Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Fue en aquel momento, o quizá había transcurrido un cuarto de hora, no sabría decirlo, cuando los sollozos se convirtieron en gritos.

Me levanté, asustada, para ver qué ocurría ahora y me encontré con Adelita tumbada en el suelo en el pasillo, detrás del sofá. Se había lanzado a un arranque de histeria, o de salvaje nerviosismo, se desga-c ñitaba dando alaridos, moviendo brazos y piernas en un temblor incontenible. Los gritos dieron lugar a los alaridos y el inicial temblor se convirtió en una convulsión que la hacía dar bandazos y chocar contra el sofá por un lado y la pared por el otro. Así rodando en el suelo, el cuerpo de aquella mujer, con las faldas que se le habían arremangado hasta los muslos y la cabecita hundida y escondida entre los hombros, accionando los brazos y las piernas y dejando que la saliva se le desparramara por la cara, se había convertido en un amasijo de bultos indescifrables que buscaba en vano su lugar y su forma en aquella penumbra. La escena era completa, pero no logró convencerme. Así que doblé los brazos con paciencia y esperé.

Ella seguía enloquecida, haciendo grandes esfuerzos para que fuera verosímil lo que en su opinión debía de ser un ataque de epilepsia provocado, sin duda, por el acoso a que yo la sometía. Aparecieron señales de agotamiento en su rostro convulsionado pero no sólo no desfallecía, sino que añadía jadeos cada vez más sonoros a sus gritos y lamentos.

"Adelita", grité de pronto para hacerme oír. "Puede usted continuar todo el tiempo que quiera, poco tengo que hacer más que ver cómo da usted fin a este espectáculo. Pero recuerde que, por bien que actúe, no me convence. Así que, puede usted continuar. Continúe, continúe." Y acercándome a ella en actitud paciente me dispuse, como había dicho, a contemplarla.

Adelita mantuvo la intensidad de aquel espasmo durante unos minutos más, pateando y echando tanta espuma por la boca que me tenía maravillada, pero poco a poco fue calmándose y, de pronto, como si ya hubiera terminado, se levantó y, sorbiéndose las lágrimas y las babas, respiró para retomar aliento, cogió el cofrecito que había dejado sobre una mesa y se fue.e Le habrá salido la vena de la actriz que debió de ser en sus años juveniles, pensé. O este ataque es la manifestación de una grave enfermedad que la tiene al borde de la muerte desde la niñez. Y, aunque no estaba de humor para bromas, sonreí.

A los pocos minutos apareció de nuevo y anunció que iba al pueblo porque le faltaba harina y se había quedado sin pan. Lo dijo con normalidad, aunque con un aire un poco ofendido, como si no hubiera ocurrido la escena de hacía poco más de media hora ni ella hubiera sido su protagonista.

Cuando oí que se cerraba la puerta de la cocina, me levanté, y antes de salir del salón apagué la luz. Era de noche ya, aunque el reloj apenas marcaba las seis y Adelita se había ido sin encender las luces, tal vez aposta. Ni las del jardín. Todo parecía estar sumido en las tinieblas y, sin saber por qué, comencé a sentir miedo al buscar el interruptor en la pared de la escalera. Subí a mi cuarto, me senté en un sillón, encendí la lámpara de pie e intenté en vano retomar el libro que había estado leyendo. La casa estaba silenciosa y envuelta en oscuridad, excepto el halo de luz de la lámpara. Fuera, el silencio de un atardecer de invierno podía ocultar mil demonios. De repente, recordé el hombre alto vestido de negro y con sombrero, y su imagen se me apareció con tal nitidez que un rayo de inquietud me atravesó el cuerpo.

Me cubrí los hombros con una manta de lana porque había tenido un estremecimiento, de frío sería, me dije para tranquilizarme, y comprendí que no habría de ser capaz de fijar la atención en nada ni lograría distraerme de esa pesadilla en que se había convertido la espera, la inmovilidad a que se me había condenado.

Sonó el teléfono.

"¡Diga!, ¡diga!" Al alargar la mano tiré un jarrón de flores.

No lo detuve, atenta sólo a la voz del auricular, rodó sobre la mesa y cayó al suelo con estrépito, y el agua y las flores se desparramaron.

"Diga", insistí sin hacer caso del desastre.

"Está aquí", susurró una voz al otro lado del hilo. "Señora, está aquí, la tengo en mi despacho, yo he salido un momento para llamarla." "Ah, hola, sargento, disculpe, no lo había reconocido. ¿Quién está ahí?" "Su guarda. Adelita." "¿La ha llamado usted?" "No, acaba de llegar. Dice que ha venido a buscar el carnet de identidad que se le había olvidado esta mañana." "¿Esta mañana?" "Sí, eso dice, al parecer esta mañana el guardia de la puerta le ha pedido el carnet, pero ya sabe", añadió con voz de entendido, "el criminal siempre vuelve al lugar del crimen." "No lo entiendo, sargento. No entiendo nada. Explíquese." "Nada, que ha venido y la tengo en mi despacho." "¿Ha confesado?" A ver si acabamos con todo esto de una vez, pensé, aliviada.

"Voy a ver. Por cierto, ¿la han llamado de la comisaría de Gerona?" "No." "Es que ahora me he enterado de que Gerona ha pasado el asunto a la jurisdicción de Playa de Aro." "¿Ah, sí? ¿Por qué?" "Ah, no sé. Eso me han dicho.

Pero usted, señora, no crea que está desasistida. Nosotros haremos el trabajo que han descuidado allá.

Pero no estaría de más que llamara usted a Gerona, a ver qué le dicen." "Eso haré, gracias, sargento." "Oiga, si tiene que salir hágamelo saber y dígame dónde puedo localizarla. Tenemos que estar en contacto." "Sí, sargento. No se preocupe, muchas gracias. Buenas tardes, oi buenas noches", añadí, mirando por la ventana, negra, negra como sólo pueden ser las noches negras de invierno en el campo.

Llamé a la comisaría de Gerona y mientras dejaba que sonara la señal supe que de nada serviría. Sin saber por qué le había perdido la confianza al policía que me había atendido y que tan protector me había parecido por la mañana, y de un modo oscuro comencé a barruntar que sus intereses eran distintos de los míos. Pero ¿cuáles eran los suyos? Efectivamente el comisario había salido, y si no era por una urgencia, no iba ya a volver hasta el día siguiente, o al otro, añadió con sorna el policía del teléfono.

"No, no hay nadie que lo sustituya, bueno yo, pero yo no sé nada." Volví al reducto de luz y entonces me di cuenta de que el suelo estaba lleno de agua, la alfombra empapada, el jarrón hecho pedazos había caído más allá de la corona de luz y un trozo de porcelana blanca se balanceaba aún en el límite de las sombras. Y entonces, al darme cuenta de que tenía lágrimas en los ojos, me senté en el sillón, busqué una caja de pañuelos del estante y lloré mansamente sin saber ni querer investigar si lloraba por ese jarro caído y roto, desparramadas por el suelo las primeras caléndulas que se habían anticipado a una primavera lejana aún, o por la incertidumbre en que me había sumido el robo de la joya y su posterior desarrollo.

A la media hora oí un coche que se detenía en la entrada. Bajé la escalera a toda prisa y salí al porche de la parte delantera.

Hacía mucho frío y en la espesa oscuridad distinguí a dos guardias civiles que se destacaban en el halo de luz de los faros, encendidos aún. Una sombra menuda y corpulenta se escurría entre ellos, pasaba como una exhalación junto a mí sin querer verme y se metía en la casa.

"¿Qué ocurre?", pregunté al tiempo que encendía la luz del porche.

"Buenas noches, señora. Hemos venido para acompañar a su guarda." Era uno de los dos guardias civiles que seguían el trotecillo de Adelita.

"¿Está detenida?" "No, hemos venido porque dice que quiere mostrarnos una sortija." Entramos los tres en la casa y pasamos a la cocina tras ella, que, ignorándome de nuevo, les hizo una señal para que esperaran y salió por la puerta trasera.

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