El director de El Pregón sonrió como si el insulto fuera un triunfo personal. La prensa no se iba a dejar intimidar.
Comisario fuera de las casillas , ése iba a ser el titular, seguro. ¿Qué querría decir «fuera de las casillas»? Croce se entretuvo un rato buscando una salida al asunto mientras Saldías aprovechó la confusión y subió al auto, y le hizo lugar atrás a Yoshio.
– Vamos, comisario -dijo.
Había un destacamento con un gendarme y a eso lo llamaban la comisaría, pero no era más que un rancho con una pieza al fondo para encerrar a los crotos que ponían en peligro los sembrados cuando prendían fuego para hacer mate al costado de los campos o carneaban ajeno en las estancias de la zona para hacerse un asadito.
Croce vivía en las piezas del fondo y esa noche -después de dejar a Yoshio encerrado en la celda de la comisaría con un gendarme en la puerta- salió al patio a tomar mate con Saldías, bajo la parra. La luz del candil iluminaba el patio de tierra y un costado de la casa.
La hipótesis de que un japonés silencioso y amable como una dama antigua hubiere matado a un puertorriqueño cazador de fortunas no entraba en la cabeza del comisario.
– Salvo que sea un crimen pasional.
– Pero en ese caso se hubiera quedado abrazado al cadáver.
Coincidieron en que si se hubiera dejado llevar por la furia o los celos no habría actuado como actuó. Habría salido del cuarto con el cuchillo en la mano o lo habrían encontrado sentado en el piso mirando al muerto con cara de espanto. Había visto muchos casos así. Emoción violenta no parecía.
– Demasiado sigiloso -dijo Croce-. Y demasiado visible.
– Faltó que se hiciera sacar una foto cuando lo mataba -acordó Saldías.
– Como si estuviera dormido o estuviera actuando .
La idea parecía golpear contra los tejidos exteriores del cerebro de Croce. Igual que un pájaro que intenta meterse en una jaula desde afuera. Se le escapaban a veces, aleteando, los pensamientos, y tenía que repetirlos en voz alta.
– Como si fuera un sonámbulo, un zombi -dijo.
Por una especie de instinto Croce comprendió que Yoshio había sido capturado en una trampa que no terminaba de entender. Habían caído sobre él una masa de hechos de los que no iba a poder liberarse jamás. No encontraron el arma, pero varios testigos directos lo habían visto entrar y salir de la pieza, caso cerrado.
La mente del comisario se había convertido en una gavilla de pensamientos locos que volaban demasiado rápido para que pudiera atraparlos. Como las alas de una paloma, aletearon fugaces por la jaula las incertidumbres de la culpa del japonés pero no el convencimiento de su inocencia.
– Por ejemplo ese billete. ¿Por qué estaba abajo?
– Se le cayó -le seguía el tren, Saldías.
– No creo. Lo dejaron a propósito.
Saldías lo miró sin entender pero, confiado en la capacidad de deducción de Croce, se quedó quieto, esperando.
Había más de cinco mil dólares en la pieza, pero nadie se los llevó. No fue un robo. Para que pensáramos que no había sido un robo . Croce empezó a pasearse mentalmente por el campo para poder aclararse las ideas. Los japoneses habían sido los monstruos en la Segunda Guerra pero luego habían sido un modelo de sirvientes serviciales y lacónicos. Había un prejuicio a su favor: los japoneses jamás cometen delitos; era entonces una excepción, un desvío. Se trataba de eso.
– Apenas el 0,1 % de los crímenes en la Argentina son cometidos por japoneses -dijo al boleo Croce, y se quedó dormido. Soñó que andaba otra vez a caballo en pelo, como cuando era chico. Vio una liebre. ¿O era un pato en la laguna? En el aire, como un friso, vio una figura. Y luego en el horizonte vio un pato que se volvía un conejo. La imagen apareció clarísima en el sueño. Se despertó y siguió hablando como si retomara la conversación suspendida-. ¿Cuántos japoneses habrá en la provincia?
– En la provincia no sé, pero en la Argentina [10]-improvisó Saldías- sobre una población de 23 millones de habitantes hay unos 32.000 japoneses.
– Digamos que en la provincia hay 8.500, que en el partido hay 850. Pueden ser tintoreros, floristas, boxeadores de peso gallo, equilibristas. Habrá algún carterista de manos finitas, pero asesinos no hay…
– Son diminutos.
– Lo raro es que no escapó por la ventana guillotina. Lo vieron entrar y salir por la puerta del cuarto.
– Cierto -precisó, burocrático, Saldías-, no usó sus particularidades físicas para cometer el crimen.
Yoshio era bello, frágil, parecía hecho de porcelana. Y al lado de Durán, alto, mulato, eran una pareja realmente rara. ¿La belleza es un rasgo moral? Quizá, la gente bella tiene mejor carácter, es más sincera, todos confían en ellos, quieren tocarlos, verlos, incluso sienten el temblor de la perfección. Y además los dos eran demasiado distintos. Durán, con su acento del Caribe, que parecía estar siempre de fiesta. Y Yoshio lacónico, sigiloso, muy servicial. El mucamo perfecto.
– Viste las manitas de ese hombre. ¿Qué pulso ni qué corazón va a tener para clavar esa puñalada? Como si lo hubiera matado un robot.
– Un muñeco -dice Saldías.
– Un gaucho, hábil con el cuchillo.
Inmediatamente dedujo que el crimen había tenido un instigador. Es decir, descartada la hipótesis pasional, que hubiera resuelto el caso, tenía que haber otros implicados. Todos los crímenes son pasionales, dijo Croce, salvo los que se hacen por encargo. Hubo un llamado de la fábrica. Qué raro. Luca no habla nunca con nadie. Y menos por teléfono. No sale a la calle. Odia el campo, la quietud de la llanura, los gauchos dormidos, los patrones que viven sin hacer nada, mirando el horizonte bajo el alero de las casas, en la sombra de las galerías, tirándose a las chinitas en los galpones, entre las bolsas de maíz, jugando toda la noche al pase inglés. Los odia. Croce vio el alto edificio abandonado de la fábrica con su luz intermitente como si fuera una fortaleza vacía. La fortaleza vacía . No es que oyera voces, esas frases le llegaban como recuerdos. Lo conozco como si fuera mi hijo . Parecían frases escritas en la noche. Sabía bien qué querían decir pero no cómo entraban en su cabeza. La certidumbre no es un conocimiento, pensó, es la condición del conocimiento. La cara del general Grant parece un mapa. Un rastro en la tierra. Un trabajo verdaderamente científico. Grant, el carnicero, con el guante de cabritilla.
– Voy a dar una vuelta -dijo de pronto Croce, y Saldías lo miró un poco asustado-. Vos quedate y vigilá, no vaya a ser que esos mandrias hagan una barbaridad.
Luca había comprado un terreno que estaba afuera de los límites del pueblo, en el borde, en el desierto, un potrero, como decía su padre, y ahí empezó a levantar la fábrica, como si fuera una construcción soñada, es decir, imaginada en un sueño. La habían proyectado y discutido mientras trabajaban en el taller del fondo de la casa, que era del abuelo Bruno, y él los orientó, influido por sus lecturas europeas [11] y sus investigaciones en el diseño de la fábrica. Luca y Lucio usaban el taller como si fuera un laboratorio de entrenamiento técnico, ahí preparaban autos de carrera y ese hobby de los chicos ricos del pueblo fue su academia. Sofía parecía exaltada por su propia voz y por la cualidad de la leyenda .
– Mi padre tardó en darse cuenta… porque antes, cuando salían al campo con las máquinas agrícolas, estaba satisfecho, seguían la cosecha, pasaban largas temporadas en el campo, volvían renegridos, como indios, decía mi madre, felices de haber estado al aire libre durante meses, con las cosechadoras y las máquinas de enfardar, viviendo el choque de dos mundos antagónicos . [12]
Читать дальше