Dino Buzzati - Un amor

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Un amor es una novela de gran intensidad literaria, que absorbe al lector desde la primera página. Narra la historia de un enamoramiento, de una experiencia personal inusitada y turbadora. Si bien por su tema, por su enfoque y por su escenario difiere del resto de las novelas de Buzzati, tiene en común con ellas su calidad, un trasfondo de preocupación ética y una poesía en la que reconocemos inequívocamente a su autor. Cuando se publicó por primera vez en 1963, Un amor se convirtió rápidamente en uno de los primeros «best sellers» de la historia de Italia. Esa aceptación por parte del público no ha cesado tantos años después, y hoy sigue siendo considerada como una de las obras maestras de Buzzati. Esta edición ha recibido el Premio de Traducción del Ministerio Italiano de Asuntos Exteriores en el año 2005.

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Después acudió la señora Novi, junto con Clara Fanti, para hablarle de la modificación del traje.

«¿No le gusta?», preguntó Dorigo a la primera bailarina.

«Sí, sí, me gusta mucho, pero es imposible bailar con ese penacho en la cabeza».

Él la miraba. Vista así, de cerca, en leotardos, la famosa no era precisamente esa como minúscula y trémula hada que se había acostumbrado a ver desde la platea o en las páginas de las revistas, pero también a ella la ropa de batalla la hacía resultar sexualmente mucho más atractiva. Tenía una cara precisa y bien dibujada de niña concienzuda, sólo los brazos, con los músculos marcados, parecían tener al menos treinta años; en cambio, las piernas eran perfectas y ella las volvía aún más provocativas, al ponerse sobre los leotardos negros un par de largas medias rosa que le llegaban hasta lo alto de las piernas y por abajo acababan en los tobillos. Sin perder esbeltez, los muslos y en particular las pantorrillas resultaban así más fuertes, firmes y autoritarios, con lo que absorbían la personalidad total de la figura, de una ligereza y casi fragilidad infantiles, por lo demás, pero, curiosamente, a Antonio no le inspiraba el menor deseo.

«No es un penacho», dijo. «Debería ser muy ligero, como una filigrana».

«¿De qué debería estar hecho?»

«Ah, eso no puedo decírselo, confieso que yo de eso no entiendo, pero sin el penacho, como dice usted, habría que cambiar todo el traje».

«No, si el traje me gusta».

«Pues entonces es necesario el penacho».

«Pero, ¿cómo voy a poder bailar con ese trasto en la cabeza? Dígame usted cómo voy a poder hacerlo».

Intervino la señora Novi, siempre alegre y dueña de la situación. Propuso hacer el penacho un poco más pequeño, el material sería muy ligero, Clara ni siquiera se daría cuenta de que lo llevaba puesto.

Entretanto, algunos bailarines y bailarinas se habían agrupado alrededor, para mirar el boceto del traje, pero Laide no estaba entre ellos.

La conversación duró pocos segundos, Novi y Fanti se fueron.

Él se encontró solo y desplazado en medio del escenario, que de nuevo estaba llenándose, porque estaba a punto de reanudarse el ensayo, y se quedó un momento indeciso, mirando en derredor.

Entonces se dio cuenta de que a un paso de él, dándole la espalda, estaba Laide. Tenía las manos en jarras y estaba charlando con dos bailarines, entre los cuales no estaba el de antes.

Fue una escena muy rápida, una partícula de tiempo que, sin embargo, se le quedó grabada en el recuerdo para siempre.

Otra bailarina, rubia, se acercó a Laide y le dijo:

«Oye, Mazza, ven un momento, por favor».

Laide se volvió para seguirla, tras haber hecho una señal de despedida a los dos compañeros con la mano izquierda, con lo que se encontró frente a frente con Dorigo.

Ella, inevitablemente, por una fracción de segundo al menos, lo miró a la cara. Él estaba a punto de saludarla. Como antes ella no le había hecho la menor seña, Antonio había intuido que allí, en la Scala, la muchacha prefería fingir no conocerlo -como por un escrúpulo de pulcritud, tal vez, para no mezclar el diablo con el agua bendita-, pero ahora estaban tan cerca, casi cara a cara, y relativamente aislados (desde luego, nadie estaba observándolos), que no saludarse resultaba absurdo.

Pero Antonio se contuvo y esperó a que fuera ella la que lo hiciese. Ahora bien, la bailarina, después de haberlo mirado a la cara, apartó la suya para seguir a su amiga. En aquella forma de eludirlo no había la prisa, la precipitación, característica de quien quiere evitar un contacto. Eso era lo extraño precisamente: que en la muchacha no se advertía la menor traza de simulación y teatro, sino una indiferencia absoluta o, mejor dicho, una absoluta falta de reacción, porque incluso la indiferencia es una forma de comportarse para con la realidad exterior. Como si ella, aun mirándolo a la cara, ni siquiera lo hubiese visto. Como si él hubiera sido una pared, un mueble o un ser tan habitual, que casi ya no existiese y eso no era propio de ella y a Dorigo le resultaba incomprensible. Laide debería haber hecho un guiño atemorizado con los ojos, haber tenido un pálpito de sorpresa o fastidio o espanto que le hiciera entreabrir los labios. En cambio, nada y era algo inexplicable, que le infundía inquietud por dentro.

Pensaba: "Es incluso comprensible que quiera mantener separadas sus dos vidas: la de prostituta y la de bailarina de la Scala; es comprensible que, una vez concluida la prestación, quiera excluir a un cliente de su vida privada y profesional; al encontrársela en la Scala, el cliente pasará a ser un desconocido cualquiera.

Pensando en eso, Dorigo se sentía mortificado y ofendido también como hombre y como artista.

Pero lo que había sucedido o, mejor dicho, lo que no había sucedido, le parecía peor, aún más humillante para él, y le provocaba una confusión, un resquemor, una rabia cuyo motivo no lograba explicarse. ¿Sería por haber comprobado que él, Antonio, no existía para ella ni siquiera como recuerdo? ¿Sería porque su calidad de escenógrafo no le había causado la menor impresión? ¿Sería porque ella se obstinaba en ver en Dorigo a un puro y simple cliente, es decir, una larva física indiferenciada, y en modo alguno estaba dispuesta a considerarlo un compañero de trabajo? ¿Sería por esa imposibilidad de interesarle, ya que no de gustarle, de entrar de algún modo en su mundo?

Pero en aquel punto le daba rabia sentir rabia. ¿Por qué se lo tomaba así? ¿Por qué se consumía así? ¿Por qué se comía los higadillos? ¿Qué le importaba, en el fondo, Laide? Se sabía de memoria todo lo que se podía esperar de ella como compañera de cama, de la que ya estaba saciado. En cuanto a lo demás, se trataba de una cretinilla cualquiera. ¿O tal vez se ejercía sobre él el encanto romántico de la bailarina? ¿Sería posible? ¿Algo tan ridículamente provinciano? Y, además, ¿de qué bailarina se trataba? De una bailarinilla cualquiera, un simple número, sin personalidad alguna de artista. Y, además, ¿estaba seguro de que de verdad era ella aquella a la que había visto en el ensayo?

IX

Tres días después, telefoneó a la señora Ermelina:

«Dígame una cosa: ¿podría ver a Laide mañana por la tarde?»

El hecho de que ella hubiera fingido no verlo se le había quedado atravesado, quería tener una explicación con ella.

«¿Laide?», dijo la señora Ermelina. «Mire, el otro día, que usted, señor Tonino, no pudo venir, ella llegó puntual, la pobre».

«¿Llegó a las cuatro?»

«A las cuatro en punto estaba aquí».

Resultaba inexplicable. A las cuatro era el ensayo en la Scala y él había visto a Laide allí, en el escenario. ¿O aquella sinvergonzona había llegado a tiempo al teatro para la entrada de los duendes? Tal vez eso explicara su actitud desganada.

Pero Dorigo prefirió no indagar con la señora Ermelina: eran cosas que no le incumbían. Quedaron para el día siguiente a las dos y media.

Pero la mañana siguiente Laide le telefoneó al estudio, era la primera vez y su vocecita con su erre particular le dio un extraño placer.

«Oye», dijo, «deberías hacerme un favor. A las dos y veinte tengo que salir para Roma».

«¿Para Roma? ¿Para qué?»

«Voy a casa de mis tíos, por una semana. Todos los años me invitan. Es una ocasión que no quiero perderme».

«¿Y la Scala?»

«Me he conseguido un certificado médico».

«Pues, ¿entonces no nos vemos?»

«No. Lo que quería preguntarte era si tú podrías adelantar la cita».

«¿A qué hora?»

«No sé: a la una, la una y cuarto. Así después puedes acompañarme a la estación».

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