Por la cristalera de la calle entraba el sol, que alargaba la sombra de los batientes sobre el suelo de baldosas. Un sol de invierno claro y luminoso que daba cuenta del frío gélido de la mañana. Me levanté y me acerqué a la puerta. Y allí estaba otra vez el hombre del sombrero negro. Apoyado en la pared como lo había visto antes, pero más alejado del juzgado. Acerqué la cara al cristal para poder verlo mejor. Él, como si hubiera sabido que alguien lo espiaba, levantó la vista, me vio y sostuvo la mirada, sin dejar de manipular un papel o un cartón que doblaba y doblaba sobre sí mismo.
Había cierto descaro en aquella cabeza un poco ladeada. ¿Sonreía o era una débil mueca para defenderse del sol que, al levantar la vista, le hería los ojos que no alcanzaba a cubrir el ala del sombrero? La mirada seguía fija en la mía y la expresión de la cara, fuera o no fuera una sonrisa, inmóvil. Azorada, me retiré de la puerta y volví al banco. Quería pensar en lo que tenía que hacer pero era incapaz de concentrarme. Ni en mis problemas, ni en mis decisiones, ni en lo correcto de mi proceder. Al poco rato me levanté otra vez y con cautela fui acercándome a la puerta,i y antes de llegar a la cristalera alargué la cabeza y miré. La retiré en seguida porque el hombre permanecía allí con la mirada fija hacia donde yo estaba, como antes, como si hubiera tenido desde el principio la seguridad de que yo volvería a mirar.
No había tenido tiempo de sentarme cuando de la puerta del fondo salieron Adelita y los dos guardias. Los seguían una funcionaria que yo había visto entrar en la sala sosteniendo una gruesa carpeta y un tipo joven, con bigote muy negro y una cartera en la mano.
Ella, más serena pero con la cara abotargada, y un pañuelo hecho una bola en la mano derecha, vino hacia mí con actitud respetuosa, casi humilde. La siguieron los demás, como un coro, y la funcionaria se dirigió a mí como si me conociera, o como si Adelita ya le hubiera dicho quién era yo, y me presentó al abogado de oficio, el señor Ruipérez. ¿Qué hago yo aquí?, me pregunté otra vez. ¿Qué se me ha perdido en la historia de esta mujer? Ni que yo fuera su madre. Si fuera sensata, huiría y no la vería nunca más. Me estoy cargando de responsabilidad en un caso en el que, además, soy la perjudicada.
Sí, si fuera sensata, me iría.
Pero no lo hice, sino que escuché atentamente lo que me decía la funcionaria del juzgado. Que ya se le comunicaría el día del juicio, que podía irse a casa pero no podía salir del país, que… Mientras me hablaba no separaba la vista de mis ojos, esperando mi reacción. Pero yo no dije nada. Y cuando acabó, y tanto ella como el abogado me dieron la mano al irse, tuve la sensación de que la dejaban no sólo bajo mi amparo, sino además bajo mi responsabilidad. Fue en aquel momento cuando se abrió la puerta cristalera y entró el marido. Se había afeitado y llevaba ropa limpia.
Tenía otro aspecto. Se quedó inmóvil en el quicio de la puerta, mirándome primero a mí, después a su mujer, a todas luces sin sabera qué decir ni qué hacer. Me saludó vagamente con un gesto pero no tenía ojos más que para Adelita.
Ella se le acercó, le susurró algo que no comprendí y le tomó la mano.
Él la miró con tanta ternura y tal inquietud que sentí pena por él cuando, desprendiéndose de su mano, su mujer lo dejó y volvió hacia donde yo estaba.
"¿Puedo ir con usted a casa?", me preguntó.
"Sí, claro", respondí. "Pero, ¿y su marido?" Me miró a los ojos con esa mirada transparente y límpida tan convincente y dijo: "Él tiene que quedarse aquí para arreglar unos papeles del paro." Había recuperado el aplomo y nadie habría dicho que nos encontrábamos en un juzgado donde se la había acusado de robo.
"Pero si es más de la una y está todo cerrado", le dije.
No se arredró y sin bajar la vista contestó: "Los ha dejado en casa de un compañero que ha trabajado con él en la última obra. Pero mañana, bueno, pasado mañana tiene que tenerlos, los van a presentar los dos juntos. Es él quien rellena los impresos, ya sabe, hay gente que apenas sabe leer y escribir." Así que salimos a la calle y vimos al marido que se iba en otra dirección. El hombre del sombrero negro había desaparecido, pero cuando tras caminar unos cuantos metros nos metimos en el coche, lo vi por el cristal retrovisor frente a la tienda de periódicos. Y cuando me disponía a arrancar, Adelita me detuvo con la mano: "Perdone, señora, perdone, ¿le importa que vaya un momento a la panadería? No hay pan ni en su casa ni en la mía." A punto estuve de gritarle: ¡Déjese de pan!, ¡vamos!, pero no lo hice, mucho más interesada en el hombre del sombrero negro que tenía a mis espaldas y que según había visto por el espejo acababa de entrar en una tienda. Adelita bajóc del coche y seguí sus pasitos menudos y rápidos en dirección a la panadería.
Pasaron varios minutos y, cuando ya había decidido ir a buscarla, la vi salir pero no de la panadería, sino de la tienda de periódicos en la acera de enfrente. Iba cargada con el pan envuelto en papel de seda y, presurosa, llegó hasta el coche, abrió la puerta y entró.
"Disculpe, señora, me han hecho esperar mucho, la panadería estaba muy llena porque hoy es Nochevieja y mañana no abren. El que no lo compre hoy se ha quedado sin pan.
Es lo que pasa." "Pero yo la he visto entrar en la tienda de enfrente, Adelita.
¿Dónde iba usted?" "He visto a mi marido comprando tabaco y he entrado un momento.
¿No le importa, ¿verdad? Está tan hundido con todo esto." Había dicho "todo esto" como si se tratara de un cataclismo que nos hubiera enviado la naturaleza, algo ajeno a nosotros y, por supuesto, a ella.
Y a mí, debo reconocerlo, también me lo pareció. Sí, no cabía la menor duda, no era más que un simple asunto de mala suerte.
Entretanto puse el coche en marcha. Ella parecía tranquila, tal vez por este diálogo que había alejado de nosotras el robo de cuyas consecuencias no tendríamos más remedio que hablar en un momento u otro. Yo conducía despacio, las dos en silencio. Ante mí, la carretera era un camino inacabable bajo el tibio sol invernal, cuanto más despacio fuera, pensé, más tardaría en llegar, más lejos quedaría la conversación, la decisión. Pero aun sin querer pensar en ello, me di cuenta de pronto de que había dejado que las cosas fueran demasiado lejos. Tendría que haberle dicho que no volviera cuando ayer estuve en el cuartel de la Guardia Civil, y no convertirme en su cómplice engañando al marido. Al contrario, tendría que haberme enfrentado a él, un pobre desgraciado, ale fin y al cabo, que tal vez ni siquiera estaba borracho y que bien pudiera ser que tuviera el cuchillo en la mano porque había salido de la casa con él al oír el coche mientras acababa de comer la naranja o el queso. Así comían los pastores de tierra adentro, cortaban un pedazo con la navaja y con ella lo acompañaban a la boca. Eso es lo que era, en mi angustia y con la oscuridad de la linterna había tomado su navaja por un arma, y sus preguntas por una amenaza. Pero ¿por qué había salido con la linterna? ¿Por qué no había encendido la luz? Me estaba entreteniendo en lo que había ocurrido ayer para no pensar en la realidad de hoy.
Volví a ella. Sí, tendría que haberme quedado en casa esta mañana y ahora no estaría en el coche con Adelita a mi lado, compungida y serena, pero segura de que está ganando la partida. Pero ¿qué partida? ¿Es que ella piensa que podrá quedarse? Los pensamientos zigzagueaban por mi mente sin descanso, suplantándose unos a otros como seres ocultos dispuestos a discutir y a desmentirse.
Fue en un semáforo que acababan de instalar, dos o tres kilómetros antes de que tomáramos el camino para ir a casa, cuando habló. Al principio, entretenida en tejer y destejer lo que podría haber hecho o lo que tendría que haber hecho, no me di cuenta de qué me hablaba.
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