¿De dónde habrá sacado esta teoría? ¿No pertenecerá a un partido político, a un sindicato o algo así? ¿O a una secta?
Continuaba:g "Yo no se lo voy a explicar porque usted, que es profesora, tendría que saberlo, y si no lo sabe no serviría de mucho lo que yo le dijera. Pero sí quiero que me oiga ahora, déjeme hablar, déjeme que le cuente." Volvía a llorar, había desaparecido aquella pátina de candor que había descubierto un momento antes, y con ella la lógica del discurso se había desvanecido.
Volvía a ser la Adelita tan amiga de hablar de sí misma, tan abocada a representar toda clase de escenas.
Desconcertada aún por esos cambios, le dije: "Hable, pues. La escucho." Y habló. Pero lo que tenía que decirme no respondía a las expectativas que había creado ni estaba a la altura de la teoría de los dos mundos que a mí, tengo que confesarlo, me dio que pensar, aunque me parecía exagerado que no nos enteráramos de lo que ocurría en el de ellos. Pero me sorprendió cuando, tras enumerar de nuevo las dificultades con que se encontraba en su propia casa, con esos chicos que apenas trabajaban, con un marido en el paro y con sus deseos de llevar una vida mejor, se quitó la chaqueta, se levantó el jersey y me mostró unos grandes moratones al lado izquierdo de su inmenso tórax que me dejaron pasmada.
"¿Cómo se lo ha hecho, Adelita? ¿Qué le ha pasado?" Y tras la lente de sus lágrimas que fluían ahora suavemente de los ojos irritados, fijos en los míos, dijo: "Es mi marido, señora, es mi marido, que me ha pegado." "Pero ¿cuándo?" "Fue hace un par de días. No porque sea mala persona, sino porque llegó borracho, y cuando bebe no sabe cómo se pone." "Pero sus hijos son ya mayores, ¿no la defendieron?" "Mis hijos no estaban, señora y yo aguanté sola todos los golpes." Lo que faltaba.
Habíamos llegado al camino que parte de la carretera y asciende por el valle hasta llegar a la casa. Aquel paisaje de invierno me pareció entonces suave y sedante, con sus encinas y los campos recién abonados, con los chopos altivos sin hojas que se arremolinaban en el torrente, con la columna de humo del montón de abrojos que ardían con lentitud frente a la primera masía, con los almendros junto al camino y la tierra oscura por las lluvias del invierno y con las escasas nubes suspendidas en el cielo como un decorado. Al paisaje le da igual lo que ocurra, el paisaje sigue en pie hasta que lo destruye la mano del hombre, pero, si escapa a ella, permanece impávido frente a nuestras angustias y dolores, él y su inmutable devenir. Incluso la muerte le es indiferente. Podría morir yo ahora mismo y el paisaje no se inmutaría, ni un leve temblor en las hojas de los árboles, ni una nota falsa en el trino de los vencejos, ni un sobresalto en el dulce movimiento de las nubes.
Al salir del coche, Adelita me siguió con su pan envuelto en papel de seda tostado y entró conmigo en la casa. Yo me senté en el salón, inquieta, pensando en cómo se iba a desarrollar la siguiente escena, porque de hecho todavía no habíamos hablado de la cuestión más que dando rodeos, es decir, no habíamos mencionado el despido. Yo tenía que despedirla, era evidente. No iba a tener en mi casa a una persona que había abierto la caja y se había llevado una sortija. Y tenía que decírselo. Pero al mismo tiempo tendría que ir al pueblo y comenzar a buscar una nueva guarda que se quedara en la casa. No podía cerrarla sin más y dejarla sola de noche. En los últimos tiempos se habían producido infinidad de robos en las casas de los alrededores, sobre todo en las que, como la mía, estaban apartadas y lejos de los pueblos. Además, tendría que ir a Gerona para que la policía me diera la dirección del joyero y vera si recuperaba la joya, o ir a un abogado que lo hiciera en mi nombre. Y al cabo de dos días tendría que comenzar a pensar en irme.
Aquella noche era la última del año. Mañana sería el primer día de otro que llamamos nuevo. Dios mío, primero de año y yo casi sin enterarme, y las clases a punto de comenzar. Tres, cuatro meses, lejos de casa y con este panorama. Claro que podría organizarme para volver algún fin de semana aunque sólo fuera para ver qué ocurría, pero aun así…
Apareció al poco Adelita con una taza de té, la dejó sobre la mesa junto a mí, y ella se quedó de pie, esperando. Y como yo durante un buen rato no hice otra cosa que tomar sorbitos de té, abstraída en lo mío, fue ella la que una vez más tomó la palabra: "Si me dice que me vaya, lo comprenderé", dijo, "haré lo que usted diga, señora, pero quiero que sepa que yo no soy una ladrona, he tenido un mal momento, muy malo, ya lo sé, pero no soy una ladrona, y usted lo sabe, señora, llevo cinco años en la casa, bueno, cinco años hará en el mes de julio, y nunca le ha faltado nada." Se detuvo mientras yo la miraba por encima de la taza, esperando a que continuara pero sin apartar sus ojos de los míos, callada. Así que hablé yo.
"Bueno, Adelita, ¿qué me propone?" Yo había oído mi voz pero no me parecía que fuera yo la que había hablado, porque yo lo que quería era despedirla. ¿O no? O ¿tal vez ahora podía quedarse porque habiendo robado una vez y visto lo que había ocurrido ya no volvería a hacerlo? Me acordé de pronto, como si un rayo de luz cruzara mi mente, del día en que había invitado a Gerardo por primera vez a cenar y el pescado había salido mal. No es que estuviera podrido ni que oliera, pero sí que había quedado desmenuzado una vez salido del horno y apenas tenía sabor. Lo dejamos en el plato, él sonriente, yo avergon-c zada. "Nunca más le compraré pescado a esta mujer", dije, indignada, "nunca más." Él puso una mano sobre la mía con ese tono entre irónico y protector que utilizan los hombres al principio de una relación: "Pues harás muy mal", dijo, "mejor volver con el pescado al puesto del mercado donde lo compraste, y enseñárselo. Te pedirán mil disculpas, te darán otro y nunca más te volverán a engañar. Así es como funcionan las cosas." Y así fue. Desde entonces me había servido siempre el mejor pescado y el más fresco del mercado. Tal vez el truco sirviera también para Adelita. Siempre que dejara cerrada la caja, por supuesto. Y ¿si se llevaba un cuadro? ¿Qué haría con un cuadro? ¿Cómo podía saber ella dónde se compra la pintura contemporánea, como la mayoría de los que yo tenía? No, no se llevará nada ahora, estoy segura, es más, creo que tenerla aquí es una garantía contra el robo. Y, además, es cierto que la pobre bien merece otra oportunidad.
Adelita lloraba quedamente, sin suspiros ni hipos. Dos goterones le caían por las mejillas. La expresión de dolor se le había inmovilizado en la cara, me miraba fijamente con los ojos anegados y seguía de pie sin balancear el cuerpo ni cambiar el peso de una pierna a otra. Impertérrita y sumisa.
"Dígame, Adelita, ¿cuánto le dieron por la sortija?" "Ciento setenta y cinco mil pesetas", dijo en un susurro.
Una oleada de indignación me levantó de golpe del sillón.
"¿Ciento setenta y cinco mil pesetas por una sortija que hace veinte años costó un millón?… La engañaron, Adelita. La engañaron miserablemente, así que somos dos las engañadas." "¿Qué iba a saber yo? Ni siquiera sabía que esa joya valía tanto. Yo no entiendo de joyas, señora, yo nunca las he tenido." Y comenzó de nuevo a sollozar.
No puedo, pensé, no puedo aguantar todo esto ni un minuto más. Creo que fue éste el motivo por el que, sin darle más vueltas, acuciada por las ganas de acabar de una vez, me acerqué a ella, le puse las manos en los hombros y le dije: "Adelita, yo no quiero que se vaya, quiero creer que es cierto que es la primera vez…" "Se lo juro por mis hijos y por mi padre, que en paz descanse." No lloraba ya, me miraba de esa forma entre altiva y justiciera que tenía de mirar y se persignaba y se besaba el pulgar una y otra vez.
Читать дальше