seguida empezamos nuestra conversación y yo necesitaba todas mis neuronas libres de distracciones para no levantar suspicacias en dama tan avisada como ella. Si alguien alcanza a leer mi relato -cosa que veo cada vez más posible porque voy cogiéndole gusto a esto de contar pesquisas detectivescas y a lo mejor me animo y lo convierto en una novela-. (Invitación a un asesinato, se podría llamar. ¿Por qué no? Es un título intrigante y cuenta con el aliciente de que se trata de una historia real, aquí no hay nada de ficción.) Pero bueno, vuelvo al principio de la frase, porque si al final me decido a convertirme en escritora, tengo que aprender a no irme por las ramas. Decía que si alguien alcanza a leer este relato, quizá, llegado a este punto, se pregunte si también doña Cristina, igual que había hecho el resto de los invitados del Sparkling Cyanide, me soltó aquello de «Tu hermana está mejor muerta». Y la respuesta es sí, aunque en su caso tardó un par de minutos más en hacerlo. Yo había decidido utilizar con ella mi método Jacinto Benavente, el mismo que usé con éxito en el caso de Cary Faithful. Me refiero a ese truco que aconseja que a los inteligentes y a los desconfiados hay que engañarlos primero contándoles la verdad, y dejar las mentiras para más tarde, cuando ya han bajado la guardia. Por eso, no me fui ni un poquitín por las ramas y le confesé así, a bocajarro y mirándola a los ojos (eso siempre queda muy bien) que tenía ciertos motivos para pensar que la muerte de Olivia no había sido un accidente. «Pero por supuesto -me apresuré a añadir- no tengo la menor intención de ir con esta sospecha a la policía. Soy la primera a la que no le gusta que la autoridad meta las narices en su vida -enfaticé, y ella asintió todavía con cierta desconfianza, por lo que insistí-: Nada de polis. El caso está cerrado y es mucho mejor para todos. Sin embargo mi problema, doña Cristina, es de otro tipo muy distinto y creo que usted es la única persona que conozco que puede comprenderme. Mi preocupación es la siguiente: ¿Cómo puedo dormir tranquila sin saber si el espíritu de mi hermana descansa en paz o no? -dije, e inmediatamente me di cuenta de que había dado con el argumento perfecto-. Lo único que me angustia -continué con redoblado énfasis- es averiguar si Olivia tuvo tiempo de sosegar su alma y por tanto no va a vagar por ahí o aparecérseme cualquier noche de éstas para darme un susto de muerte.»
Fue entonces cuando ella dijo aquello de «Tu hermana está mucho mejor muerta», mientras me observaba con unos ojos negros y duros como dos escarabajos (o mejor aún, como dos cucarachas). Yo, por mi parte, le aguanté la mirada, porque si importante es hacerlo cuando una dice la verdad, lo es más aún cuando se cuenta grandísima trola. «Como usted bien sabe, doña Cristina -dije entonces- mis relaciones con Olivia no eran, en fin, no sé si me entiende…»
Aquí no recuerdo si fui yo quien se detuvo o ella quien interrumpió en mitad de la frase.
– … Más mala que una víbora, así era su hermana, hijita. Y ni falta que hace que me explique cómo eran sus relaciones con ella. Tuve día y medio para aguaitarlas a ustedes a bordo de aquel barco platudo y yo soy perro viejo, no se me engaña muy fácil que digamos. -Me alarmé al oír esto, naturalmente. A lo mejor me estaba pasando de lista, y doña Cristina leía en mí como en un libro abierto. Sin embargo, sus próximas palabras me dieron cierta esperanza.
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