¿Era así como lo había visto?
¿O era mi imaginación que llevaba unos días dando saltos por los sentimientos de una mujer que no lograba comprender? Curiosidad, tremenda curiosidad, y esa punzada de incomprensibles celos que asomaban por primera vez, celos de una mujer que, de todos modos, nunca me había merecido consideración ni admiración ninguna. ¡Bah! No son celos, es la angustia que me sorprende cada vez que asoma materia nueva en esta historia. Pero algo en ella y en la complicidad de los gestos que intercambiaba con el hombre me movían a mirar y a comparar, y a seguir mirando en esa dirección, aunque ellos ya habían entrado en la casa y el hombre, como si hubiera conseguido lo que quería, se sacudía la capa para que cayeran las hojas o las pajas que se le habían quedado prendidas, se la quitaba con un gran gesto que rasgaba el aire y se la ponía al brazo como si hiciera calor y, sin embargo, se levantaba el cuello oscuro de la cazadora para resguardarse de un frío que parecía haberle calado hasta los huesos. Porque el sol se había retirado y comenzaba a notarse, incluso para mí que seguía en la ventana, ese gélido airecillo que limpia el ambiente para que entre poderosa la noche clara y estrellada del invierno. Me separé de la ventana y fui a coger un chal, y cuando volví a mirar, el hombre se confundía ya con la opacidad de un crepúsculo que caía vertiginoso sobre la tierra.
No sabía entonces hasta qué punto iba yo a ser víctima de aquella incipiente y envidiosa pasión que iba a crecer hasta convertirse en un revestimiento de horror que me cubriría y me envolvería, no sabía las noches de zozobra y descalabro que me esperaban deseando amores que me estaban vedados y huyendo de ellos, imaginando como míos los que eran de otros que, en lugar de disuadirme, incrementaban mi deseo y me provocaban una excitación que hasta entonces me había sido ajena, como si fuera otro el cuerpo que disponía del mío. No sabía entonces que a partir de ese mismo instante en que vi nacer la envidia, la búsqueda de ese hombre desde mi ventana se convertiría en una imperativa servidumbre, o en una insoportable carencia, que por veces que se repitiera nunca alcanzaría la indiferencia de la costumbre. Ni sabía tampoco que, en cualquier caso, se había abierto un campo infinito de posibilidades al sufrimiento que antes yo ni siquiera había sospechado.
Lo comencé a vislumbrar durante la siguiente estancia en la casa del molino. Después de irme precipitadamente al día siguiente de hablar con el abogado, tuve que volver apenas una semana después para firmar en la notaría la venta de un terreno en las montañas. Y ese día precisamente Adelita dijo que si no me importaba se tomaría fiesta porque quería pasarlo con su madre enferma. Así que decidí almorzar en un pequeño restaurante de carretera situado a la entrada del pueblo.
Me senté a una mesa pequeña que, como todas, tenía mantel de plástico de cuadros blancos y rojos, vinagreras antiguas y servilletas de papel. Lo conocía de otras veces y recordaba un estofado de buey excelente. El local estaba lleno de obreros de la construcción, polvorientos y ruidosos, y solitarios viajantes de comercio con camisa, jersey y corbata, el maletín junto a la silla y la americana colgada en el perchero con el abrigo. Tenía hambre ese día, me había comprado un periódico y me apetecía tomarme un guiso de carne con setas mientras lo leía. Sobre la mesa había una botella de vino, la abrí y me serví un vaso. Vino la chica y trajo la cesta con el pan, le pedí el estofado y se fue anotando mi pedido en un bloc. Ya me había llevado el vaso a la boca, cuando una sombra se inmovilizó ante mí y me obligó a mirar hacia arriba.
El hombre del sombrero me miraba, risueño. Me quedé sin saber qué hacer. Fue él quien, tras tenerme anestesiada por la mirada de sus ojos más reidores que el amago de sonrisa, que no se había acentuado desde la primera vez que lo vi, cogió la silla que había enfrente de la que yo ocupaba y dijo simplemente: "¿Puedo?" Hizo un leve gesto con la cabeza, se quitó el sombrero, y sin esperar mi respuesta, se sentó. Yo seguía con el vaso en la mano, detenida la conciencia o hipnotizada tal vez, hasta que el chirrido de una silla contra el suelo me devolvió al ruidoso restaurante.
No puedo decir que a lo largo del almuerzo la nuestra fuera una conversación fluida, porque no lo fue. De hecho aquella palabra "¿puedo?" habría de ser casi la única que me diera el tono de su voz en aquella hora que yo imaginé feliz, un rasgo de su persona que me acercó a él más tarde, cuando en la duermevela que anticipa el sueño recurrí a la sonoridad que ratificara la memoria del encuentro, como el tacto incierto de su carácter, como el inicio de una música que prometía los más recónditos arpegios de su alma.
Decidí dejarlo hablar, convencida de que me había visto entrar en el restaurante y se había acercado para abordarme. Pero pasaron los minutos y podrían haber pasado las horas sin que saliera de su boca una palabra más. Con un gesto había pedido lo mismo que yo y hasta que no nos trajeron el plato se dedicó, si la memoria no me falla, y creo que no me falla en absoluto, se dedicó a hacer bolitas con las migas de pan que habían cubierto la mesa al cortar un trozo con la mano. De vez en cuando levantaba la vista y me miraba, me miraba y había en la mirada algo canalla pero tan tierno a la vez que me seducía y dulcificaba el calor de mis mejillas cuando recibía la luz de aquella mirada. Luego volvía a las bolitas, rascando la mesa con la mano, como si quisiera hacerla avanzar. Pero no hablaba, y yo no hacía sino esperar sin saber lo que esperaba. Tal vez, que la mano, en su lento camino, tropezase con la mía o la tocara como preludio de una seducción que había de desenvolverse, magnificarse y estallar.
¡Oh, Dios mío!, no pude mantenerla en el lugar donde se encontraba expectante, y en un momento hice amago de coger con ella el periódico, pero él levantó la cabeza tan sorprendido que lo dejé junto a mi bolso, en la silla que tenía al lado, aunque de todos modos mantuve la mano bajo la mesa. Pero seguí esperando, inquieta y atónita, hasta que llegaron los dos platos de estofado. Él me ofreció pan, luego se sirvió vino, cogió el tenedor y comenzó a comer, yo hice lo mismo, aunque el hambre y las ganas de comer estofado habían desaparecido.
Pero, poco a poco, fui comiendo a pequeños bocados, tratando de ocultar el jadeo cada vez más incontrolado de mi pecho. Y cuando me detenía y dejaba descansar el tenedor y levantaba hacia él mi cabeza, como el pez al que le falta agua, sentía incrementarse el resuello de mi aliento al cruzarse con la mía su mirada oscura. De pronto sentí en mi pie el peso de otro pie, claro y definido como si no hubiera llevado zapatos, peso inmóvil, envolvente, que llenaba el mío de calor. Yo tenía los ojos fijos en el plato, estaba acalorada y, cuando en un esfuerzo infinito vencí la turbación y levanté la vista y me encontré con la suya, esta vez sin el pretexto del azar sino con la voluntad de mantenerla firme, como queriendo saber hasta qué punto me había afectado una idiotez infantil como aquélla, alguien lo llamó: "¡Jerónimo!" Él se volvió, oyó lo que le decían, que yo no pude oír tal vez por el ruido del local, se levantó, hizo un gesto de excusa como dando a entender que no tenía más remedio que irse, puso la mano sobre la mía, apretó con suavidad en ella sus dedos largos y fríos, dijo "adiós, hasta mañana", y se fue.
Me dejó tan desamparada que no supe cómo acabar la carne y dejé el plato a medio terminar, pedí la cuenta, pagué y me fui.
"Hasta mañana", había dicho él.
Por eso volví al día siguiente al restaurante, respondiendo a la llamada de su voz. Sí, estaba, se había reunido con un grupo de hombres y desde la mesa, abriéndose paso su mirada entre los que tenía enfrente, la dirigía a mí de vez en cuando, con la expresión de quien no quiere decir nada en concreto pero está determinado a seguir presente, vigilante, y a crear una barrera en torno a su objetivo, porque en todo el rato que permanecí en el local no dejó de levantar los ojos del plato y dirigirlos hacia mí a cada rato ni acabó de desplegar esa probable sonrisa de la que yo sólo había conocido una leve insinuación. A cada rato, es cierto, excepto en el momento en que yo, una vez hube terminado, cogí el bolso y, caminando entre las hileras de mesas, pasé junto a la suya, tal vez en busca de la mirada final, la de la despedida, porque sin él saberlo, yo tenía que irme al día siguiente. Pero ni siquiera volvió la cabeza hacia donde yo caminaba, sino que con un interés desmedido y redoblado se volvió ostentosamente del otro lado, hacia un hombre al que, quise creer, ni siquiera estaba oyendo.
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