Rosa Regàs - Viaje a la luz del Cham

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“De la claridad de sus desiertos, del rumor de las aguas milenarias, de la hospitalidad de sus gentes, del descubrimiento de sus mundos recoletos, en una palabra, de lo que busqué, vi y encontré en Siria, trata este libro”, dice Rosa Regàs en el Preludio. En ese viaje de dos meses, la escritora reivindica la aventura que reside en una peculiar y personal forma de ver, de mirar y de descubrir que nada tiene que ver con el exotismo y el turismo cultural. Las calles de Damasco, los olores penetrantes de sus zocos, la forma de convivir con sus gentes, la extraña luminosidad de los atardeceres del Levante, los mágicos encuentros, se suceden e intercalan con los viajes por el país: el valle del Orontes, el vallle del Eúfrates, Palmira, Mari, Ugarit, Afamia, la otra cara del Mediterráneo, la blanca Alepo, los altos del Golán, los poblados drusos del sur, los desiertos y los míticos beduinos. En el texto se alterna la crónica de esos viajes con la reflexión sobre la situación en que se encuentra el país, su actitud frente a Occidente y frente al integrismo, el papel que desempeñan los fieles al régimen y sus opositores, la condición de las mujeres y de los niños en el mundo del trabajo, de la familia, de la religión, salpicados de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana. Un texto rigurosamente fiel a esa mirada sugerente y sensual que recupera para el placer y la experiencia imágenes robadas al tiempo, a la distancia, a la banalización y a la manipulación. Un texto en que la autora se suma a la forma de narrar de los autores de libros de viaje que la precedieron y brinda su compañía al lector para que, paso a paso, se convierta a su vez en un viajero que avanza por ese mundo desconocido y revive y redescubre los lugares donde nació su propia civilización, morosamente descritos con sorpresa, ironía y ternura.

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Al decirle yo que no me parecía necesario, miró las gafas y se las dio a uno de los jóvenes, que des apareció por una estrecha escalerilla al piso superior. Siguieron hablando aunque de vez en cuando se interesaban por el lugar de donde yo procedía o qué es lo que estaba haciendo en Damasco, pero seguían con su conversación, tal vez comentando mis respuestas. Al poco rato, se acercó el otro muchacho con un platito de bombones envueltos en papel de plata de color de rosa.

Estaban rellenos de pistacho y eran exquisitos, así que al cabo de un momento tomé otro. Alguien me acercó una silla, me hicieron un lugar entre ellos y continuaron haciendo tertulia a mi alrededor.

Bajó el joven del altillo y el hombre con sus tenacillas remató la patilla torcida y, sin dejar de hablar, se la devolvió. Volvió a subir el chico las escalerillas y descendió al punto con las gafas arregladas. Yo me las guardé y pregunté cuánto debía.

– Nada, nada, por favor, ‘you are welcome’. Pero siéntese, por favor, siéntese un rato y descanse.

¿Quiere una taza de té?

– Se lo agradezco, pero tengo un poco de prisa.

Los demás se rieron y siguieron con su tertulia. Yo me despedí de todos ellos, que me saludaron llevándose la mano al corazón, la boca y la frente, deseándome toda clase de venturas. Todavía los vi sentados en la misma posición cuando una hora más tarde, serían casi las nueve de la noche, volví a pasar frente a la tienda camino de la residencia del embajador.

En la tienda contigua dos hombres jugaban al backgammon, la pasión siria. Parece ser que hay varias formas de jugar, distintas de la que conocemos nosotros. Se juega en los zocos, en las tiendas o bajo la sombra de un árbol en el mediodía sofocante mientras la ciudad duerme la siesta.

El cielo de Damasco al atardecer tiene una extraña luminosidad de color violeta. En el Casiún las luces brillan como estrellas y no hay en todo el vasto horizonte de la ciudad un solo anuncio de colores chillones que ensombrezca con su vulgaridad el panorama.

Cuando se imponga la publicidad, me temo que con el amor que los sirios tienen por los colorines, la vista de la ciudad de noche será insoportable.

Deambulando en aquel primer crepúsculo fui a parar a un barrio residencial de hermosas casas y jardines, tiendas de un lujo exagerado y cafés elegantes en cuyas terrazas repletas, hombres y mujeres bebían zumos de fruta o cerveza. Se habían encendido bombillas de colores que brillaban entre las hojas de los árboles dibujando cenefas y fosforescencias como si fuera Navidad.

Ésta es en Damasco la hora del paseo y todo el mundo está en la calle, la temperatura es suave y como las tiendas no cierran hasta mucho más allá de las nueve, hay bullicio en todos los barrios, sean elegantes o populares. Pasan los coches llenos de mujeres y niños, pasean las parejas y las mujeres, o los hombres en grupo con el rosario en la mano, comiendo pipas y helados o pasteles. Les encantan los pasteles y cuando uno se detiene ante una pastelería se queda asombrado de la magnitud de las tartas.

No hay pastel de boda que pueda competir con ellas, son inmensas, cargadas de adornos con coronas de fresas, filigranas de albaricoque, florones de nata y hojas de azúcar que envuelven las coronas, todo ello sobre unas monumentales tortas de bizcocho relleno de crema de pistachos. Tienen además toda clase de helados. Ésa es la gran moda. En general sólo los hombres van a los cafés, en muchos casos a fumar el narguile. Las mujeres occidentales entran en ellos pero no las mujeres sirias, no es costumbre por lo menos. Así que han proliferado las pequeñas tiendas de helados que en esta época del año y hacia las ocho de la noche, hombres, mujeres y niños desbordan la acera y apenas dejan pasar los coches. La costumbre exige que en cuanto se ha conseguido el helado, en lugar de continuar su camino, se apoyen los clientes en la pared, o en un tiesto o permanezcan de pie cada vez más hacinados, charlando con la misma naturalidad que si estuvieran sentados en los cómodos sillones de un antiguo café. Aunque también hay quien los come mientras camina por la calle, en un vaso que, me temo, irá a parar al suelo porque en esta ciudad apenas hay papeleras. Ni en esta ciudad ni, como habré de comprobar durante mis viajes, en este país, de ahí que los suelos estén llenos de papeles y plásticos que el viento hace volar y a veces los detienen los árboles o los picos de las verjas donde permanecen para siempre.

En esto se parecen a la gente de Nueva York. Todos los envoltorios, los vasos y las bolsas de plástico negro o de papel, se amontonan en los rincones de las calles junto a botellas y latas vacías.

Me pregunto cuándo va a tomar una decisión la humanidad sobre el plástico, ese producto indestructible y viscoso que se deteriora sin envejecer ni morir, que en los días de viento ensombrece la luz del sol, cubre las playas del Mediterráneo, ensucia los jardines y las calles de sus ciudades y deja el campo moteado hasta el horizonte.

Su única finalidad parece ser acabar convertido en espantapájaros en el campo y quizá con el tiempo sirva de trampa para la pesca de altura, porque habrá tanto plástico en los mares que las redes serán innecesarias. ¿Qué utilidad tiene además en la mayoría de los casos?

Ninguna más que la de poner lo que se ha comprado en la bolsa para quitarlo al llegar a casa y echarla a la basura. En un mundo en el que tantas comisiones y organizaciones se crean, es difícil entender cómo no existe una con el único mandato de erradicar el plástico para siempre. Y no entiendo por qué no lo hacen los gobernantes cuya autoridad, como en el caso de Siria, es incuestionable. Del mismo modo que el chicle está prohibido en Singapur o en Corea del Norte para que no deje las calles de las ciudades moteadas y pegajosas para toda la eternidad.

En Nueva York, un apóstol solitario proclamaba con las grandes letras de sus pasquines fotocopiados y pegados en los cristales del autobús, los males a los que lleva utilizar plástico, conminaba a la población a que renunciara a él comenzando por llevar cada cual su propia bolsa no desechable al hacer la compra y se negara a aceptar la que le ofrecía la cajera: ¡No más plástico!

La primera cena.

La residencia del embajador de España en Damasco está situada en el corazón de la ciudad y tiene un recoleto jardín con altísimas palmeras, una rosaleda, un estanque y una escalera de piedra con balaustrada por la que se accede a la casa. Hasta la segunda o la tercera vez que estuve en ella, no me di cuenta cabal de la espléndida sala de música, en el antiguo ‘liwán’ o recibidor, siempre con los sofás adosados a lo largo de las paredes, ni de las hermosas pinturas, miniaturas, esculturas y cerámicas que embellecen la escalinata, el salón y los recogidos aposentos con las paredes forradas de damasco que se abren sobre el gran comedor con la mesa de azulejos. El embajador había invitado a Joseph Ghazi, director de la oficina de France Press en Damasco, y a su mujer, de quienes recibí esas primeras informaciones que por más entusiasmo y atención con que se escuchen, apenas caían en el entendimiento.

El embajador, un hombre muy amable, extrovertido e interesado por todo lo que había a su alrededor, me prometió su ayuda, que nunca me faltó, y se ofreció a llevarme a visitar los Altos del Golán, y otro día la mezquita de la sobrina del Profeta. Yo asentía a todo porque no tenía ni idea de cómo iba a organizar la estancia que, estaba convencida, se extendía interminable ante mí.

Eran más de las once cuando llegué a casa. Me descalcé al entrar porque, aunque Fathi me había adiestrado, es tal la complicación que se traen los árabes con los zapatos, que temía equivocarme.

Hay que ir con zapatillas cuando el suelo está desnudo y descalzarse para caminar sobre las alfombras, pero como hay lugares alfombrados y otros no, se dejan las chancletas en los bordes de las alfombras y se vuelven a poner cuando se sale de ellas, lo cual no es nada fácil.

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