Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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En 1991, rezan las últimas cifras disponibles, contra los 762.098 sirios que salieron del país, llegaron a Siria en viaje de turismo 437.186 extranjeros, de los cuales 1.697 eran españoles, 13.383 soviéticos, 212.975 turcos, 119.624 iraníes, 4.132 británicos. Y además 390.156 jordanos, 86.898 saudíes y 526.609 libaneses, y unos pocos miles de otros países. No hay más que pasearse por el zoco de Hamidie, o entrar en los museos y los hoteles para comprender que el turismo aumenta y que de continuar la situación del norte de África como hasta hoy, es muy posible que en un par de años se haya multiplicado por diez.

Ralph: de la Mezquita de los Omeyas al Café Náufara.

Llevaba más de dos horas paseando con el plano de la ciudad en la mano para descifrar el laberinto de calles y callejuelas, barrios y zocos, cuando me detuvo el paso, inmóvil ante mí, el mismo muchacho rubio con quien me había cruzado ya dos o tres veces, en el barrio cristiano, en los pasadizos que llevan al restaurante de los Omeyas, y en una calle cuyo nombre y situación ya no podía recordar.

Estábamos en la puerta oeste de la gran mezquita frente a las dos únicas columnas, único vestigio del templo romano de Júpiter del siglo III. Llevaba también un plano en la mano y de pie ante mí sonreía.

– Llevo dos horas dando vueltas por el zoco -dijo en inglés-, y por lo que veo tú también. Debemos de ser los dos únicos extranjeros que van solos. ¿Por qué no vamos juntos?

Por lo visto aquí no hay que temerle a la soledad, tuve tiempo de pensar, pero ya él sin esperar mi respuesta se presentó:

– Soy alemán, de Schömberg, estudiante en ciencias políticas y estoy de viaje por el Oriente Medio. Solo -añadió-, voy solo.

Sí, todas las dudas del mundo me asaltaron. ¿Será cierto que es un estudiante? ¿O tal vez sea un espía? ¿Qué hace un estudiante viajando en pleno mes de mayo? ¿O no es más que un pelmazo que me fastidiará el día? Pero ¿qué puedo perder? Si no me gusta no tengo más…

– Yo también voy sola -oí mi voz impaciente y desobediente que pasaba sobre la reflexión y se manifestaba-. Y me gustaría saber por dónde se entra a la mezquita, porque por esta puerta principal no dejan.

– Esto lo sé -dijo muy contento-. No la he visitado aún, así que si quieres podemos comenzar por ahí. Aunque después tengo mucho interés en buscar la ventana por la que escapó san Pablo. Es una historia que me contaba siempre mi abuela que es católica y no quiero irme sin encontrarla.

Pasamos la puerta lateral de la mezquita reservada para los extranjeros y entramos por la puerta norte, junto al mausoleo de Saladino -de 1193, leyó Ralph en la guía en medio de un umbroso jardín y contemplamos junto a él la tumba moderna, en mármol que, añadió, el emperador Guillermo II regaló al pueblo de Damasco durante su visita en 1898.

Nos pusimos un manto negro, Ralph porque llevaba pantalones cortos, yo sólo por ser mujer.

Atravesamos el inmenso atrio porticado donde paseaban grupos de hombres y mujeres junto a la fuente de las abluciones. Nos acercamos a la cúpula del tesoro donde antiguamente se guardaba el dinero público, decorada con mosaicos. Y al entrar en el ‘haram’, la sala de la plegaria, nos quitamos los zapatos y los dejamos en el suelo junto a los de los visitantes y oradores.

Ralph siempre leyendo. Así me enteré de que la mezquita fue desde el primer milenio a.C. -y hay indicios de que muchos siglos antes un templo que los arameos habían levantado en honor de Hadad, el dios de la tempestad, y que sigue enterrado bajo todos los templos y murallas de los conquistadores que les sucedieron. Que en el siglo III los romanos construyeron sobre todos ellos un gigantesco templo dedicado a Júpiter, que en el siglo IV los cristianos lo convirtieron en basílica, que cuando entraron los musulmanes en el 636 transformaron la parte este en mezquita y dejaron la parte Oeste para el culto cristiano hasta que en el año 705 el sexto califa omeya decidió “construir una mezquita como nadie haya construido ni construirá jamás”. Las obras duraron diez años y se emplearon más de mil obreros, y el dinero necesario para pagar el edificio llenó cuatrocientos arcones que contenían diez mil dinares. Se necesitaron dieciocho camellos para transportar las pilas de hojas en las que se habían anotado los gastos de la mezquita. Se arrasaron las casas romanas y bizantinas contiguas y los antiguos zocos. Fue la primera mezquita con alminares, púlpito y sala de abluciones, características que ahora se encuentran en todas ellas. La mezquita de los Omeyas ha sido y es un modelo y una guía. Todavía hoy el almuédano recita su plegaria, a la que responden como un eco todas las mezquitas de Damasco, desde el alminar Al Arus del muro norte, el mismo que en los siglos XII al XVI recibía y transmitía las señales ópticas formando parte de una larguísima cadena de luz que anunciaba en El Cairo la aparición de tropas mongoles en las riberas del Éufrates. “Iré al Éufrates y me bañaré en él”, el pensamiento surgió espontáneo y firme como un anhelo de frescor que mitigara en la imaginación el calor con que el manto negro oprimía mi cuerpo.

Durante siglos los ayubíes, los mamelucos y los otomanos restauraron y embellecieron los alminares e incluso contaron con la ayuda de los cristianos en uno de sus escasos momentos de colaboración con otras religiones. Quizá por esto al alminar situado en el sureste se le llama aún el alminar de Jesús, a quien los musulmanes consideran profeta igual que a Juan Bautista, porque la tradición “quiere”, dijo con cierto énfasis Ralph mirándome como si yo fuera la representación de la cristiandad, que Jesús se presente en él poco antes del día del juicio final. Los incendios destruyeron…

Ralph seguía leyendo pero yo ya no le oía. Estaba sobrecogida por la magnitud del espacio interior, por su diáfana claridad, por esa forma especial de situar las columnatas, por el natural recogimiento de los fieles que paseaban sobre un suelo tapizado de alfombras o hablaban en pequeños grupos, sentados a veces con las piernas cruzadas atentos a la lectura de un tercero, por el ensimismamiento de los que oraban contra el muro sur cara a La Meca, por la atención de los que leían, la majestad de sus vestimentas, el susurro asordinado de sus voces. Me abandoné a la contemplación de los arabescos, a la repetición rítmica de sus motivos geométricos, a la luz cambiante que se filtraba por los cristales irisados de las setenta y cuatro ventanas. Admiré la magnificencia de la cúpula que se levanta como un águila en vuelo hacia el cielo.

Imaginé cómo sería el fulgor de tantas velas como se encendían a la caída de la tarde sobre las grandes coronas de bronce que colgaban del techo, y el perfume del incienso y de los aceites aromáticos que ardían en pequeños cuencos suspendidos de ellas.

También nosotros nos sentamos en el suelo cubiertos con la capa y dejamos que transcurriera el tiempo al ritmo de esos creyentes que no estaban en la mezquita para cumplir ninguna obligación, sino porque forma parte de su vida, es un lugar de encuentro, de descanso, cuando se detiene el quehacer diario, y dejamos que nos invadiera esa paz que trae consigo la armonía entre la vida y la creencia, una paz que ahora nosotros, los occidentales, hemos de pedir prestada porque nuestros pueblos la sustituyeron hace siglos por otras ambiciones.

Cuando a la salida volvimos a ponernos los zapatos, Ralph se quedó perplejo.

– No están las plantillas -dijo.

– ¿Qué plantillas?

– Llevo plantillas y las dejé en los zapatos. ¿O no? Quizás al quitármelos las metí en la bolsa.

Espera. -Miró en la bolsa pero no las encontró-. Debí de ponérmelas en los bolsillos, a veces lo hago.

– Te las habrán robado -apunté.

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