"De todos modos, tal vez usted tenga acceso a la comisaría de Gerona, es allí donde me dijo el teniente de la Guardia Civil que enviarían la documentación, porque el caso se llevaría desde allí." Y al ver que nada añadía fui yo la que le pregunté: "¿Podremos recuperar la sortija?" "No puedo decirle nada en este momento, antes de hacer una serie de gestiones, pero ya le anticipo que lo más probable es que el joyero, amparado por la ley, haya partido el brillante en varias piezas y las haya vendido. En cualquier caso, déjeme hacer." "Lo que quiero es que haga valer mis derechos en la policía.
Ellos tendrían que haberme avisado, tendrían que haberlo intentado por lo menos. Quiero saber por qué no lo han hecho." "Sí, claro, tiene usted razón, pero ¿cómo se demuestra que no lo han hecho?" "Nadie me ha llamado." "Usted no lo sabe, me ha dicho que estaba en Madrid." "Pero no me han enviado ninguna carta, tendrían que saber mi dirección porque Adelita cuando entregó su carnet de identidad al joyero, como él le exigió, dijo que estaba de guarda en mi casa." "Sí, claro, pero veamos primero lo que dice la policía." De pronto pareció que había tenido una iluminación, porque levantó la mano que sostenía la pluma y como si con ella señalara el punto donde se resumía todo el embrollo, fijó la vista en la misma dirección, y dijo para sí pero evidentemente para que lo oyera yo y lo corroborara: "Así que le robó una joya su guarda, usted la denuncia, van las dos al juzgado y ahora se queda en su casa, es decir, no la despide. ¿Es o no es así?" "Sí, así es, pero esto, ¿qué tiene que ver?" "De momento, nada, claro, pero tal comportamiento podría provocar ciertas sospechas." Sonrió fugazmente y, volviendo la vista a su cuaderno, preguntó: "¿Qué le han dicho los del seguro, si es que tiene asegurada la vivienda y su contenido?" ¿El seguro?, ni me había acordado del seguro, era cierto, tendría que llamar y enviarles una copia de la denuncia. Pero respondí: "No he llamado todavía, ayer era fiesta." Y añadí, intrigada: "¿Qué quiere decir con que podría provocar sospechas?" No respondió a mi pregunta, dijo solamente: "No deje de comunicarme lo que le digan." Y levantándose me tendió la mano con solemnidad, y frialdad también, debo decirlo.
"Es un caso complicado, pero algo haremos, no se preocupe. Y no deje de informarme de todo cuanto ocurra, por insignificante que le parezca." Con mi mano todavía en la suya resumí: "Claro que quiero recuperar la joya, pero más me importa que se denuncie a la policía por su actuación en los términos que usted crea posibles y convenientes, ya que también la policía es culpable.
Si se juzga a mi guarda, que se los juzgue también a ellos por su desidia. O por su colaboración." "Claro, claro, ya la entiendo", y me lanzó una breve mirada esquinada. Luego me acompañó hasta la puerta y antes de que se cerrara tras de mí, se retiró a su despacho.
No podría decir por qué, pero aquella visita me había dejado cierta inquietud. Me habría gustado encontrar a un abogado amable y comprensivo que se hiciera cargo de la situación y, lo que es más importante, la compartiera conmigo hasta tal punto que mi desasosiego por todos estos acontecimientos quedaran en sus manos igual que habían quedado los documentos. Yo me habría ido en paz, liberada de preocupaciones, y mi misión, por decirlo así, habría acabado, no me quedaría más remedio que una vez en Madrid esperar a que me llamara el amable y eficaz abogado para comunicarme qué le había dicho el joyero, cuándo y cómo había puesto la denuncia a la policía, si se había aceptado a trámite y la fecha del juicio.
"Pero dime", me preguntó Gerardo aquella misma tarde por teléfono, "¿el abogado no te ha pedido que le hicieras poderes para poderte representar, o para poner la denuncia?" "Pues no, no me ha pedido nada de eso." "Bueno, no importa, tal vez primero quiere conocer el asunto y en su momento lo hará. De todos modos, si hay juicio", añadió con ese tono desesperanzado con que siempre hablamos de la justicia, "si hay juicio será dentro de años.
No es que la justicia sea lenta, es que es lentísima." Nos habíamos reconciliado en parte, porque para una reconciliación en toda regla habría sido necesario que yo despidiera a Adelita. Y yo no quería ceder, no podía. Al día siguiente tenía que irme y no habría sabido cómo solucionar la situación. Además, no me parecía tan mal darle una oportunidad, al fin y al cabo, nunca se había portado mal conmigo ni mucho menos con mi padre. Bien la merecía, pues, me dije. Así que dejé las cosas como estaban, convencida de que con el tiempo todo volvería a la calma.
Por su parte, Adelita había adquirido un talante grave como a su entender exigía la situación, un talante con un punto de humildad, es cierto, pero también con una pincelada de dignidad ultrajada, no frente a mí, ni siquiera frente a la policía o el juzgado, sino frente a la vida, al mundo en general, al sol que ilumina el paisaje y a la noche que se cierne sobre él. Caminaba erguida, todo lo erguida que su estrafalaria figura se lo permitía, el delantal más impoluto que nunca, el pelo recién lavado y la actitud reconcentrada de quien ha decidido no hablar aunque se lo pidan pero al mismo tiempo atenta y un poco ofendida porque nadie lo hace.
Por la tarde, cuando ya había acabado de recoger mis papeles y de hacer las maletas, la vi atravesar el jardín con su marido en dirección al campo, los dos peinados y arreglados como para ir a un bautizo, cogidos del brazo y caminando al mismo compás y en silencio como hacen las parejas que llevan años ensayando y practicando este mismo paso. Abrí la ventana y me asomé.
Como en esa dirección no se podía ir al pueblo, le pregunté: "¿Adónde va, Adelita?" Mi voz sonaba nítida en la tarde plácida, como si se anticipara a las de las calmas de enero, esa pausa de dulzura y buen tiempo que parece tomarse la naturaleza para arremeter con mayor fuerza los rigores del invierno.
"Vamos a ver a los vecinos de la casa de enfrente, el hijo de Pontus y su mujer, a contarles lo que ha ocurrido." La miré buscando una explicación. Se habían detenido sin soltarse del brazo. Ella había levantado la cabeza hacia mí y sostenía la mirada, esta vez desprovista del asomo de arrogancia que tenía siempre a punto cuando había de responder, sino con naturalidad, como si buscara en mí la complicidad que la ayudaría en ese incomprensible afán por confesar a sus vecinos el delito que había cometido.
No respondí y ellos, sabiendo que no había más que decir, dignos y al unísono, atravesaron el campo hasta encontrar el camino que llevaba a la casa de Pontus en la ladera de enfrente. Y fue siguiendo sus pasos por el paisaje de invierno cuando, en la misma hondonada donde había descubierto hacía poco tiempo al hombre del sombrero negro, lo vi de nuevo agazapado bajo la higuera desnuda, envuelto en una capa o un gran abrigo, como un inmenso cuervo que espera silencioso e inmóvil a su presa. Pasaron los dos a pocos metros de él, aunque era difícil que lo descubrieran porque entre unos y otros se levantaba un muro de cipreses resecos pero todavía altivos. Sin embargo, me pareció descubrir un asomo de movimiento descompasado en Adelita, que redujo el paso un instante para quedar un poco rezagada y echar entonces una ojeada a un escenario que conocía pero que no podía ver, una esperanza sin ninguna posibilidad.
Y cuando ya subían la cuesta me di cuenta de que al tomar altura, ahora sí, ella debería haberlo visto por encima de los árboles. Y de hecho volvió la cabeza en el instante en que él, el hombre del sombrero negro, respondiendo como un resorte a su mirada, levantaba la suya, y en seguida el brazo, en un gesto que forzosamente debía de tener un significado, porque ella, entonces, como si ya hubiera comprendido el mensaje, se arrimó de nuevo al brazo de su marido, no sin antes haber movido la cabeza en señal de asentimiento.
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