¿Por qué, Dios mío, por qué Olivia guardaría semejante imagen? ¿Cómo era posible que hubiera fotografiado a su hija muerta? Por supuesto yo sabía que, en otros tiempos, era costumbre retratar a los niños fallecidos a temprana edad para guardar de ellos un recuerdo, pero jamás pensé que alguien como Oli sintiera la necesidad de hacer cosa parecida. Me temblaban las manos. Ya no me atreví a seguir ojeando el resto de las fotos por miedo a encontrarme con una nueva sorpresa. Quién sabe, tal vez la siguiente bien pudiera ser de la otra niña, de Clarita su hija mayor, muerta también un par de meses después que su hermana.
– Vamos, Kalina, ¿no ves que Ágata se está emocionando con los recuerdos de Oli? Dejémosla unos minutos a solas si ella lo desea.
Era la voz de Flavio la que se entreveraba con mis pensamientos, algo lejana, amortiguada. Alcé la cabeza y vi que él había dado por concluida su llamada telefónica y se acercaba a la parte de la habitación en la que estábamos Kalina y yo. Si era verdad lo que Flavio había dicho hace un rato, él (y posiblemente también su mujer) debían de desconocer el contenido de aquella caja. Y yo me incliné a pensar que no me había mentido. De otro modo, creo que le hubiera sido muy difícil mantener el aire despreocupado y ligero con el que a continuación se dirigió a su mujer:
– Sentí, tesoro, ¿por qué no hacemos una cosa? Yo voy bajando y os espero en mi despacho. Cuando terminéis, pasaros por allí, así me despido de Ágata. Claudio y yo estamos trabajando duro.
Si no hubiera estado tan conturbada por el contenido de la caja que tenía entre manos, es posible que me hubiera detenido a cavilar sobre Flavio y su «trabajo». ¿En qué consistía y, sobre todo en qué situación financiera se encontraba ahora? ¿No habíamos quedado en que estaba arruinado? Todo en aquella casa, en aquel ambiente, parecía desmentirlo, pero yo empezaba a darme cuenta de que las ruinas de los muy ricos son algo así como los caminos del señor, perfectamente inescrutables.
Sea como fuere, lo cierto es que nada de eso me preocupaba en aquel momento. Mi único afán era cerrar de una vez aquella caja, olvidar lo antes posible su contenido, recuperar cuanto antes el dominio de mí misma para sonreírle a Kalina y decir:
– Bueno, bueno, creo que será mejor que me vaya despidiendo, supongo que tú también tendrás cosas que hacer.
– ¿No quieres quedarte un ratito más? Incluso podríamos comer juntas, son casi las dos.
– Gracias, pero supongo que querrás almorzar con tu marido y ese tal Claudio -respondí un tanto sorprendida por la invitación.
– Con Flav no se puede contar nunca, y Claudio… bueno, es su secretario, nada más. Venga, quédate, así te puedo enseñar otras cosas bonitas. ¿Te gustaría ver el gimnasio, por ejemplo? ¿Y el invernadero? ¿Y el cuarto del bebé? Seguro que ya se ha despertado.
Decliné la invitación lo más gentilmente que supe y ella, para mi creciente sorpresa, pareció apenada. ¿Es posible, me dije, que una chica como Kalina no tenga nada más interesante que hacer que comer con una desconocida o enseñarle su casa?
– Es agradable tener con quien hablar un poco -dijo ella como si una vez más hubiera leído mi pensamiento. Pero lo que no me aclaró es por qué carecía de con quién hacerlo. Seguramente una chica tan guapa, casada con un hombre influyente, contaría con un montón de amigas, otras tantas Kalinas en su misma circunstancia, con sus mismos gustos, qué se yo.
– Por lo menos pásate un minuto a decirle adiós a Flav, él quería despedirse de ti.
Dicho esto las dos descendimos en silencio la escalera y nuevamente me dediqué a mirar a mi alrededor, aunque en esta ocasión la casa me pareció más sombría. Bobadas mías, claro, el camino era el mismo que el de llegada. Atravesamos el vestíbulo, a continuación dos salones que ya había visto antes y no nos detuvimos hasta llegar a una puerta corredera en la que Kalina llamó con los nudillos antes de abrir. Allí estaba de nuevo Flavio, tan amable como antes. Se había quitado la chaqueta. Entonces se acercó para darme un beso.
– Adiós, Ágata, espero que si nos volvemos a ver, sea en circunstancias más agradables -dijo, y ya no añadió nada más porque su expresión amable se transformó de pronto al sonar el teléfono-. Ahora, si me perdonas… -añadió, dando por terminada la conversación.
Toda la escena no pudo haber durado más de un par de minutos y, sin embargo, mi recuerdo de ella es muy vivido. No tanto por lo que acabo de narrar sino por lo que sucedió después. Salíamos Kalina y yo del despacho, ella insistiendo en que me quedara a comer, yo agradeciendo e inventando otra excusa, cuando nos cruzamos con un nuevo personaje. Por un momento me pareció que se trataba del mismo Flavio Viccenzo que se hubiera vuelto a poner la chaqueta. Es verdad que, en este caso, no era color tiza sino gris piedra, y el polo en vez de lavanda era verde pero, por lo demás, todo era idéntico. Un vaquero y unas deportivas negras completaban la indumentaria del recién llegado.
– Este es Claudio -dijo Kalina, sin detenerse en más presentaciones-. ¿Almorzaréis conmigo? -le preguntó, y aquel muchacho, que era algo más alto que Flavio y con marcas de acné que afeaban unos rasgos que de otro modo hubieran sido perfectos, sonrió.
– Mira, tú vete comiendo sola que a lo mejor llegamos al postre.
Su acento, tan foráneo como el de Kalina y el de Flavio, denotaba que tampoco era español. Pero no fue eso lo que me llamó la atención. Ni siquiera me entretuve en hacer una de mis consideraciones favoritas, esa de que hoy en día los españoles empezamos a ser una rareza en Madrid y viva la multiculturalidad. Porque lo que me vino a la cabeza al ver a aquel joven y su forma de vestir fue el recuerdo de algo dicho por Olivia la noche antes de su accidente. Me refiero a las razones de Vlad para desear su muerte, razones que tenían mucho que ver con los cambiantes gustos sexuales de su marido. ¿Por qué demonios los gays que, por lo que sea, eligen no salir del armario cometen el estúpido error de vestirse igual que sus amantes? ¿No se dan cuenta de que canta traviata?, me dije. Y en lo que a las personas más allegadas a ellos se refiere, añadí, ¿cómo es posible que no vean lo que está más claro que el agua?
Inevitablemente, al pensar esto último miré a Kalina y ella pareció sonreír:
– Por favor, quédate. Si no es a comer conmigo, al menos un ratito más. ¿De veras que no quieres que te enseñe el resto de la casa? ¿La sala de cine? ¿La de Bikram yoga? ¿La bodega? Todo es sensacional, de verdad, te lo juro.
En el nido de la serpiente
¿Cómo hace uno para interrogar sin que se note demasiado a una persona suspicaz, taimada, lista como el diablo que, encima, sabe más por ídem que por vieja? Lo digo porque todo esto y mucho más era sin duda la próxima de las invitadas del Sparkling Cyanide a la que me disponía a entrevistar.
Siempre según el método habitual de las novelas policíacas que yo había decidido copiar para seguir el juego propuesto por mi hermana Olivia, me tocaba ahora tirarle de la lengua al más correoso de todos mis personajes: la madre de Sonia San Cristóbal, la inefable y para mí más que interesante madame Serpent. Es muy conveniente también, y siempre según el método que he mencionado, que la entrevista se realice en el hábitat natural del individuo a sonsacar. Porque ya me he dado cuenta de que lo que no revela él o ella seguro que lo chivan las cosas que le rodean. «La elocuencia de los objetos», creo que es el término específico, aunque yo prefiero llamarlo el secreto lenguaje de los detalles.
Y lo cierto es que en este caso fueron muchos los que llamaron mi atención desde el mismo momento en que se abrió la puerta de la casa de doña Cristina. Empezando, sin ir más lejos, por la persona que me franqueó la entrada.
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