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Dino Buzzati: Un amor

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Dino Buzzati Un amor

Un amor: краткое содержание, описание и аннотация

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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La danza no era -descubrió Dorigo- otra cosa que un desahogo lírico del sexo: todo lo demás no podía ser otra cosa que decoración o idiotez. Los bastos y lascivos ofrecimientos carnales de las prostitutas de burdel resultaban una comedia ridícula en comparación con las seducciones alusivas y tan pícaras de las bailarinas, que penetraban en lo profundo, y cuanto mejor era una bailarina, cuanto más audaces, perfectas, ligeras, armoniosas y acrobáticas eran sus prestaciones, más intenso era en quien la contemplaba el deseo de abrazarla, estrecharla, palparla y acariciarla, en particular en los muslos, de poseerla hasta el fondo.

Entró un tropel de bailarinas, debían de ser unas diez o doce: eran las sombras del crepúsculo.

En aquel primer grupo no estaba ella. Por un instante, con un sobresalto interior, le pareció reconocerla en la tercera, una morenita de media estatura. Con los rápidos movimientos que hacían, no era fácil distinguir bien. Después la morenita, girando sobre sí misma, se acercó y se detuvo de golpe, junto con sus compañeras, con una pierna alzada hacia atrás, en equilibrio sobre la punta del otro pie. Así se presentó de perfil y él comprobó que la nariz era completamente distinta.

Más tarde entró la primera bailarina, después hubo un paso de dos, luego el grupo de antes intervino trabando un episodio colectivo. La sesión iba para largo. Aunque el equipo estaba ya bastante preparado y tenía ya metido el ballet en las piernas, Vassilievski, que iba vestido como con un mono, interrumpía con frecuencia, más que nada, tal vez, por el gusto de la exhibición personal, y repetía sin música tal o cual paso, recalcándolo con gritos curiosos: "La, la, ta-ta, la". Ya tenía años, debía de estar próximo a los cincuenta y, sin embargo, el arranque, la precisión, la elegancia, ya que no la potencia muscular, eran aún los de su época dorada, cuando lo consideraban uno de los dos o tres primeros bailarines del mundo.

Por último, intervinieron las ocho luciérnagas, todas jovencísimas y menuditas, también ellas con aquel aspecto descuidado y desaliñado, como obreras que en el trabajo ya no procuran gustar; total, los espectadores de la prueba no las juzgaban por su belleza y, en cuanto a Dorigo, nuevo en aquel ambiente, ninguna de las bailarinas parecía haber advertido aún su presencia, pero tampoco entre las luciérnagas estaba Laide.

Siguió la agitación de una decena de murciélagos -hombres ésos- con los cuales Vassilievski tuvo mucho que hacer, corrigiendo, rectificando, modificando, inventando sobre la marcha nuevos movimientos. Sólo con los murciélagos, entre pruebas y repeticiones, pasó una buena media hora.

Y de pronto, mientras Antonio seguía con los ojos la ejemplificación de Vassilievski, irrumpieron por la derecha los duendes. En un primer momento ni siquiera se dio cuenta.

Eran ocho bailarinas. Después de haber avanzado con rapidísimos pasitos de puntillas, se pusieron a girar sobre sí mismas con cabriolas laterales, apoyando ora los pies ora las manos, para dar un giro completo.

Inmediatamente Antonio la vio. Llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca, tampoco ella llevaba los labios pintados, con esa cara trastornada y diferente, insignificante incluso, que tienen las mujeres cuando se levantan por la mañana. Por la cara probablemente él no la habría reconocido y tampoco la identificó por el cuerpo, que podía confundirse fácilmente con el de sus compañeras, de igual estatura e igualmente delgadas.

La reconoció por su porte característico: ágil, orgulloso y arrogante. De las ocho era la única que ejecutaba las cabriolas aproximadamente, casi con desgana, sin proyectar verticalmente los brazos y las piernas en alto, con sucesión alterna, sino esbozándolas apenas. Como si quisiera decir: "Para mí, esto son tonterías, no tengo por qué esforzarme, yo sé hacer esto y muchas otras cosas".

Estaba mirándola fijamente, pero ella miraba todo el tiempo en otra dirección. Era ella, pero no exactamente ella. Con aquel atavío, que no lo era de verdad, le cambiaba incluso la expresión de la cara. Con las zapatillas sin tacón, le parecía también más baja.

Llevaba unos leotardos negros de mangas largas y medias negras de punto grueso que le llegaban hasta la ingle y no se entendía cómo podían mantenerse estiradas y, entre la extremidad inferior del jersey y el borde de las medias, quedaba al descubierto, lateralmente, una media luna de piel. No era la única que se había vestido así: evidentemente, era una costumbre admitida. Pero aquella franja de muslo desnudo que aparecía tenía un sentido especial, una alusión, una referencia a otras cosas prohibidas.

Ella no llevaba leotardos, llevaba un mono de mangas largas que se pegaba a la espalda, a los pechitos de niña y al trasero. En las piernas, un par de medias negras que la cubrían enteramente, pero de costado el borde horizontal no acababa de coincidir con el límite inferior del jersey, que, por la tensión de las carnes, formaba una curva, por lo que una franja de carne blanqueaba ese negro: casi una provocación, una coquetería, un guiño, una invitación.

Terminadas las cabriolas, pasaría junto a él, a menos de dos metros, y volviendo la cabeza ora a un lado ora al otro lo vería, sus miradas se habían paseado exactamente por su cara, pero no había habido un guiño, una modificación, ni siquiera mínima, de las facciones, una señal de reconocimiento: como si nunca lo hubiese visto, como si él ni siquiera existiese.

No. Los decorados, los trajes, su trabajo no le importaban nada: que se fueran a la porra. Dorigo la seguía a ella, con la esperanza de que se distinguiese, de que lo hiciera mejor, pero, en realidad, ella no estaba ni mejor ni peor que las otras, se veía que podría haberlo hecho mejor, pero ostentaba su falta de voluntad. Hacía indolentemente el mínimo necesario para no romper la armonía con sus compañeras.

Dos veces más pasó por delante de él y sin duda lo vio, pero era como si mirara al vacío.

Después Vassilievski dio un pisotón en el suelo e hizo una seña con la mano derecha y la música del piano se interrumpió: era la señal de que el coreógrafo concedía una pausa. Bailarines y bailarinas se dispersaron.

«No, no, chicas, quedaos aquí: sólo cinco minutos. No hay tiempo para ir a los camerinos», gritó la directora de la escuela, porque alguna hacía ademán de querer alejarse.

En aquel momento apareció el director del montaje escénico, escenógrafo célebre, gran señor, quien se acercó a Dorigo y lo felicitó por los bocetos. Empleó términos entusiásticos, probablemente exagerados, pero no era hipocresía, más bien el deseo de que Antonio, nuevo en aquel ambiente y manifiestamente desplazado, se sintiera más cómodo.

«Se lo agradezco», dijo Antonio. «Es usted muy amable. Mire, es la primera vez que hago decorados tan arduos, pero cuento con su ayuda. A veces a partir de simples esbozos puestos en una hoja de papel, ustedes son capaces de obtener obras maestras…»

Mientras hablaba así, vio a Laide, que estaba bromeando con un bailarín, un buen mozo que le sacaba la cabeza; estaba pegada a él y en determinado momento le pegó, riendo, un puñetazo en pleno pecho. Era ella enteramente en aquel gesto: descarada, pícara, coqueta, vulgarota, segura de sí misma.

Fue como si le hubieran clavado un alfiler, como una punzada dolorosa. Aquel puño, alegre y compañeril, entrañaba una prolongada intimidad oculta o por lo menos una relación libre y desenvuelta entre iguales, con cantidad de recuerdos comunes, trabajo, esperanzas, bromas, noches locas por Milán, cotilleos profesionales, chistes verdes, confidencias, noches de amor tal vez, y una relación semejante entre Antonio y Laide nunca la habría, lo comprendía perfectamente: bastaba con pensar en la diferencia de edad, en el fondo él habría podido ser su padre.

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