Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Subí a mi habitación dispuesta a meterme en la cama, dormir y olvidarme por unas horas de Adelita, de su robo y de su marido. Al día siguiente, como me había dicho el guardia civil, tendría que ir al juzgado de Toldrá porque Adelita sería presentada al juez. ¿Presentada, había dicho? ¿La iban a juzgar entonces¿a No. La juzgarán a su debido tiempo, me había respondido el sargento. De momento la interrogarán nada más y a partir de sus declaraciones y de mi denuncia establecerán el cargo que le imputan. ¿Es así como lo había dicho? No tenía mucha idea de cómo funcionaban los juicios. ¿Qué pasaría con ella?

¿Volvería o no volvería? Y ¿qué tenía que hacer yo? ¿Tenía que despedir a la mujer y quedarme sin guarda precisamente ahora que faltaba menos de una semana para que me fuera durante tres meses?

¿Dónde encontraría otra guarda en esos tres días? ¿Cómo iba a dejar sola una casa que está en medio del campo?

Una vez en la cama me puse a leer "El peregrino secreto", de John Le Carr\ que debía de estar allí, sobre la mesa, desde hacía meses, segura de que embebida en su historia dejaría de pensar en la mía. Era demasiado tarde para llamar a Gerardo. El silencio parecía haber tomado cuerpo y retumbaba como el susurro de las caracolas.

Sonó en el exterior un grito prolongado y me quede inmóvil, sofocada por el espanto. Cuando ya el silencio se había reinstaurado en la casa y yo había destensado los músculos de la espalda que descansaba de nuevo sobre la almohada, un nuevo grito igualmente largo lo rompió. Un búho, una lechuza, ¿qué otra cosa podía chillar de este modo?

Intenté centrarme en la lectura pero no lograba enterarme de lo que leía, así que apagué la luz, dispuesta a dormir. Las escenas del día se repetían en mi mente con tal fuerza que me inquietaba todavía más. La tiniebla de mi habitación se poblaba de imágenes, y el silencio, de ruidos. Más de una vez encendí la luz y volví al piso bajo para asegurar las ventanas. ¿Y si el hombre subía por las terrazas, rompía los cristales y entraba?

Recorrí las habitaciones para comprobar inútilmente que no me había olvidado de cerrar ningúnc postigo. La casa en la oscuridad parecía haber crecido. Daba igual que yo encendiera las luces a medida que pasaba de una habitación a otra: cuando deshacía los pasos y las apagaba, un universo de oscuridad me perseguía, y los gritos de las rapaces nocturnas se ampliaban, las puertas rugían, mis pies rompían el suelo y los ecos de tantos ruidos y sonidos distintos se juntaban en un concierto sin melodía, desafinado e imparable.

En uno de estos viajes entré en la habitación donde mi padre había pasado los últimos años. En el delirio de aquella noche insomne lo vi aún sentado en la silla de ruedas, con las escuálidas rodillas esqueléticas y puntiagudas, marcando los huesos, aguijones bajo la manta, las manos tensas sobre los muslos, el rostro avejentado, raído, arrugado, con bolsas de piel al final de la comisura de los labios que habían dejado el feroz adelgazamiento a que la enfermedad lo había sometido; el escaso cabello canoso, borroso, electrizado casi, haciendo visible la piel manchada, brillante y traslúcida que le cubría el cráneo. Y esos ojos hirientes y malhumorados, testigos de unos jirones de inteligencia nunca del todo desaparecidos tanto más vivos que el cuerpo vencido, crispados y tan tercos que parecían tener por sí mismos la fuerza sobrehumana de levantar, si así lo decidía, los miembros paralizados y, puesto en pie, recuperar la figura amenazante que había exhibido con audacia durante toda su vida.

De ahí el miedo que nunca me había abandonado del todo al pensar en él, de ahí ese temblor al entrar en el cuarto que sentía nacer en la profundidad de mi propio corazón, en el más recóndito pliegue de mi conciencia, en ese oculto y cavernoso lugar donde viven y se mecen en la cósmica oscuridad del ser los terrores infantiles, donde crecen y palpitan y se esconden invencibles, como si dormidos a veces desde la muerte de quien los originó, see desperezaran de vez en cuando para recordarnos que su imperio no había muerto con él.

Volví a la cama todavía caliente, segura de que la memoria de mi padre había sustituido la pesadilla del robo. Y con la esperanza de alejar aquellas dudas y angustias, me rendí a su recuerdo que giraba en mi mente y fuera de ella como un torbellino de igual intensidad.

¿Lo había amado realmente, lo había amado tanto como decía a todos que lo había amado? Nunca me había mostrado cariño, ni cuando era niña, pero sobre todo le guardaba todavía rencor por haberse atribuido durante años sacrificios por mi carrera profesional que no le correspondían, como esa letanía constante que había repetido hasta la saciedad según la cual era él el que me había enviado a estudiar a Estados Unidos cuando en realidad fui yo la que conseguí una beca posdoctoral para el Instituto Salk en La Jolla, California, y lo que de verdad me dolía, lo que aún hoy no le perdonaba es que nunca, ni una sola vez, había reconocido, ni frente a mí ni ante los demás, el mérito de haber obtenido esa beca. Y desde que tuvo aquel ataque de ira que lo dejó paralítico y sin habla podría interpretarse, no sin cierta razón, como una imposición de mi victoria la forma que yo tenía de cuidarlo con tanto esmero y con tan poco cariño. De hecho había sido una victoria mía pero que sólo yo conocía, tan escondida en mi voluntad de comportarme lo mejor posible con él que apenas la disfrutaba. Muchas veces me había sorprendido pensando cómo habría reaccionado siendo niña de haber sabido que aquella torre de autoridad y de trueno yacería un día desmoronada sobre una silla de ruedas a mi merced. Cuando era niña y mi madre, como si se hubiera rendido al tratado de justicia que predicaba el padre, convertida en una flor anodina para siempre, había desaparecido fundida su blancura en la blancura de las sábanas,g ida, deshecha casi, dejando en el último momento la marca violeta de sus profundas ojeras, y de unas palabras que se habían licuado en el tiempo y que pronto se licuarían en el olvido. De tal modo que cuando la evocaba no veía más que esos ojos inmensos, hundidos, morados de dolor y de muerte y no me sentía con ánimo de asociarlos a la mujer siempre vestida de blanco, siempre callada y sonriente que había tenido por madre. Tal vez por esa reacción de mi alma, no había seguido su ejemplo y desde que aquellos ojos violetas pasaron a vivir únicamente en mi entendimiento, había iniciado una lucha soterrada y cruenta contra mi padre, a cuya voluntad me había sometido sólo a la fuerza, que me otorgaba la tenacidad necesaria para resistir, consciente de que no tenía más arma que la de no caer en el desánimo.

Y en lucha se convirtieron cada uno de los momentos en que estaba con él, dictara o no dictara una orden. Callaba, sí, pero no me dejaba vencer, porque mi resistencia consistía precisamente en no aceptar nunca lo que la orden decretara, aun si algunas veces hubiera coincidido con mis deseos.

Pero aquella noche apenas podía evocar el odio que me provocaron sus arrebatos, su ira, su afán justiciero que se había cebado en mí desde que yo tenía uso de razón.

Ni podía recordar cuánto resentimiento me había inculcado frente a todos los hombres por el mero hecho de serlo él, y hasta qué punto había fomentado el odio irracional en respuesta a los olvidos de mis primeros amores. ¡Oh!, ¡cómo se deleitaba en ofrecerme constantes dosis de amargura frente a ellos, frente a mis propias limitaciones, frente al mundo en su totalidad!

No, no había sido una vida de amor la nuestra, era cierto, pero aun así, ¿cómo había podido ser yo tan indiferente a aquella piltrafa humana, que vivía sin poder defenderse de mi indiferencia, y que no tenía más que el brillo de los ojosi para suplicar tal vez un poco de compasión? No sabemos que amamos hasta que desaparece el ser amado.

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