Allí estuve con la luz apagada, fijos los ojos en la mancha oscura que fue diluyéndose y mezclándose con otras sombras hasta que la tiniebla cubrió la tierra y no quedaron sobre ella más que la luz de la bombilla en la puerta de nuestros vecinos del otro lado del valle y el vago resplandor de la lejana carretera tras las lomas de levante. Cuando las estrellas se abrieron paso en el cielo y, mucho más tarde aún, cuando la luna se levantó roja y redonda como un globo de fiesta suplantando el reflejo de las luces de los coches, yo seguía sentada en un sillón frente a la ventana, tejiendo complicadas cábalas sobre la noche, sus múltiples significados y la influencia del paisaje oscuro en la mente de los humanos, sin que me alertara aún ese temblor apagado pero irreductible de mi cuerpo, ese latir de mi propio corazón, ese agujero de angustia que yo achacaba vagamente al frío y al miedo, que me oprimía el pecho ante el vacío que se había formado en aquel punto, como si la tiniebla hubiera arrastrado consigo al hombre del sombrero.
Al día siguiente me presenté en casa del abogado. La puerta estaba entornada y un letrero indicaba que se podía entrar.
"Quisiera ver al señor Pérez Montgui9, por favor." La chica de la entrada apenas me había mirado cuando entré, pero al oír el nombre de Pérez Montgui9, levantó la cabeza y suspendió el tecleo de su ordenador.
"¿De qué empresa?" "De ninguna. Soy Aurelia Fontana. Estuve aquí en enero." "El señor Pérez Montgui9 no está." "¿Puede darme hora para más tarde, o para mañana o pasado?" "Es que yo, la verdad, no sé cuándo vendrá", y como si hubiera acabado conmigo, volvió a su ordenador.
"Algún día volverá, digo yo, ¿no?", dije con sorna.
"Oiga, a mí no me ha dicho cuándo volverá. De hecho, lleva ya muchas semanas sin venir. Ha abierto bufete en Palam9s y no viene casi nunca." "Pues déme el teléfono de Palam9s." Se sacó las gafas y me miró con descaro: "Es que no se lo puedo dar porque no lo tengo", y siguió con la vista fija en la mía y esa media sonrisita socarrona esperando mi reacción.
"Bien", dije, "entonces déme mi dossier, ¿no se habrá ido a Palam9s con mi dossier? Porque yo lo necesito." "Mire, señora", añadió volviendo a su texto, "yo no tengo más que decir. Si usted encuentra al señor Pérez Montgui9, se lo pide. Yo no sé ni dónde está su dossier ni siquiera si se lo podría dar. Estoy sola y tengo mucho trabajo." "¿Puede decirme por lo menos quién se cuida ahora de este bufete?" "Esto no es un bufete, señora, es una agencia inmobiliaria." Y añadió con rabia: "Ahora." No se oía ninguna voz en el fondo del piso, las puertas estaban abiertas todas, de modo que desde donde estábamos se podía ver el balcón que daba a la calle.
"Y ¿me quiere decir a dónde tengo que ir a reclamar mis papeles?", le pregunté, apoyándome en su mesa como para dar a entender que tenía todo el tiempo del mundo.
"No lo sé. Si viene el señor Pérez Montgui9, yo se lo diré y usted no se preocupe que él la llamará. Y ahora déjeme trabajar, por favor." Ya había abierto la puerta para irme cuando volví sobre mis pasos: "Bien, si en ocho días no tengo noticias suyas o no he recibido los papeles, iré a la policía, porque…" No pude acabar porque una risita de escepticismo me lo impidió.
Si había pensado acobardarla, había conseguido el efecto contrario.
"¿Qué le ocurre? ¿Le hace mucha gracia que llame a la policía?" "No, no, todo lo contrario", dijo con una sonrisa, "usted haga lo que tenga que hacer y déjeme trabajar. Adiós, cuidado con la puerta al salir, procure que no golpee." Salí, irritada, y en el primer bar que encontré pedí la guía telefónica. Pero en la lista de usuarios de Palam9s no figuraba ningún Pérez Montgui9.
"Te lo dije", me recriminó Gerardo aquella tarde cuando se lo conté por teléfono. "Te dije que este hombre te eludía." "Pero ¿por qué no me dijo que no quería ocuparse del caso? ¿No habría sido lo más natural? Ahora, ¿qué hago?" "Esperar un par de días y, si no tienes noticias, ponerte de acuerdo con el Colegio de Abogados." "Es que yo no tengo muchos días. La mitad de la próxima semana es fiesta y a finales de la otra ya tengo que volver a irme." "Hoy es miércoles, espera lo que queda de semana."
El viernes por la mañana, cuando estaba leyendo el periódico, apareció Jalib, el jardinero, con un sobre en la mano.
"Para ti, señora", dijo.
"¿Quién lo ha traído?" "Un señor en un coche verde.
Dice que es para ti." "Gracias. Pero ¿no ha dado su nombre? ¿No ha dicho de parte de quién?" "No, sólo que es para ti, señora." El sobre era blanco, sin remitente, tampones ni etiquetas. Lo abrí, no había más que los papeles que yo le había dado al abogado y el escrito con mi propia letra con los datos que yo conocía, la dirección del joyero, y la historia de mi visita a la policía de Gerona, y una copia del documento que le habían dado a Adelita en el juzgado. Pero no había ni carta ni tarjeta.
Me quedé desconcertada. ¿Qué quería decir esta devolución? Simplemente que el abogado había renunciado a investigar el destino de la joya como yo le había sugerido y a denunciar la ineficacia de la policía de Gerona. No me quedaba más remedio que buscar otro abogado.
Jalib seguía de pie a mi lado.
Era tan amable y tan servicial que no se iría hasta que yo le dijera que no necesitaba nada. Tal vez fue su talante lo que me llevó a hacerle una confidencia, porque algo de confidencia tenía la pregunta: "Jalib, ¿has visto alguna vez a un hombre alto, muy alto, que siempre lleva un sombrero negro y que a veces está debajo de la higuera que hay cerca de la casa de Pontus, del otro lado del valle? ¿Sabes dónde digo?" "Sí, lo he visto a menudo, alquiló hace unos meses un cuarto en la parte trasera de la casa y lo tiene de almacén. Sí, es alto", y levantó la mano a más altura que la de su propia cabeza, "muy alto." No tuve tiempo de responder.
Adelita, que había entrado sin que yo me diera cuenta, se hizo un sitio entre Jalib y yo y dijo con precipitación: "Yo lo conozco. Es un vendedor de máquinas de coser, yo le compré la mía. Ha alquilado el cobertizo y un antiguo corral detrás de la casa de Pontus, que utiliza de almacén." Sí, ya sé que lo conoce, podría haberle respondido, porque recordaba muy bien aquellas veces; hacía más de un año que Gerardo y yo los habíamos visto juntos cuando volvíamos de dar un paseo, y cuando habían hablado en la calle frente al juzgado y luego en la tienda de periódicos, o por la tarde de aquel mismo día, cuando ella y su marido se iban a la casa de los vecinos, como los llamaban, para contarles lo que había sucedido. Pero no le dije nada porque incluso a mí me sorprendió la detallada memoria de sus encuentros.
"Ah", respondí.
Y ella continuó: "Desde que ha muerto Pontus, el dueño, ¿se acuerda de Pontus?, en la casa no vive más que la mujer, que está muy enferma, y su hermano, que ya tiene bastante con cuidar de los campos, así que ya no tienen animales. Se llama Jerónimo." "¿Quién, el hermano?" "No, qué va, el hombre ese por el que pregunta usted. ¡Jerónimo!" "Ah", repetí.
"¿Por qué lo pregunta?", quiso saber ella, inquieta. "¿Cuándo lo ha visto?" "Lo vi cuando llegué, la otra noche; estaba oscureciendo y él estaba junto a la higuera de la casa de enfrente, quieto. Y me llamó la atención, esto es todo." "Es que a veces va después del trabajo al cobertizo para hacer sus cuentas y luego se queda un rato a tomar el fresco" dijo, más tranquila.
Por prudencia tenía que callar, pero no pude contenerme: "¿A tomar el fresco? ¿Qué fresco, Adelita? Si lo que tenemos es frío." "Bueno", balbuceó, "quiero decir que a veces se queda allí antes de irse a cenar. A lo mejor le gusta estar al aire libre un rato." Había recuperado la seguridad y me miraba fijamente a los ojos, imperturbable.
Читать дальше